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– Vayámonos a Estados Unidos, mamá.

La mujer estalló en carcajadas.

– ¿Yo? ¿A Estados Unidos? ¡Tendría que beber cacao!

– Lo digo en serio. Yo sí voy.

Su madre adoptó una expresión seria.

– Eso no es para mí, hijo. Soy demasiado vieja para emigrar.

– Pero va a estallar una guerra.

– Ya he pasado por una guerra, una huelga general y una Depresión. -Paseó la mirada alrededor de la diminuta cocina-. No es gran cosa, pero es lo que conozco.

Harry no había esperado que accediera, pero se sentía abatido. Su madre era todo cuanto tenía.

– De todos modos, ¿qué vas a hacer allí? -preguntó ella.

– ¿Te preocupa que continúe robando?

– Los ladrones siempre terminan igual. No sé de ningún chorizo a quien no le hayan echado el guante tarde o temprano.

– Me gustaría alistarme en la Fuerza Aérea y aprender a volar.

– ¿Te dejarían?

– A los norteamericanos les da igual que seas de clase obrera, mientras tengas un buen cerebro.

Su madre pareció animarse un poco. Se sentó y bebió su té, en tanto Harry comía el bocadillo de tocino. Cuando terminó, sacó su dinero y contó cincuenta libras.

– ¿Para qué es eso? -preguntó su madre. Dos años de limpiar oficinas le habían reportado la misma cantidad.

– Te vendrán bien. Cógelo, mamá. Quiero que te lo quedes. La mujer obedeció.

– Hablabas en serio, pues.

– Le pediré prestada la moto a Sid Brennan, iré a Southampton hoy mismo y cogeré un barco.

Su madre le apretó la mano.

– Que tengas suerte, hijo.

Te enviaré más dinero desde Estados Unidos.

– No es necesario, a menos que te sobre. Prefiero que me envíes una carta de vez en cuando, para saber cómo te va.

– Sí. Te escribiré.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. -Volverás a verme algún día, ¿verdad?

Harry le acarició la mano.

– Por supuesto, mamá. Volveré.

Harry se miró en el espejo de la barbería. El traje azul, que le había costado trece libras en Savile Row, le sentaba de maravilla y combinaba con sus ojos azules. El cuello blando de su nueva camisa parecía norteamericano. El barbero cepilló las hombreras de su chaqueta cruzada. Harry le dio una propina y se marchó.

Subió por la escalera de mármol y emergió en el recargado vestíbulo del hotel SouthWestern. Estaba abarrotado de gente. Era el punto de partida elegido por la mayoría de los transatlánticos, y miles de personas intentaban abandonar Inglaterra.

Harry descubrió cuántas cuando trató de conseguir un camarote en el barco. No quedaba ni un pasaje libre en ningún buque para las semanas siguientes. Algunas líneas marítimas habían preferido cerrar sus oficinas, para evitar que sus empleados perdieran el tiempo rechazando a los que querían marcharse. Durante un rato creyó que iba a ser imposible. Estaba a punto de darse por vencido y empezar a pensar en otro plan, cuando un agente de viajes mencionó el clipper de la Pan American.

Había leído sobre el clipper en los periódicos. El servicio se había iniciado aquel verano. Se podía volar a Nueva York en menos de treinta horas, en lugar de los cuatro o cinco días que tardaba el barco. Sin embargo, tan sólo el billete de ida costaba noventa libras. ¡Noventa libras! Casi lo que costaba un coche nuevo.

Harry se había desprendido de la cantidad. Era una locura, pero ahora que había tomado la decisión de irse pagaría cualquier precio con tal de abandonar el país. Y el lujo del avión le seducía: el champán correría hasta llegar a Nueva York. Era el tipo de extravagancia demente que Harry adoraba.

Ya no daba un brinco cada vez que veía a la bofia; la policía de Southampton no sabía nada de él. Sin embargo, era la primera vez que iba a volar, y estaba nervioso.

Consultó su reloj, un Patek Philippe robado a un ayuda de cámara real. Le quedaba tiempo de tomar una taza de café que calmara su estómago. Entró en el salón.

Mientras bebía el café, una mujer extraordinariamente hermosa entró. Era una rubia perfecta, y llevaba un vestido de talle de avispa color crema, con lunares rojo-anaranjados. Tendría unos treinta años, diez más que Harry, pero el detalle no impidió que le dirigiera una sonrisa cuando ella le miró.

Se sentó en la mesa contigua, y Harry examinó la forma en que la seda a topos se amoldaba a sus pechos y cubría sus rodillas. Completaba su atuendo con zapatos color crema y un sombrero de paja. Colocó el pequeño bolso sobre la mesa.

Un hombre ataviado con una chaqueta de lana se reunió con ella al cabo de un momento. Al oírles hablar, Harry descubrió que la mujer era inglesa, pero él era norteamericano.

Harry escuchó con atención, fijándose en el acento del hombre. La mujer se llamaba Diana; el hombre era Mark. Vio que éste tocaba el brazo de Diana. Ella se acercó un poco más. Estaban enamorados, no veían a nadie más. Para ellos, el salón estaba vacío.

Harry experimentó una punzada de envidia.

Apartó la vista. Aún se sentía intranquilo. Iba a cruzar el Atlántico volando. Le parecía un trayecto excesivamente largo para que no hubiera tierra en medio. Nunca había comprendido el principio de los viajes aéreos. Si las hélices giraban y giraban, ¿cómo podía subir el avión?

Mientras escuchaba a Mark y Diana, ensayó una expresión de desenvoltura. No quería que los demás pasajeros del clipper supieran que estaba nervioso. Soy Harry Vandenpost, pensó; un acaudalado joven norteamericano que vuelve a casa por culpa de la guerra en Europa. De momento, no tengo trabajo, pero supongo que encontraré un empleo pronto. Mi padre hace inversiones. Mi madre, Dios la haya acogido en su seno, era inglesa, y yo fui a un colegio en Gran Bretaña. No fui a la universidad… Nunca me gustó empollar (¿dirían los norteamericanos «empollar»? No estaba seguro). He pasado tanto tiempo en Inglaterra que se me ha pegado la jerga local. He volado algunas veces, desde luego, pero éste es mi primer vuelo transatlántico. ¡Me entusiasma la idea!

Cuando hubo terminado el café, casi había perdido el miedo.

Eddie Deakin colgó. Paseó la mirada por el vestíbulo: estaba desierto. Nadie le había escuchado. Contempló el teléfono que le había sumido en el horror y lo odió, como si pudiera concluir la pesadilla destrozando el aparato. Después, poco a poco, se alejó.

¿Quiénes eran? ¿Dónde retenían a Carol-Ann? ¿Por qué la habían secuestrado? ¿Qué querían que hiciera él? Las preguntas zumbaban en su cabeza como moscas sobre un tarro de miel. Trató de pensar. Se obligó a concentrarse en las preguntas una por una.

¿Quiénes eran? ¿Cabía la posibilidad de que fueran simples lunáticos? No. Estaban demasiado bien organizados. Unos locos podían perpetrar un rapto, pero averiguar dónde estaría Eddie justo después del secuestro y conseguir que hablara por teléfono con Carol-Ann en el momento exacto daba a entender que todo se había planeado meticulosamente. Era gente racional, pero dispuesta a quebrantar la ley. Tal vez fueran anarquistas, pero lo más probable es que estuviera tratando con gangsters.

¿Dónde retenían a Carol-Ann? Ella le había dicho que se encontraba en una casa. Podía ser la de uno de los secuestradores, pero lo más probable era que hubieran allanado o alquilado una casa vacía en algún lugar solitario. Carol había dicho que estaba retenida desde hacía unas dos horas, de modo que la casa no podía distar más de noventa o cien kilómetros de Bangor.

¿Por qué la habían secuestrado? Querían algo de él, algo que no les entregaría de manera voluntaria, algo que no haría por dinero, algo, imaginó, a lo que él se negaría. Pero ¿qué? No tenía dinero, no tenía secretos, y no tenía a nadie en su poder.

Tenía que ser algo relacionado con el clipper.

Según ellos, un hombre llamado Tom Luther le daría instrucciones en el avión. ¿Trabajaría Luther para alguien que quisiera detalles sobre la construcción y manejo del avión? ¿Otra línea aérea, tal vez, o un país extranjero? Era posible. Quizás los alemanes o los japoneses querían construir una copia para utilizarlo como bombardero. Sin embargo, tenía que haber medios más sencillos para obtener los planos. Cientos de personas, incluso miles, podían proporcionarles dicha información: los empleados de la Pan American, los empleados de la Boeing, hasta los mecánicos de la Imperial Airways que se encargaban del mantenimiento de los motores aquí, en Hythe. El secuestro no era necesario. Coño, las revistas habían publicado cantidad de detalles técnicos.

¿Querría alguien robar el avión? Costaba creerlo.

La explicación más lógica era que necesitaran la cooperación de Eddie para introducir clandestinamente en Estados Unidos algo, o a alguien.

Bien, no se le ocurría nada más. ¿Qué iba a hacer?

Era un ciudadano que respetaba la ley y la víctima de un delito, y deseaba de todo corazón llamar a la policía. Pero estaba aterrorizado.

Nunca había estado tan asustado en toda su vida. De pequeño había tenido miedo de papá y del demonio, pero desde entonces nada le había petrificado de espanto. Ahora, se sentía indefenso y helado de terror. Se sentía paralizado; por un momento, ni siquiera pudo moverse de donde estaba.

Pensó en la policía.

Se encontraba en la jodida Inglaterra, no tenía sentido llamar a sus polis montados en bicicleta. Sin embargo, podía telefonear al sheriff del condado, a la policía del estado de Maine, o incluso al FBI, e indicarles que buscaran una casa aislada alquilada en fecha reciente por un hombre…

«No llames a la policía. No te beneficiará», había dicho la voz por teléfono. «Si la llamas, me la follaré, sólo por el placer de hacerte daño.»

Eddie le creyó. Había captado una nota de anhelo en la voz maliciosa, como si el hombre buscase una excusa para violarla. El estómago redondo y los pechos llenos conferían a su mujer un aspecto maduro y sensual que…

Cerró los puños, pero lo único que podía golpear era la pared. Salió por la puerta principal, lanzando un gemido de desesperación. Atravesó el jardín sin mirar a dónde iba. Llegó a un grupo de árboles, se detuvo y apoyó la frente en la rugosa corteza de un árbol.