– Tengo serios problemas -confesó. Las lágrimas acudieron a sus ojos y se le hizo un nudo en la garganta, impidiéndole hablar. Dio media vuelta y salió al exterior.
Steve le siguió. Eddie le guió hasta el lugar donde solía guardarse la lancha. Nadie les vería allí.
Steve habló para disimular su confusión.
– Ya no recuerdo cuántos favores he pedido que me devolvieran para trasladarme hasta aquí. Llevo ocho años en la Marina y mucha gente está en deuda conmigo, pero hoy todos me han pagado por duplicado, y ahora soy yo el que está en deuda con ellos. ¡Me costará otros ocho años poner me al corriente!
Eddie asintió con la cabeza. Steve poseía una aptitud natural para negociar tratos. Eddie deseaba darle las gracias, pero era incapaz de detener el flujo de lágrimas.
– Eddie, ¿qué coño está pasando? -preguntó Steve, cambiando de tono.
– Tienen a Carol-Ann -balbuceó Eddie.
– ¿Quién la tiene, por los clavos de Cristo?
– La banda de Patriarca.
Steve se mostró incrédulo.
– ¿Ray Patriarca? ¿El mafioso?
– La han secuestrado.
– Dios todopoderoso, ¿por qué?
– Quieren que haga amarar al clipper.
– ¿Para qué?
Eddie se secó la cara con la manga y se serenó.
– Hay un agente del fbi a bordo con un prisionero, un matón llamado Frankie Gordino. Me imagino que Patriarca quiere rescatarle. En cualquier caso, un pasajero que se llama Tom Luther me dijo que hiciera amarar el avión frente a la costa de Maine. Una lancha rápida estará esperando, y Carol-Ann irá a bordo. Intercambiaremos a Carol-Ann por Gordino, y éste se largará.
Steve asintió con la cabeza.
– Y Tom Luther fue lo bastante listo como para comprender que la única forma de conseguir la colaboración de Eddie Deakin consistía en raptar a su mujer.
– Sí.
– Hijos de puta.
– Quiero atrapar a esos tío, Steve. Quiero crucificarles. Juro que los haré picadillo.
Steve meneó la cabeza.
– ¿Qué puedes hacer?
– No lo sé. Por eso te llamé.
Steve frunció el ceño.
– El rato más peligroso para ellos será el que media entre subir al avión y regresar al coche. Es posible que la policía pueda descubrir el coche y tenderles una emboscada.
Eddie no estaba tan seguro.
– ¿Cómo lo reconocerá la policía? Un simple coche aparcado junto a una playa.
– Valdría la pena probar.
– No es suficiente, Steve. Muchas cosas pueden salir mal. Además, no quiero llamar a la policía… Es imposible saber lo que harían para poner en peligro a Carol-Ann.
Steve estuvo de acuerdo.
– Y el coche podría estar a uno u otro lado de la frontera, lo cual quiere decir que también deberíamos llamar a la policía canadiense. Coño, el secreto no duraría ni cinco minutos. No, llamar a la policía no es buena idea. Sólo nos queda la Marina o los guardacostas.
Discutir del problema con alguien contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Eddie.
– Hablemos de la Marina.
– Muy bien. ¿Y si logro que una patrullera como ésta intercepte a la lancha después del intercambio, antes de que Gordino y Luther lleguen a tierra.
– Podría funcionar -dijo Eddie, empezando a concebir esperanzas-. ¿Podrías hacerlo?
Era casi imposible lograr que buques de la Marina se saltaran la cadena de mando.
– Me parece que sí. Se están realizando todo tipo de ejercicios, y están muy excitados por si los nazis deciden invadir Nueva Ingláterra después de Polonia. El único problema es desviar uno. El tipo capaz de hacerlo es el padre de Simon Greenbourne… ¿Te acuerdas de Simon?
– Desde luego.
Eddie se acordaba de un tipo alocado que poseía un peculiar sentido del humor y una inmensa sed de cerveza. Siempre se metía en líos, pero solía salir bien librado porque su padre era almirante.
– Simon se pasó un día -continuó Steve-, pegó fuego a un bar de Pearl City y quemó media manzana. Es una larga historia, pero conseguí sacarle de la cárcel y su padre me estará eternamente agradecido. Creo que me haría ese favor.
Eddie desvió la vista hacia el buque en que había llegado Steve. Era un cazasubmarinos de clase SC, que ya tenía veinte años, con casco de madera, pero llevaba una ametralladora del calibre veintitrés y cargas de profundidad. Su sola visión bastaría para que delincuentes procedentes de la ciudad, a bordo de una lancha rápida, se cagaran en los pantalones. Sin embargo, era demasiado llamativo.
– Si lo vieran, se olerían una trampa -dijo, angustiado. Steve meneó la cabeza.
– Estos barcos pueden ocultarse en ensenadas. Aunque vayan cargados hasta los topes, su calado no sobrepasa el metro ochenta de profundidad.
– Es arriesgado, Steve.
– Imagina que divisan una patrullera de la Marina. No les hace ni caso. ¿Qué van a hacer, echarlo todo por la borda?
– Podrían hacerle algo a Carol-Ann.
Tuvo la impresión de que Steve iba a seguir discutiendo, pero cambió de opinión.
– Es verdad -dijo-. Puede ocurrir cualquier cosa. Tú eres el único que tiene derecho a decir si vale la pena arriesgarse.
Eddie sabía que Steve no estaba diciendo lo que en realidad pensaba.
– Piensas que estoy acojonado, ¿verdad? -preguntó.
– Sí, pero estás en tu derecho.
Eddie consultó su reloj.
– Hostia, he de volver a la sala de vuelo.
Debía tomar una decisión. Steve había elaborado el mejor plan que se le había ocurrido, y sólo dependía de Eddie aceptarlo o desecharlo.
– Quizá no hayas pensado en una cosa -señaló Steve-. Es posible que aún tengan la intención de darte gato por liebre.
– ¿Cómo?
Steve se encogió de hombros.
– No lo sé, pero en cuanto hayan subido a bordo del clipper será difícil discutir con ellos. Tal vez decidan llevarse a Gordino y también a Carol-Ann.
– ¿Y por qué coño harían eso?
– Para asegurarse de que no prestaras a la policía una colaboración demasiado entusiasta por un tiempo.
– Mierda.
Existía aún otro motivo, pensó Eddie. Había insultado y gritado a aquellos tipos. Quizá planearan darle una última lección.
Estaba atrapado.
Tenía que acceder al plan de Steve. Era demasiado tarde para pensar en otra cosa.
Dios me perdone si me equivoco, pensó.
– Muy bien -dijo-. Adelante.
22
Margaret se despertó pensando: «Hoy he de hablar con papá».
Tardó un momento en recordar lo que debía decirle, que no viviría con ellos en Connecticut, que iba a marcharse, buscar un alojamiento y conseguir un empleo.
Estaba segura de que se armaría un follón de mucho cuidado.
Una nauseabunda sensación de miedo y vergüenza se abatió sobre ella. La sensación era familiar. Se reproducía siempre que intentaba enfrentarse a papá. Tengo diecinueve años, pensó; soy una mujer. Anoche hice el amor apasionadamente con un hombre maravilloso. ¿Por qué he de estar asustada de mi padre?
Siempre había sido así, hasta donde alcanzaban sus recuerdos. Nunca había comprendido por qué su padre estaba tan decidido a encerrarla en una jaula. Lo mismo había sucedido con Elizabeth, mas no con Percy. Daba la impresión de que consideraba a sus hijas adornos inútiles. Siempre se había enfurecido cuando habían querido hacer algo práctico, como aprender a nadar, construir una casa en un árbol o ir en bicicleta. No le importaba lo que gastaban en ropa, pero no permitiría que abrieran una cuenta en una librería.
La perspectiva de la derrota no era lo único que la detenía. Era la forma en que la rechazaba, la ira y el desprecio, las burlas y la rabia ciega.
Había intentado a menudo utilizar el engaño, pero pocas veces funcionó. La aterrorizaba que oyera los arañazos del gatito rescatado del desván, o la sorprendiera jugando con los niños «impresentables» del pueblo, o registrara su habitación y descubriera su ejemplar de Las vicisitudes de Evangelina, de Elinor Glyn. Los placeres prohibidos llegaban a perder todo su encanto.