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Sólo la fábrica, bajo la dirección de Nancy, daba dinero. A mediados de los años treinta, cuando Estados Unidos salió de la Depresión, había impulsado la fabricación de sandalias para mujeres con los dedos de los pies al aire, que alcanzaron una enorme popularidad. Estaba convencida de que el futuro de los zapatos femeninos residía en productos ligeros y alegres, lo bastante baratos para tirarlos cuando hiciera falta.

Hubiera podido vender el doble de los zapatos que se fabricaban, pero las pérdidas de Peter absorbían sus beneficios, y no se podía invertir en la expansión.

Nancy sabía lo que era necesario hacer para salvar el negocio.

A fin de obtener capital, era preciso vender la cadena de tiendas, tal vez a sus gerentes. El dinero de la venta se emplearía en modernizar la fábrica y adoptar el método de producción basado en las cintas transportadoras que se estaban introduciendo en todas las fábricas de zapatos más adelantadas. Peter debería cederle las riendas y limitarse a dirigir su tienda de Nueva York, bajo un severo control de gastos.

Deseaba que su hermano conservara el cargo de presidente y el prestigio inherente, y continuaría subvencionando su tienda con los beneficios de la fábrica, dentro de ciertos límites. A cambio, debería renunciar a todo poder real.

Había puesto por escrito estas propuestas en un informe confidencial dirigido a Peter. Él le había prometido que lo pensaría. Nancy le había dicho, con la mayor delicadeza posible, que no se podía permitir la decadencia de la empresa, y que si él no accedía a su plan, debería pedir su cabeza a la junta de accionistas, con el resultado de que Peter sería despedido y a ella la nombrarían presidente. Deseaba con todo su corazón que lo comprendiera. Si pretendía provocar una crisis, ésta se saldaría con una derrota humillante para él y un conflicto familiar que tal vez no se pudiera solucionar jamás.

Hasta el momento, Peter no se había ofendido. Parecía tranquilo y pensativo, pero continuaba mostrándose cordial.

Decidieron viajar a París juntos. Peter compró zapatos de moda para su tienda, y Nancy adquirió prendas de alta costura para su uso exclusivo, vigilando los gastos de Peter. Nancy adoraba Europa, sobre todo París, y tenía muchas ganas de conocer Londres. Entonces, se declaró la guerra.

Decidieron regresar de inmediato a Estados Unidos, pero todo el mundo pensó lo mismo, por supuesto, y tuvieron muchos problemas para encontrar pasaje. Por fin, Nancy consiguió billetes para un barco que zarpaba de Liverpool. Después de un largo viaje desde París en tren y transbordador, habían llegado ayer a la ciudad inglesa, para embarcar el día de hoy.

Los preparativos para la guerra la ponían nerviosa. El día anterior, por la tarde, un botones había ido a su habitación para instalar una complicada pantalla a prueba de luz sobre la ventana. Todas las ventanas debían estar completamente oscurecidas durante la noche, para que la ciudad no fuera visible desde el aire. Tiras de cinta adhesiva cruzadas se pegaban sobre los cristales de las ventanas, para que las astillas de vidrio no saltaran cuando la ciudad fuera bombardeada. La parte delantera del hotel estaba protegida con sacos de arena, y se había habilitado un refugio antiaéreo en la parte posterior.

Lo que más temía Nancy era que los Estados Unidos entraran en guerra y sus hijos Liam y Hugh fueran reclutados. Recordó que papá decía, cuando Hitler accedió al poder, que los nazis impedirían la caída de Alemania en las garras del comunismo; ésa fue la última vez que pensó en Hitler. Estaba demasiado ocupada para preocuparse por Europa. No le interesaba la política internacional, el equilibrio del poder ni el auge del fascismo; eran abstracciones ridículas, comparadas con las vidas de sus hijos. Que los polacos, austriacos, judíos y eslavos se cuidaran de sí mismos. Su deber era cuidar de Liam y Hugh.

Aunque no necesitaban muchos cuidados. Nancy se había casado joven y había tenido hijos enseguida, de modo que los chicos eran ya mayores. Liam estaba casado y vivía en Houston, y Hugh cursaba el último año de carrera en Yale. Hugh no estudiaba tanto como debería, y le preocupó saber que se había comprado un veloz coche deportivo, pero ya había superado la edad de escuchar los consejos de su madre. Por lo tanto, considerando que no podía arrebatarles al ejército, no tenía grandes motivos para volver.

Sabía que la guerra favorecía los negocios. En Estados Unidos se produciría un gran auge económico, y la gente ganaría más dinero para comprar zapatos. Tanto si Estados Unidos entraba en guerra como si no, el potencial militar experimentaría una expansión, lo cual significaba más pedidos de los ya acordados en sus contratos con el gobierno. En conjunto, calculaba que sus ventas se duplicarían o triplicarían en el curso de los dos o tres años siguientes: otra razón para modernizar la fábrica.

Sin embargo, todo esto se reducía a la insignificancia ante la espantosa y evidente posibilidad de que sus hijos fueran reclutados, para luchar, ser heridos y, tal vez, morir entre horribles dolores en un campo de batalla.

Un mozo de cuerda vino a buscar sus maletas, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos. Preguntó al hombre si Peter ya había entregado su equipaje. El mozo, con un fuerte acento local que Nancy casi no pudo entender, le dijo que Peter había enviado sus maletas al barco la noche anterior.

Nancy se dirigió a la habitación de Peter para comprobar si ya estaba preparado para marcharse. Cuando llamó, una camarera abrió la puerta, comunicándole con el mismo acento gutural que su hermano se había ido ayer.

Nancy se quedó perpleja. Los dos se habían registrado en el hotel juntos ayer por la noche. Nancy decidió cenar en su habitación y acostarse pronto; Peter dijo que iba a hacer lo mismo. Si había cambiado de idea, ¿a dónde había ido? ¿Dónde había pasado la noche? ¿Dónde estaba ahora?

Bajó al vestíbulo para telefonear, pero no sabía a quién llamar. Ni ella ni Peter conocían a nadie en Inglaterra. Dublin se hallaba justo enfrente de Liverpool, al otro lado del estrecho. ¿Habría viajado Peter a Irlanda, para conocer el país del que procedía la familia Black? Era lo que habían pensado en un principio, pero Peter sabía que no podría llegar a tiempo de coger el barco.

Guiada por un impulso, pidió a la operadora que marcara el número de tía Tilly.

Llamar a Estados Unidos desde Europa era cuestión de suerte. No había suficientes líneas, y a veces era preciso esperar mucho rato. Si había suerte, se podía obtener la llamada en pocos minutos. El sonido solía ser malo, y había que gritar.

Eran las siete de la mañana menos unos quince minutos en Boston, pero tía Tilly ya estaría levantada. Dormía poco y se despertaba temprano, como muchos ancianos. Era una persona muy activa.

Las líneas no estaban ocupadas en aquel momento, tal vez porque era demasiado pronto para que los hombres de negocios de Estados Unidos estuvieran sentados en su despacho, y el teléfono de la cabina sonó al cabo de cinco minutos. Se imaginó a tía Tilly en su bata de seda y zapatillas de piel, saliendo de su reluciente cocina para coger el teléfono negro del pasillo.

– ¿Diga?

– Soy Nancy, tía Tilly.

– Santo Dios, pequeña, ¿estás bien?

– Muy bien. Han declarado la guerra, pero el tiroteo aún no ha empezado, al menos en Inglaterra. ¿Sabes algo de los chicos?

– Están bien. Liam me envió una postal desde Palm Beach. Dice que Jacqueline aún está más bonita bronceada. Hugh me llevó a dar un paseo en su coche nuevo, que es muy bonito.

– ¿Conduce muy rápido?

– Me pareció muy prudente, y hasta se negó a tomar una copa, diciendo que la gente no debería conducir automóviles potentes después de beber.

– Me siento más tranquila.

– ¡Feliz cumpleaños, querida! ¿Qué estás haciendo en Inglaterra?

– Estoy en Liverpool, a punto de tomar un barco para Nueva York, pero he perdido a Peter. No sabrás nada de él, ¿verdad?

– Pues claro que sí, querida. Ha convocado una junta de accionistas para pasado mañana, a primera hora. Nancy se quedó petrificada.

– ¿Quieres decir el viernes por la mañana?

– Sí, querida; pasado mañana es viernes.

Tilly pronunció estas palabras en tono ofendido, como diciendo: «No soy tan vieja como para no saber el día de la semana que es».

Nancy no salía de su asombro. ¿Cuál era el sentido de convocar una junta de accionistas, si ni ella ni Peter estarían presentes? Los directores restantes eran Tilly y Danny Riley, y nunca decidirían nada por su cuenta.

Esto olía a conspiración. ¿Tramaría algo Peter?

– ¿Cuál es el orden del día, tía?

– Ahora lo estaba repasando. -Tía Tilly leyó en voz alta-. «Aprobar la venta de ‘Black’s Boots’ a ‘General Textiles’, bajo las condiciones negociadas por el presidente.»

– ¡Dios mío!

Nancy se sintió desfallecer. ¡Peter estaba vendiendo la empresa a sus espaldas!

Por un momento, la estupefacción le impidió hablar.

– ¿Te importaría leerlo otra vez, tía? -dijo, tras un gran esfuerzo, con voz temblorosa.

Tía Tilly lo repitió.

Un escalofrío recorrió a Nancy de pies a cabeza. ¿Como había conseguido Peter traicionarla ante sus propios ojos? ¿Cuándo había negociado el acuerdo? Lo habría empezado a planear en cuanto recibió el informe confidencial de su hermana. Mientras fingía meditar en sus propuestas, conspiraba contra ella.

Siempre había sabido que Peter era débil, pero jamás le habría sospechado autor de una traición tan vergonzosa.

– ¿Sigues ahí, Nancy?

Nancy tragó saliva.

– Sí, sigo aquí, pero atónita. Peter no me lo había dicho.

– ¿De veras? Eso no es justo, ¿verdad?

– Es obvio que desea la aprobación de la venta estando yo ausente…, pero él tampoco llegará a tiempo a la junta. Hoy cogeremos el barco… El viaje dura cinco días.