Aquel día averiguó que Mark escribía comedias para la radio. Nunca había oído hablar de la gente para la cual escribía, pero él dijo que era famosa: Jack Benny, Fred Allen, Amos ‘n’ Andy. También era propietario de una emisora de radio. Vestía una chaqueta de cachemira. Estaba pasando unas largas vacaciones, siguiendo la pista de sus orígenes. Su familia procedía de Liverpool, la ciudad portuaria que distaba pocos kilómetros al oeste de Manchester. Era un hombre bajo, no mucho más alto que Diana, y de su misma edad, de ojos color avellana y algunas pecas.
Y era un encanto.
Era inteligente, divertido y fascinante, de modales educados, uñas impecables y ropa excelente. Le gustaba Mozart, pero conocía a Louis Armstrong. Lo más importante era que Diana le gustaba.
Era muy peculiar que a pocos hombres les gustasen de verdad las mujeres, pensó Diana. Los hombres que ella conocía la adulaban, intentaban meterle mano, insinuaban discretas citas cuando Mervyn les daba la espalda y a veces, estaban borrachos, le declaraban su amor, pero en realidad no les gustaba. Su conversación era trivial, nunca la escuchaban y no sabían nada acerca de ella. Mark era diferente por completo, como fue averiguando durante los siguientes días y semanas.
El día después de citarse en la biblioteca, él alquiló un coche y la llevó a la costa, donde comieron bocadillos en una playa acariciada por la brisa y se besaron al abrigo de las dunas.
Mark tenía una suite en el Midland, pero no podían encontrarse allí porque Diana era muy conocida; si la hubieran visto subir a una habitación después de comer, la noticia se habría esparcido por toda la ciudad a la hora del té. Sin embargo, la mente inventiva de Mark aportó una solución. Fueron en coche a la ciudad costera de Lytham St. Anne’s, provistos de una maleta, y se inscribieron en un hotel como el señor y la señora Alder. Comieron y se fueron a la cama.
Hacer el amor con Mark fue muy divertido.
La primera vez, hizo una pantomima de intentar desnudarse en completo silencio, y ella se rió tanto que no sintió timidez cuando él la desnudó. Ya no la preocupaba que le gustara o no: era obvio que la adoraba. Era tan amable que no se puso nerviosa ni un momento.
Pasaron la tarde en la cama y después bajaron a pagar, diciendo que habían decidido no prolongar su estancia. Mark pagó como si hubieran pasado la noche para que no se produjeran enfados. La dejó en la estación anterior a Altrincham, y ella llegó a casa en tren como si hubiera pasado la tarde en Manchester.
Todo aquel verano procedieron de la misma forma.
El debía volver a Estados Unidos a principios de agosto para trabajar en un nuevo programa, pero se quedó, y escribió una serie de sketchs sobre un norteamericano de vacaciones en Inglaterra, enviándolos cada semana por el nuevo servicio de correo aéreo iniciado por la Pan American.
A pesar de este recordatorio de que el tiempo se les escapaba de las manos, Diana consiguió no pensar demasiado sobre el futuro. Mark volvería a su país algún día, por supuesto, pero mañana seguiría aquí, y ése era el único futuro que Diana osaba anticipar. Era como la guerra: todo el mundo sabía que sería espantosa, pero nadie era capaz de predecir cuándo estallaría. Hasta que ocurriera, lo único que cabía hacer era seguir adelante e intentar pasarlo bien.
El día después de que estallara la guerra, él le dijo que iba a regresar.
Diana estaba sentada en la cama, con la sábana por debajo del busto, mostrando los pechos. A Mark le encantaba esta postura. Pensaba que sus pechos eran maravillosos, aunque ella pensaba que eran demasiado grandes.
Sostenían una conversación seria. Inglaterra había declarado la guerra a Alemania, y hasta los amantes felices hablaban de ello. Diana había seguido el horrible conflicto de China durante todo el año, y la idea de una guerra en Europa la llenaba de pánico. Como los fascistas en España, los japoneses no tenían escrúpulos en lanzar bombas sobre mujeres y niños, y las carnicerías de Chungking e Ichang habían sido estremecedoras.
Formuló a Mark la pregunta que estaba en boca de todo el mundo.
– ¿Qué crees que ocurrirá?
Por una vez, su respuesta no fue divertida.
– Creo que va a ser horrible -dijo con gravedad-. Creo que Europa quedará devastada. Es posible que este país sobreviva, por ser una isla. Eso espero.
– Oh -exclamó Diana.
De repente, tuvo miedo. Los ingleses no decían cosas semejantes. Los periódicos se mostraban beligerantes, y Mervyn deseaba la guerra sin ambages. Sin embargo, Mark era extranjero, y su opinión, pronunciada con su tranquilo tono norteamericano, sonaba preocupantemente realista. ¿Arrojarían bombas sobre Manchester?
Recordó algo que Mervyn había dicho, y lo repitió. -Estados Unidos entrará en guerra tarde o temprano.
– Hostia, espero que no -fue la sorprendente contestación de Mark-. Esto es un conflicto europeo, y no tiene nada que ver con nosotros. Puedo entender por qué Inglaterra ha declarado la guerra, pero no tengo el menor deseo de ver morir a los norteamericanos por defender a los jodidos polacos. Nunca le había oído decir tacos de aquella manera. A veces, le susurraba obscenidades en el oído mientras hacían el amor, pero eso era diferente. Ahora, parecía irritado. Pensó que tal vez estaba un poco asustado. Sabía que Mervyn estaba asustado, pero lo expresaba en forma de optimismo imprudente. El miedo de Frank se traducía en aislacionismo y juramentos.
Su actitud la decepcionó, pero entendía su punto de vista: ¿por qué debían los norteamericanos ir a la guerra por Polonia, o incluso por Europa?
– Y yo ¿qué? -dijo Diana. Procuró expresarse con frivolidad-. ¿Te gustaría que me violasen unos nazis rubios de botas brillantes?
No era muy gracioso, y se arrepintió al instante.
Fue entonces cuando él sacó un sobre de la maleta y se lo dio.
Ella sacó el billete y lo miró. De pronto, se quedó aterrorizada.
– ¡Vuelves a tu país! -gritó. Era como el fin del mundo.
– Hay dos billetes -se limitó a decir él, con aire solemne. Ella pensó que su corazón iba a dejar de latir.
– Dos billetes -repitió en tono monótono. Estaba desorientada y extrañamente asustada.
Él se sentó en la cama a su lado y le cogió la mano. Diana sabía lo que diría a continuación. Se hallaba emocionada y aterrorizada al mismo tiempo.
– Ven conmigo, Diana. Vuela a Nueva York conmigo. Después, iremos a Reno y te divorciarás, y luego iremos a California y nos casaremos. Te quiero.
«Volar.» Apenas se podía imaginar volando sobre el océano Atlántico: tales cosas sólo ocurrían en los cuentos de hadas.
«A Nueva York.» Nueva York era un sueño de rascacielos y clubs nocturnos, gangsters y millonarios, herederas elegantes y coches enormes.
«Y te divorciarás». ¡Y librarse de Mervyn!
«Luego, iremos a California.» Donde se rodaban las películas, y crecían naranjas en los árboles, y el sol brillaba todos los días.
«Y nos casaremos.» Y estar con Mark todo el tiempo, cada día, cada noche.
No pudo hablar.
– Tendremos hijos -dijo Mark.
Ella quiso llorar.
– Pídemelo otra vez -susurró.
– Te quiero. ¿Quieres casarte conmigo y ser la madre de mis hijos? -dijo él.
– Oh, sí -respondió Diana, y tuvo la sensación de que ya estaba volando-. ¡Sí, sí, sí!
Tenía que decírselo a Mervyn aquella noche.
Era lunes. El martes debería viajar a Southampton con Mervyn. El clipper despegaba el miércoles a las dos del mediodía.
Flotaba en el aire cuando llegó a casa el lunes por la tarde, pero en cuanto entró en la casa se desvaneció su euforia. ¿Cómo se lo iba a decir?
La casa era bonita, un gran chalet nuevo, blanco y de tejado rojo. Tenía cuatro dormitorios, tres de los cuales casi nunca se habían utilizado. Tenía un cuarto de baño moderno y una cocina con los últimos adelantos. Ahora que se aprestaba a abandonarla, la miró con tierna nostalgia: había sido su hogar durante cinco años.
Ella preparaba las comidas de Mervyn. La señora Rollins se encargaba de la limpieza y de lavar la ropa. Si Diana no cocinara, no habría tenido nada que hacer. Además, Mervyn era en el fondo un producto de la clase obrera, y le gustaba que su mujer le trajera la comida a la mesa cuando volvía a casa. Todavía llamaba a la comida «el té», y la acompañaba con té, aunque siempre era copiosa: salchichas, filete o pastel de carne. Para Mervyn, «la cena» se servía en los hoteles. En casa se tomaba el té.
¿Qué le iba a decir?
Hoy tomaría buey frío, las sobras del asado del domingo. Diana se puso un delantal y empezó a cortar patatas para freír. Cuando pensó en la previsible irritación de Mervyn, le temblaron las manos y se cortó con el cuchillo de las verduras.
Intentó serenarse mientras se lavaba el corte bajo el agua fría, lo secaba con una toalla y se lo vendaba. ¿De qué tengo miedo?, se preguntó. No me va a matar. No puede detenerme: ya tengo más de veintiún años y vivimos en un país libre. Estos pensamientos no calmaron sus nervios.
Se sentó a la mesa y lavó una lechuga. Aunque Mervyn trabajaba mucho, casi siempre llegaba a casa a la misma hora. Decía: «¿De qué sirve ser el jefe si he de parar de trabajar cuando los demás se van a casa?». Era ingeniero, y el dueño de una fábrica de la que salían toda clase de rotores, desde aspas pequeñas para sistemas de refrigeración hasta enormes hélices de transatlánticos. Mervyn siempre había tenido éxito -era un buen negociante-, pero dio en el clavo cuando empezó a fabricar hélices de avión. Volar era su afición favorita, y poseía un pequeño avión, un Tiger Moth, aparcado en un aeródromo de las afueras de la ciudad. Cuando el gobierno empezó a crear las Fueras Aéreas, dos o tres años antes, había muy pocas personas que supieran fabricar hélices curvas con precisión matemática, y Mervyn era una de ellas. Desde entonces, sus negocios habían experimentado un gran auge.
Diana era su segunda esposa. La primera le había abandonado, siete años atrás, y huido con otro hombre, llevándose a sus dos hijos. Mervyn se divorció de ella en cuanto pudo y se declaró a Diana nada más concluido el divorcio. Diana tenía veintiocho años, y él treinta y ocho. Era un hombre atractivo, masculino y próspero, y la adoraba. Su regalo de bodas consistió en un collar de diamantes.