Se encontraba en una celda grande, acompañado de otros quince o veinte prisioneros que serían llevados ante la justicia esta mañana. No había ventanas, y el humo de los cigarrillos llenaba la celda. Harry no sería juzgado hoy: se celebraría una audiencia preliminar.
Acabarían condenándole, por supuesto. Las pruebas en su contra eran abrumadoras. El jefe de los camareros confirmaría la acusación de Rebecca, y sir Simon Monkford identificaría como suyos los gemelos.
Y aún era peor. Un inspector del Departamento de Investigación Criminal había interrogado a Harry. El hombre vestía el uniforme de detective, compuesto de traje de sarga, camisa blanca, corbata negra, chaleco sin cadena de reloj y botas gastadas y brillantes. Era un policía experimentado, de mente aguda y carácter cauteloso.
– Desde hace dos o tres años -dijo-, recibimos curiosos informes, procedentes de familias acaudaladas, acerca de joyas extraviadas. No robadas, por supuesto. Simplemente extraviadas. Brazaletes, pendientes, colgantes, botones de camisa… Los propietarios están muy seguros de que los objetos no han sido robados, porque la única gente que ha tenido la oportunidad de llevárselos eran sus invitados. El único motivo por el que han presentado la denuncia es para reclamarlos si aparecen en algún sitio.
Harry mantuvo la boca cerrada durante todo el interrogatorio, pero se sentía fatal por dentro. Hasta hoy, había estado completamente seguro de que sus actividades habían pasado inadvertidas. Se quedo sorprendido al averiguar lo contrario: le pisaban los talones desde hacía tiempo.
El detective abrió un grueso expediente.
– El conde de Dorset, una bombonera de plata georgiana y una caja de rapé lacada, también georgiana. La señora de Harry Jaspers, un brazalete de perlas con cierre de rubíes, obra de Tiffany’s. La contessa di Malvoli, un colgante de diamantes art décco con cadena de plata. Este hombre tiene buen gusto.
El detective miró con expresión significativa los botones de diamante que adornaban la camisa de Harry.
Harry comprendió que el expediente contenía detalles de docenas de delitos cometidos por él. También sabía que acabaría siendo acusado de, como mínimo, algunos de los robos. Este astuto detective relacionaría algunos hechos básicos; no le costaría nada encontrar testigos que ubicaran a Harry en cada lugar y momento en que se habían cometido los hurtos. Tarde o temprano, registrarían sus habitaciones y la casa de su madre. Había vendido la mayoría de las piezas, pero se había quedado unas cuantas; los botones de su camisa que el detective había examinado los había robado a un borracho dormido durante un baile en la plaza Grosvenor, y su madre poseía un broche que Harry había arrebatado con gran destreza a una condesa en el curso de una fiesta de boda celebrada en un jardín de Surrey. ¿Qué respondería cuando le preguntaran de qué vivía?
Le aguardaba una larga estancia en la cárcel. Al salir, le reclutarían forzosamente para el ejército, que era más o menos lo mismo. El pensamiento le heló la sangre en las venas.
Se rehusó con firmeza a hablar, incluso cuando el detective le agarró por las solapas de su chaqueta de etiqueta y le tiró contra la pared, pero el silencio no iba a salvarle. La ley tenía todo el tiempo de su parte.
A Harry sólo le quedaba una oportunidad de salir libre. Tendría que convencer al juez de concederle libertad bajo fianza; después, desaparecería. De pronto, anheló la libertad, como si hubiera pasado años en la cárcel, en lugar de horas.
Desaparecer no sería tan sencillo, pero la alternativa le produjo escalofríos.
Se había acostumbrado a su estilo de vida robando a los ricos. Se levantaba tarde, tomaba el café en una taza de porcelana, vestía ropas bonitas y comía en restaurantes caros. Aún le gustaba retornar a sus raíces, beber en la taberna con los viejos amigos y llevar a su madre al Odeon. Sin embargo, la idea de ir a la cárcel se le antojaba insoportable: las ropas sucias, la comida horrible, la falta total de intimidad y, para colmo, el espantoso aburrimiento de una existencia falta de sentido.
Estremecido, concentró su mente en el problema de lograr la libertad bajo fianza.
La policía se opondría, por supuesto, pero serían los jueces quienes tomaran la decisión. Harry nunca había sido llevado ante los tribunales pero, en las calles de las que provenía, la gente sabía de estas cosas, como sabía quién saldría elegido en las elecciones municipales y la manera de limpiar chimeneas. La libertad bajo fianza sólo se denegaba automáticamente en los juicios por asesinato. En caso contrario, quedaba en manos de los magistrados. Solían hacer lo que la policía solicitaba, pero no siempre. A veces, un abogado inteligente o un defensor que presentaba una historia lacrimógena acerca de un niño enfermo lograban convencerles. A veces, si el fiscal era demasiado arrogante, concedían la libertad bajo fianza para afirmar su independencia. Debería entregar cierta cantidad de dinero, unas veinticinco o cincuenta libras. Esto no representaba ningún problema. Tenía mucho dinero. Le habían permitido telefonear una vez, y había llamado a la agencia de noticias situada en la esquina de la calle donde vivía su madre, pidiéndole a Bernie, el propietario, que enviara a uno de sus empleados a buscar a su madre para que se pusiera al teléfono. Cuando lo hizo, Harry le dijo dónde encontraría su dinero.
– Me darán la libertad bajo fianza, mamá -dijo Harry.
– Lo sé, hijo -contestó su madre-. Siempre has tenido suerte.
Si no era así…
He salido en otras ocasiones de situaciones complicadas, se dijo para animarse.
Pero no tan complicadas.
– ¡Marks! -chilló un guardián.
Harry se levantó. No había preparado lo que iba a decir: actuaría guiado por la inspiración del momento. Por una vez, deseó haber pensado en algo. Acabemos de una vez, pensó. Se abrochó la chaqueta, se ajustó el nudo de la corbata y enderezó el cuadrado de hilo blanco que sobresalía del bolsillo superior. Se acarició el mentón y deseó que le hubieran permitido afeitarse. El germen de una historia apareció en el último momento en su mente. Se quitó los gemelos de la camisa y los guardó en el bolsillo.
La puerta se abrió y salió al exterior.
Subió una escalera de hormigón y desembocó en el banquillo de los acusados, en el centro de la sala. Frente a él se hallaban los asientos de los abogados, vacíos; el secretario de los magistrados, un abogado cualificado, detrás de su mesa; y el tribunal, compuesto de tres magistrados no profesionales.
Hostia, pensó Harry, confío en que esos bastardos me dejen salir.
En la galería de la prensa, a un lado, estaba un joven periodista con un cuaderno de notas. Harry se dio la vuelta y dirigió la mirada hacia la parte posterior de la sala. Localizó a su madre en los asientos reservados al público, ataviada con su mejor chaqueta y un sombrero nuevo. Dio unos significativos golpecitos sobre su bolsillo; Harry dedujo que traía el dinero de la fianza. Observó con horror que llevaba el broche robado a la condesa de Eyer.
Miró al frente y aferró la barandilla, para evitar que sus manos temblaran.
– Sus señorías, el número tres de la lista -anunció el fiscal, un inspector de policía calvo de enorme nariz-. Robo de veinte libras en metálico y un par de gemelos de oro valorados en quince guineas, propiedad de sir Simon Monkford, así como obtención de provecho económico mediante estafa al restaurante Saint Raphael de Piccadilly. La policía solicita que continúe detenido el sospechoso, porque estamos investigando otros delitos que entrañan grandes cantidades de dinero.
Harry examinó con disimulo a los magistrados. En un extremo había un viejo carcamal, de largas patillas y cuello rígido, y en el otro, un tipo de aspecto similar, que llevaba la corbata de un regimiento; ambos bajaron sus narices hacia él. Harry pensó que debían creer culpable a todo aquel que comparecía ante su presencia. Sus esperanzas flaquearon. Después, se dijo que no costaba mucho convertir los prejuicios estúpidos en incredulidad igualmente imbécil. Ojalá no fueran muy inteligentes, si quería engañarles como a niños. El presidente, en medio, era el único que contaba. Era un hombre de edad madura, bigote y traje grises, y su aspecto aburrido insinuaba que había escuchado más historias inverosímiles y excusas plausibles de las que deseaba recordar. Debería vigilarle con atención, se dijo Harry, nervioso.
– ¿Solicita usted la libertad bajo fianza? -preguntó a Harry el presidente.
Harry fingió confusión.
– ¡Oh! ¡Santo Dios, creo que sí! Sí, sí. Desde luego.
Los tres jueces se incorporaron al reparar en su acento de clase alta. Harry disfrutó del efecto ejercido. Estaba orgulloso de su habilidad para confundir las expectativas sociales de la gente. La reacción del tribunal le dio ánimos. Puedo engañarles, pensó. Apuesto a que sí.
– Bien, ¿qué puede decir en su defensa? -preguntó el presidente.
Harry escuchó con gran atención el acento del presidente, intentando delimitar con toda precisión su clase social. Decidió que el hombre pertenecía a la clase media culta; tal vez un farmacéutico, o un director de banco. Sería astuto, pero estaría acostumbrado a tratar con deferencia a la clase alta.
Harry adoptó una expresión de embarazo, así como el tono de un colegial dirigiéndose a un maestro.
– Mucho me temo que se ha producido la más espantosa de las confusiones, señor -empezó. El interés de los jueces aumentó otro ápice. Se removieron en sus asientos y se inclinaron hacia adelante, interesados. Comprendieron que no se trataba de un caso corriente, y agradecieron sacudirse el tedio habitual-. A decir verdad, algunas personas bebieron demasiado oporto ayer en el club Carlton, y ésa es la auténtica causa.
Hizo una pausa, como si fuera lo único que tenía que decir, y miró al tribunal con aire expectante.