– ¡El club Carlton! -exclamó el juez militar. Su expresión indicaba que los miembros de un club tan augusto no solían comparecer ante un tribunal.
Harry se preguntó si había ido demasiado lejos. Quizá se negarían a creerle miembro del club.
– Es horriblemente embarazoso -se apresuró a continuar-, pero volveré y me disculparé de inmediato con todos los implicados, solucionando el problema sin más demora… -Fingió recordar de repente que iba vestido de etiqueta-. En cuanto me haya cambiado, quiero decir.
– ¿Está diciendo que no tenía la intención de robar veinte libras y un par de gemelos? -preguntó el viejo carcamal.
Su tono era de incredulidad, pero el que hicieran preguntas resultaba alentador. Significaba que no desechaban su historia de buenas a primeras. Si no hubieran creído una palabra de lo que había dicho, no se habrían molestado en solicitar detalles. Su corazón se inflamó: ¡podría salir libre!
– Tomé prestados los gemelos. Había salido sin los míos.
Levantó los brazos y mostró los puños sueltos de su camisa, sobresaliendo de las mangas de la chaqueta. Guardaba los gemelos en el bolsillo.
– ¿Y las veinte libras? -preguntó el viejo carcamal.
Harry se dio cuenta, nervioso, de que era una pregunta más difícil. No se le ocurrió ninguna excusa plausible. Es posible olvidarse los gemelos y coger prestados los de otra persona, pero coger dinero sin permiso equivalía a robar. Se encontraba al borde del pánico, cuando la inspiración acudió de nuevo en su rescate.
– Pienso que sir Simon se equivocó acerca del contenido auténtico de su cartera. -Harry bajó la voz, como comunicando algo a los jueces que la gente vulgar de la sala no debía oír-. Es espantosamente rico, señor.
– No se hizo rico olvidando el dinero que tenía -indicó el presidente. Una oleada de carcajadas se elevó del público. El sentido del humor tendría que ser una señal alentadora, pero el presidente ni tan sólo insinuó una sonrisa: no había tenido la intención de mostrarse gracioso. Es director de un banco, pensó Harry. Considera que el dinero no es cosa de broma-. ¿Por qué no pagó la cuenta del restaurante?- continuó el juez.
– Ya he dicho que lo lamento muchísimo. Tuve una discusión horrible con…, con mi compañera de cena.
Harry ocultó de manera ostensible la identidad de su acompañante. Los chicos de los colegios privados opinaban que era de mal gusto proclamar el nombre de una mujer, y los magistrados lo sabían.
– Me temo que salí hecho una furia -dijo-, olvidándome por completo de pagar la cuenta.
El presidente le dirigió una dura mirada por encima de sus gafas. Harry experimentó la sensación de haberse equivocado en algo. Le dio un vuelco el corazón. ¿Qué había dicho? Se le ocurrió que tal vez se había mostrado excesivamente indiferente respecto a una deuda. Era normal en la clase alta, pero un pecado mortal para un director de banco. El pánico se apoderó de él y pensó que lo iba a perder todo por un pequeño error de discernimiento.
– Soy un irresponsable, señor -dijo a toda prisa-, y regresaré al restaurante a la hora de comer para saldar mi deuda. Si ustedes me lo permiten, quiero decir.
No estaba seguro de haber apaciguado al presidente.
– ¿Está diciendo que los cargos contra usted serán retirados después de escuchar sus explicaciones?
Harry decidió que debía evitar la impresión de tener una respuesta apropiada para cada pregunta. Bajó la cabeza y adoptó una expresión de confusión.
– Supongo que no me servirá de nada si la gente se negara a retirar los cargos.
– Muy probable -dijo el presidente con severidad.
Viejo presuntuoso, pensó Harry, aunque sabía que este tipo de cosas, por humillantes que fueran, beneficiaban a su caso. Cuanto más le reprendieran, menos posibilidades existían de que le enviaran a la cárcel.
– ¿Desea añadir algo más? -preguntó el presidente.
– Sólo que estoy terriblemente avergonzado de mí mismo, señor -contestó Harry en voz baja.
– Ummm -gruñó con escepticismo el presidente, pero el militar cabeceó indicando su aprobación.
Los tres jueces conferenciaron entre murmullos durante un rato. Pasados unos instantes, Harry se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento, y se obligó a exhalarlo. Era insoportable saber que todo su futuro estaba en manos de estos tres incompetentes. Deseó que se apresurasen y tomasen una decisión. Luego, cuando los tres cabecearon al unísono, deseó que aquel horrible momento se postergara.
El presidente levantó la vista.
– Confío en que una noche entre rejas le haya enseñado la lección -dijo.
Oh, Dios mío, creo que me van a dejar en libertad, pensó Harry.
– Desde luego, señor. No me gustaría repetir la experiencia nunca más.
– Tome las medidas pertinentes.
Se produjo otra pausa; después, el presidente apartó la vista de Harry y se dirigió a la sala.
– No voy a afirmar que creamos todo cuanto hemos oído, pero no consideramos que el acusado deba continuar detenido.
Una oleada de alivio invadió a Harry, y sus piernas flaquearon.
– Se le condena a siete días de prisión. Se le impone una fianza de cincuenta libras.
Harry estaba libre.
Harry vio las calles con nuevos ojos, como si hubiera pasado un año en la cárcel, en lugar de unas pocas horas. Londres se estaba preparando para la guerra. Docenas de inmensos globos plateados flotaban en el cielo, con el fin de obstaculizar a los aviones alemanes. Sacos de arena rodeaban las tiendas y los edificios públicos para protegerlos de los bombardeos. Se habían abierto nuevos refugios antiaéreos en los parques, y todo el mundo llevaba una máscara antigás. La gente tenía la sensación de que podía morir en cualquier momento, y esto la impulsaba a abandonar su reserva y a conversar cordialmente con los extraños.
Harry no se acordaba de la Gran Guerra; tenía dos años cuando terminó. De pequeño, pensaba que «la guerra» era un lugar, porque todo el mundo le decía: «A tu padre le mataron en la guerra», de la misma manera que decían: «Ve a jugar al parque, no te caigas al río, mamá se va a la taberna». Más tarde, cuando fue lo bastante mayor para comprender lo que había perdido, cualquier mención de la guerra le resultaba muy dolorosa. Con Marjorie, la esposa del abogado que había sido su amante durante dos años, había leído la poesía de la Gran Guerra, y durante un tiempo se había considerado pacifista. Después, vio a los Camisas Negras desfilando por Londres y los rostros asustados de los judíos viejos que les contemplaban, y había decidido que valía la pena combatir en algunas guerras. En los últimos años había comprobado con disgusto que el gobierno británico hacía caso omiso de lo que ocurría en Alemania, porque confiaba en que Hitler destruyera a la Unión Soviética. Ahora, la guerra había estallado, y sólo podía pensar en los niños que, como él, vivirían con el hueco dejado por sus padres.
Pero los bombardeos aún no habían llegado, y era otro día de sol.
Harry decidió que no iría a su casa. La policía estaría furiosa porque había salido en libertad bajo fianza y querría detenerle a las primeras de cambio. No deseaba volver a ir a la cárcel. ¿Cuánto tiempo tendría que seguir mirando hacia atrás? ¿Podría evadir a la policía eternamente? En caso contrario, ¿qué iba a hacer?
Subió al autobús con su madre. De momento, se instalaría en su casa de Battersea.
Mamá tenía aspecto de tristeza. Sabía cómo se ganaba él la vida, aunque nunca habían hablado del tema.
– Nunca pude darte nada -dijo ella en tono pensativo.
– Me lo has dado todo, mamá -protestó Harry.
– No. No lo hice. De lo contrario, ¿por qué necesitarías robar?
Harry no encontró la respuesta.
Cuando bajaron del autobús, Harry se dirigió a la agencia de noticias de la esquina, agradeció a Bernie que hubiera llamado a su madre y compró el Daily Express. El titular rezaba los polacos bombardean berlín. Al salir, vio a un policía que pedaleaba por la calle, y una oleada de absurdo pánico le asaltó por un momento. Casi se dio la vuelta para empezar a correr, hasta que logró controlarse y recordar que siempre enviaban a dos agentes para proceder a las detenciones.
No puedo vivir así, pensó.
Llegaron al edificio de su madre y subieron la escalera de piedra hasta el cuarto piso. Su madre puso la tetera al fuego.
– Te he planchado el traje azul -dijo la mujer-. Cámbiate, si quieres.
Ella todavía se cuidaba de su ropa, cosiendo los botones y zurciendo los calcetines de seda. Harry entró en el dormitorio, sacó su maleta de debajo de la cama y contó el dinero.
Dos años de robar le habían reportado doscientas cuarenta y siete libras. Habré afanado cuatro veces esa cantidad, pensó; ¿en qué me he gastado el resto?
También tenía un pasaporte norteamericano.
Lo ojeó con aire pensativo. Recordó que lo había encontrado en la casa que poseía un diplomático en Kensington, escondido en un escritorio. Había observado que el nombre del propietario era Harold, y en la foto se le parecía un poco, así que lo había cogido.
Estados Unidos, pensó.
Sabía imitar el acento norteamericano. De hecho, sabía algo que la mayoría de los ingleses desconocía, que había varios acentos norteamericanos diferentes, algunos más elegantes que otros. Tómese, por ejemplo, la palabra «Boston». La gente de Boston decía «Boston». La gente de Nueva York decía «Bouston». Para los norteamericanos, un mayor acento inglés denotaba una clase social más elevada. Y había millones de chicas norteamericanas ricas que ansiaban ser seducidas.
En este país, por el contrario, sólo le esperaban la cárcel y el ejército.
Tenía un pasaporte y un buen puñado de dinero. Tenía un traje limpio en el armario ropero de su madre, y podía comprarse algunas camisas y una maleta. Se encontraba a ciento quince kilómetros de Southampton. Podía marcharse hoy.
Era como un sueño.
Su madre le llamó desde la cocina, despertándole de su ensueño.
– Harry, ¿quieres un bocadillo de tocino?
– Sí, por favor.
Fue a la cocina y se sentó a la mesa. Su madre colocó un bocadillo frente a él, pero no lo cogió.