Sólo había logrado oponerse a su voluntad con la ayuda de terceros. Monica la había introducido en los placeres sexuales, sin que él se enterase. Percy la había ayudado a disparar, y Digby, el chófer, a conducir. Ahora, tal vez Harry Marks y Nancy Lenehan la ayudaran a conquistar la independencia.
Ya se sentía diferente. Notaba un dolor agradable en los músculos como si hubiera pasado todo un día trabajando al aire libre. Durante seis años se había considerado un objeto provisto de bultos desgarbados y cabello repelente, pero de pronto descubría que le gustaba su cuerpo. En opinión de Harry, era maravilloso.
Captó débiles sonidos en el exterior. Supuso que los pasajeros se estaban levantando. Asomó la cabeza. Nicky, el camarero gordo, estaba transformando en otomanas las literas en que papá y mamá habían dormido, después de encargarse de las ocupadas por Harry y el señor Membury. Harry estaba sentado, ya vestido, y miraba por la ventana con aire pensativo.
Cerró las cortinas a toda prisa antes de que él pudiera verla, dominada por una repentina timidez. Qué curioso: horas antes habían compartido la mayor intimidad posible entre dos personas, pero ahora se sentía rara.
Se preguntó dónde estarían los demás. Percy habría ido a tierra. Papá, probablemente, le habría imitado; solía despertarse temprano. Mamá era incapaz de hacer cualquier cosa por las mañanas; estaría en el lavabo de señoras. El señor Membury había desaparecido.
Margaret miró por la ventana. Era de día. El avión había anclado cerca de un pueblo, rodeado por un bosque de pinos. Todo se veía muy tranquilo.
Se tendió de nuevo, disfrutando de la intimidad, saboreando los recuerdos de la noche, recreando los detalles y archivándolos como fotografías en un álbum. Tenia la sensación de que había perdido la virginidad aquella noche. Los coitos con Ian habían sido muy apresurados, difíciles y fugaces, y se había sentido como una niña que, desobedeciendo a su padres, imitaba un juego de adultos. Aquella noche, Harry y ella se habían comportado como auténticos adultos, extrayendo placer de sus cuerpos. Habían sido discretos, pero no furtivos, tímidos pero no mojigatos, vacilantes pero no desmañados. Se había sentido como una mujer de verdad. Quiero más, pensó, mucho más, y se abrazó, con la sensación de ser muy perversa.
Rememoró la imagen de Harry que acababa de ver, sentado junto a la ventana con una camisa azul cielo y aquel aspecto pensativo en su hermoso rostro. De repente, experimentó el deseo de besarle. Se incorporó, se puso la bata, abrió las cortinas y dijo:
– Buenos días, Harry.
Harry volvió la cabeza, con la expresión de haber sido sorprendido haciendo algo malo. ¿En qué estarías pensando? reflexionó ella. La miró a los ojos y sonrió. Margaret sonríe a su vez, sin poder parar. Intercambiaron una estúpida sonrisa durante un largo minuto. Por fin, Margaret bajó la vista y se levantó.
– Buenos días, lady Margaret -dijo el camarero-. ¿Le apetece una taza de café?
– No, gracias, Nicky.
Debía estar hecha un adefesio, y tenía prisa por sentarse ante un espejo y cepillarse el pelo. Se sentía desnuda. Estaba desnuda, considerando que Harry se había afeitado, lucía una camisa limpia y tenía el aspecto radiante de una manzana madura.
Sin embargo, aún deseaba besarle.
Se calzó las zapatillas, recordando lo indiscreta que había sido al dejarlas junto a la litera de Harry, para recuperarlas una fracción de segundo antes de que su padre se fijara en ellas. Deslizó los brazos en las mangas de la bata y observó que los ojos de Harry miraban hipnóticamente sus pechos. No le importó; le gustaba que le mirara los pechos. Se ató el cinturón y se pasó los dedos por el pelo.
Nicky terminó su trabajo. Margaret esperaba que saliera del compartimento para poder besar a Harry, pero no fue sí.
– ¿Puedo hacer ya su litera? -preguntó el mozo.
– Desde luego -respondió ella, decepcionada. Se preguntó cuánto tiempo debería esperar para volver a besar a Harry. Recogió su bolsa de aseo, dirigió una mirada de pesar a Harry y salió.
El otro mozo, Davy, estaba disponiendo el bufet del desayuno en el comedor. Margaret robó una fresa al pasar, con la sensación de estar cometiendo un pecado. Recorrió todo el avión. La mayoría de las literas ya habían sido convertidas en asientos, y algunas personas bebían café con aspecto soñoliento. Vio que el señor Membury mantenía una animada conversación con el barón Gabon, y se preguntó de qué tema hablarían con tanto entusiasmo aquella dispar pareja. Faltaba algo, y al cabo de unos momentos comprendió de qué se trataba: no había periódicos de la mañana.
Entró en el lavabo de señoras. Mamá estaba sentada ante el tocador. De pronto, Margaret experimentó una abrumadora sensación de culpabilidad. ¿Cómo pude hacer aquellas cosas, estando mamá a pocos pasos de distancia?, pensó. El rubor cubrió sus mejillas.
– Buenos días, mamá -se obligó a decir. Para su sorpresa, su voz sonó muy normal.
– Buenos días, querida. Tienes la cara un poco roja. ¿Has dormido bien?
– Muy bien -dijo Margaret, y su rubor aumentó de intensidad-. Me siento culpable porque he robado una fresa del bufet -añadió en un momento de inspiración. Entró en el water para huir. Cuando salió, llenó la pila del lavabo con agua y se frotó la cara vigorosamente.
Lamentó tener que ponerse el vestido que había llevado el día anterior. Hubiera preferido cambiar. Se aplicó abundante colonia. Harry había dicho que le gustaba. Incluso había sabido que era «Tosca». Era el primer hombre que conocía capaz de identificar perfumes.
Se cepilló el pelo sin prisa. Era su atributo más bello y necesitaba acentuar su perfección. Tendría que preocuparme más de mi aspecto, pensó. No le había prestado mucha atención hasta hoy, pero de repente parecía haber adquirido una gran importancia. Debería utilizar vestidos que realcen mi figura, y zapatos bonitos que destaquen mis piernas largas, y colores a juego con el pelo rojo y los ojos verdes. El vestido que llevaba, de un color rojo ladrillo, era impecable, aunque holgado y algo deforme. Al mirarse en el espejo, pensó que necesitaba hombreras y un cinturón. Mamá no permitiría que se maquillara, por supuesto, de modo que debería conformarse con su tez pálida. Al menos, tenía bonitos dientes.
– Ya estoy -dijo, alegre.
Mamá no se había movido ni un centímetro.
– Supongo que vas a volver a charlar con el señor Van denpost.
– Supongo que sí, considerando que no hay nadie más en el compartimento y que tú continúas acicalándote.
– No seas descarada. Tiene algo de judío.
Bueno, no está circuncidado, pensó Margaret, y casi lo dije en voz alta por pura malicia, pero, en cambio, empezó a reír. Mamá se ofendió.
– No sé qué te hace tanta gracia. Has de saber que no permitiré que vuelvas a ver a ese joven en cuanto bajemos del avión.
– Te alegrará saber que me importa un pimiento.
Era cierto: iba a abandonar a sus padres, y le daba igual tener permiso o no.
Mamá le dirigió una mirada suspicaz.
– ¿Por qué me da la impresión de que no eres sincera.
– Porque los tiranos nunca confían en nadie.
Pensó que era una buena frase de despedida y se encaminó hacia la puerta, pero mamá la retuvo.
– No te vayas, querida -dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Quería decir «No te vayas de la habitación» o «no abandones a la familia»? ¿Habría adivinado las intenciones de Margaret? Siempre había sido intuitiva. Margaret no dijo nada.
– Ya he perdido a Elizabeth. No soportaría perderte a ti también.
– ¡Pero es culpa de papá! -estalló Margaret, y de repente deseó llorar-. ¿No puedes impedir que se comporte de esa forma tan horrible?