– ¿Por qué complacido?
– Te has enfrentado a Mervyn por primera vez en tu vida.
¿Era verdad? Diana supuso que sí.
– Imagino que sí.
– Ya no estás asustada de él, ¿verdad?
Diana reflexionó.
– Tienes razón; ya no lo estoy.
– ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
– Significa que no estoy asustada de él.
– Significa más que eso. Significa que ya no le quieres.
– ¿Tú crees? -preguntó, pensativa. No había parado de decirse que había dejado de querer a Mervyn hacía siglos, pero ahora investigó en el fondo de su corazón y comprendió que no era cierto. Todo el verano, incluso cuando le era infiel, había seguido siendo su esclava. Mervyn había continuado ejerciendo influencia sobre ella incluso después de que le abandonara. Los remordimientos la habían asaltado en el avión, hasta el punto de pensar en volver a su lado. Pero ya no.
– ¿Cómo te sentaría que se liara con la viuda? -preguntó Mark.
– ¿Qué más me da? -replicó, sin pensar.
– ¿Lo ves?
Diana lanzó una carcajada.
– Tienes razón. Por fin se ha terminado.
24
Cuando el clipper inició el descenso hacia la bahía de Shediac, en el golfo de San Lorenzo, Harry se estaba replanteando el robo de las joyas de lady Oxenford.
Margaret había debilitado su determinación. Dormir con ella en una cama del Waldorf Astoria, despertar y pedir que les subieran el desayuno a la habitación valía más que las joyas. Por otra parte, también deseaba ir a Boston con ella y vivir en un piso, ayudarla a ser una persona independiente y llegar a conocerla en profundidad. La excitación de Margaret era contagiosa, y Harry compartía su emocionada anticipación de la vida en común que les aguardaba.
Pero todo eso cambiaría si robaba a su madre.
Shediac era la última escala antes de Nueva York. Debía tomar una decisión cuanto antes. Sería su última oportunidad de introducirse en la bodega.
Se preguntó otra vez si existía alguna forma de quedarse con Margaret y con las joyas. En primer lugar, ¿sabría ella que las había robado? Lady Oxenford descubriría su ausencia cuando abriera el baúl, probablemente en el Waldorf, pero nadie sabría si las joyas habían sido robadas en el avión, o antes, o después. Margaret sabía que Harry era un ladrón, y sospecharía de él. Si él lo negaba, ¿le creería? Tal vez.
Y luego, ¿qué? ¡Vivirían como pobres en Boston mientras guardaba en el banco cien mil dólares! No sería por mucho tiempo. Margaret encontraría alguna manera de volver a Inglaterra y alistarse en el ejército, y él iría a Canadá para ser piloto de caza. La guerra se prolongaría uno o dos años, quizá más. Cuando terminara, regresaría para sacar el dinero del banco y comprar la casa de campo, y tal vez Margaret fuera a vivir con él…, y entonces sabría de dónde había salido el dinero.
Pasara lo que pasara, tarde o temprano se lo diría. Pero quizá sería mejor tarde que temprano.
Tendría que darle alguna excusa por quedarse a bordo del avión en Shediac. No podía decirle que se encontraba mal, porque ella querría hacerle compañía, y lo estropearía todo. Debía procurar que bajara a tierra y le dejara solo.
La miró. Estaba abrochándose el cinturón de seguridad sobre el estómago. En su imaginación la recreó desnuda, en la misma postura, sus pechos desnudos bañados por la luz que penetraba por las ventanas, una mata de vello castaño brotando de entre sus muslos, sus largas piernas estiradas sobre el suelo. ¿No era una idiotez perderla por un puñado de rubíes?, pensó.
Claro que se no se trataba de un puñado de rubíes, sino del conjunto Delhi, valorado en cien de los grandes, suficiente para que Harry se convirtiera en lo que siempre había deseado ser: un caballero.
De todos modos, jugueteó con la idea de contárselo ahora. «Voy a robar las joyas de tu madre, ¿te importa?» Tal vez respondiera: «Buena idea, la vieja vaca no ha hecho nada para merecerlas». No, Margaret no reaccionaría de esta forma. Se consideraba radical, y creía en la redistribución de la riqueza, pero todo en teoría. Se sentiría conmovida en lo más hondo si él desposeía a su familia de alguna de sus pertenencias. Se lo tomaría como algo personal, y sus sentimientos hacia él cambiarían.
Ella le miró y sonrió.
Él le devolvió la sonrisa con una sensación de culpabilidad y desvió la vista hacia la ventana.
El avión descendía hacia una bahía en forma de herradura; se veían algunos pueblos diseminados a lo largo de su orilla. Más allá de los pueblos se extendían tierras de cultivo. Cuando se aproximaron más, Harry distinguió una línea férrea que serpenteaba entre los pueblos y desembocaba en un largo malecón. Cerca del malecón estaban amarrados varios buques de diferente tamaño y un pequeño hidroavión. Al este del malecón se extendían kilómetros de playas arenosas, y entre las dunas surgían algunas casetas de veraneo. Harry pensó que sería maravilloso poseer una casa de veraneo a la orilla de la playa en un lugar como éste. Bueno, si eso es lo que quiero, eso tendré, se dijo. ¡Voy a ser rico!
El avión se posó sobre el agua con suavidad. La tensión de Harry disminuyó. Ya era un viajero aéreo experimentado.
– ¿Qué hora es, Percy? -preguntó.
– Once de la mañana, hora local. Llevamos una hora de retraso.
– ¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?
– Una hora.
En Shediac se estaba experimentando un nuevo método de atraque. Los pasajeros no eran transportados a tierra mediante una lancha, sino que se acercaba un barco parecido a un langostero y remolcaba el avión. Se ataban guindalezas a ambos extremos del aparato y se sujetaba a un muelle flotante conectado con el malecón mediante una pasarela.
Esta invención solucionó un problema de Harry. En las escalas previas, donde los pasajeros habían sido conducidos a tierra en una lancha, sólo existía una posibilidad de llegar a la orilla. Harry había pensado en una excusa para quedarse a bordo durante toda la escala sin permitir que Margaret se quedara con él. Ahora, sin embargo, podía dejar que Margaret bajara a tierra, diciéndole que le seguiría al cabo de unos minutos, impidiendo así que insistiera en quedarse con él.
Un mozo abrió la puerta y los pasajeros empezaron a ponerse las chaquetas y los sombreros. Todos los Oxenford se levantaron, como también Clive Membury, que apenas había pronunciado palabra durante todo el viaje, a excepción, recordó Harry, de una animada conversación con el barón Gabon. Se preguntó de qué habrían hablado. Apartó el pensamiento de su mente, impaciente, y se concentró en sus propios problemas.
– Ya te alcanzaré -susurró al oído de Margaret, mientras los Oxenford salían. Después, se dirigió al lavabo de caballeros.
Se peinó y se lavó las manos, por hacer algo. La ventana se había roto por la noche, y habían encajado una sólida pantalla en el marco. Oyó que la tripulación bajaba la escalera y pasaba por delante de la puerta. Consultó su reloj y decidió esperar otros dos minutos.
Supuso que casi todo el mundo habría bajado. Muchos estaban demasiado dormidos en Botwood, pero ahora querían estirar las piernas y respirar aire fresco. Ollis Field y su prisionero se quedarían a bordo, por supuesto. Sin embargo, sería extraño que Membury fuera a tierra, si se suponía que también vigilaba a Frankie. El hombre del chaleco rojo vino aún intrigaba a Harry.
Las mujeres de la limpieza subirían a bordo casi de inmediato. Se concentró en la escucha: no captó el menor sonido al otro lado de la puerta. La abrió unos centímetros y miró. Todo despejado. Salió con cautela.
La cocina estaba desierta. Echó un vistazo al compartimento número 2: vacío. Divisó la espalda de una mujer que manejaba una escoba en el salón. Sin más vacilaciones, subió la escalera.
Lo hizo con sigilo, para que nadie advirtiera su presencia. Se detuvo en la curva de la escalera y escrutó el suelo de la cabina de vuelo. No había nadie. Iba a continuar cuando un par de piernas uniformadas se hicieron visibles, alejándose de él. Harry se ocultó en la esquina, y después se asomó. Era Mickey Finn, el ayudante del mecánico, que ya le había sorprendido la última vez. El hombre se detuvo en el puesto del mecánico y se dio la vuelta. Harry retiró la cabeza de nuevo, preguntándose a dónde se dirigía el tripulante. ¿Bajaría por la escalera? Harry escuchó con atención. Los pasos recorrieron la cubierta de vuelo y enmudecieron. Harry recordó que la última vez había visto a Mickey en el compartimento de proa, manipulando el ancla. ¿Ocurría lo mismo ahora? Tenía que aprovechar la coyuntura.