– ¡Ay! -exclamó él, extendiendo instintivamente los brazos para apartarla-. ¡Es la primera vez que una chica salta literalmente a mi cama!
– Era una elección entre tú y una cucaracha -dijo, ruborizándose al sentir el contacto de su piel y tratando desesperadamente apartarse.
– ¡Me halaga! -exclamó David, sentándose para tratar de liberarse de los brazos de ella, más nervioso de lo que estaba dispuesto a admitir-. Y ahora, deja de molestar ya. Me levantaré y mataré a la cucaracha. Túmbate.
Claudia obedeció enseguida, colocándose bien la camiseta que se le había subido, y poniéndose a un lado de la cama. Lo cierto era que David no parecía el tipo de hombre que pensara en la seducción, pero eso no evitaba que ella se pusiera nerviosa y se agarrara al borde de la cama al notar que se acostaba.
– Tranquila -aconsejó David, mientras se tumbaba a su lado.
La cama era tan estrecha que era imposible no tocarse el uno al otro. David se dio la vuelta para colocarse espalda con espalda, pero entonces las piernas se le salían de la cama.
– Esto es ridículo -murmuró. Entonces se dio la vuelta para ponerse frente a la espalda de ella y dejó un brazo sobre el cuerpo de la mujer-. Así es mejor. Por lo menos no tengo que dormir suspendido en mitad de la nada. ¿Cómoda? -preguntó a Claudia.
– Oh, sí, claro – el sarcasmo era la mejor protección contra el inquietante contacto de aquel cuerpo tan cerca del suyo-. Estoy tumbada en un colchón estrecho lleno de rotos, con un hombre al que he conocido esta mañana. ¿Cómo no iba a estar cómoda?
– Podía haber sido peor.
– ¿Cómo?
– Podías seguir sentada en aquellas sillas de plástico en Al Mishrah, por ejemplo.
– Sería peor, me imagino -admitió de mala gana.
Pero eso no la ayudaba a ignorar la fuerza del cuerpo de David contra el de ella. Su espalda notaba cada una de las respiraciones del pecho de él, incluso notaba el vello de su antebrazo, que descansaba bajo su brazo desnudo. Si movía un poco la mano, podría acariciar ese vello. Ante la idea no pudo evitar estremecerse inexplicablemente.
– No puedes dejar de ponerte nerviosa cada vez que me muevo -dijo David, en tono resignado-. No voy a atacarte. A parte de otros motivos, estoy completamente agotado. Si muevo un brazo, es porque estoy intentando ponerme más cómodo, no porque vaya a hacerte nada, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -musitó, sintiéndose una estúpida.
– Intentemos entonces dormir un poco. Mañana va a ser un día muy largo.
¿Dormir? ¿Cómo era posible que ella pudiera dormir cuando tenía el corazón a punto de estallar y el cuerpo ardiendo? Claudia estaba tumbada rígidamente, escuchando la respiración tranquila y segura del hombre, envidiando su habilidad para relajarse tan completamente. Por otro lado, le molestaba la falta de interés en ella; aunque hubiera sido más peligroso, desearía que él se hubiera puesto más nervioso ante la situación. Cualquiera diría que dormía con desconocidas todos los días.
Quizá lo hacía, pensó Claudia y un suspiro diminuto escapó de su boca. No supo por qué, pero la idea era bastante inquietante.
La alarma del despertador despertó a David de un profundo sueño. Intentó abrir un ojo y vio la hora: las cinco de la mañana. Todavía era de noche. Dio un suspiro profundo e intentó recordar dónde estaba y para qué había puesto el despertador.
Rindiéndose al cansancio, David enterró el rostro en el cabello sedoso y aspiró la fragancia de una piel dormida de mujer. Casi inconscientemente, acarició el cuerpo suave que estaba relajado contra su propio cuerpo, y sin pensar en lo que estaba haciendo, la apretó un poco más y le dio un beso en el cuello.
Claudia se estiró adormilada, rindiéndose a un sentimiento de consuelo y seguridad. Un brazo fuerte la rodeaba y la apretaba contra un cuerpo duro y maravilloso. Instintivamente, se dio la vuelta y se apretó contra él. Luego empezó a besarlo en la barbilla.
Perdido entre el sueño y la conciencia, David pensó que era lo más natural y no se preguntó lo que estaba sucediendo. Lo único importante eran aquellos labios que encendían su cuello, todo el calor del cuerpo invitador que se apretaba contra él.
La apretó más fuertemente y besó su pelo, sus sienes, sus ojos, y entonces encontró la boca de ella buscando la suya. Como si de un sueño se tratara, se besaron tiernamente, despertándose poco a poco. Claudia pasó delicadamente sus brazos alrededor de su cuello, abandonándose al placer de esos labios que la exploraban con tanta sabiduría.
El movimiento del cuerpo femenino despertó al de David súbitamente; mientras los besos se hacían más profundos, él se colocó sobre ella, colocando la mano sobre el muslo femenino, levantando la camiseta para acariciar la curva de sus caderas y sus pechos, hinchados de placer. Claudia gimió y sus dedos buscaron la espalda masculina, mientras ella se arqueaba en un gesto silencioso de invitación.
David susurró palabras tiernas contra aquella piel de satén que besó una y otra vez. Estaba intoxicado por su dulzura, por la súplica de su cuerpo delgado, hasta que la ternura dejó paso al deseo y la apretó contra el colchón. Su boca entonces se hizo más insistente, sus manos…
– ¿David? ¿Claudia? ¿Están despiertos?
La voz que sonó a través de la puerta rompió por completo la sensación de irrealidad y ambos se quedaron helados. Los labios de David contra el cuello de Claudia, y los dedos de ella enredados en el pelo de él.
– ¿Claudia? -repitió David, completamente desorientado.
– ¿David?
La realidad, el recuerdo y la certeza golpearon a la vez a ambos, que se apartaron bruscamente horrorizados, demasiado impresionados para hacer otra cosa que mirarse el uno al otro a pesar de la oscuridad.
– ¡Son más de las cinco! -insistió Amil, en voz más alta.
– Estamos despiertos. Salimos en un minuto -dijo la voz de David. Sonó un poco extraña, pero Amil pareció darse por satisfecho.
– El desayuno estará listo en seguida -dijo, mientras se alejaba.
Se quedaron quietos durante lo que pareció una eternidad. Luego, David soltó un juramento y sacó las piernas de la cama. Se sentó en el borde y enterró la cabeza entre sus manos, luchando contra la excitación que sentía entre sus piernas.
– ¡Vaya una manera de despertarse! -consiguió decir finalmente.
– ¿Qué pasa? -preguntó Claudia, que parecía aún más desorientada.
– Debo de haberme quedado dormido -murmuró David, como para sí mismo-. Me desperté y había alguien y de repente… -se detuvo, levantó la cabeza y miró a Claudia, que estaba inmóvil, abrazada a la almohada-. Lo siento, no me di cuenta de que eras tú.
– Yo pensé… pensé…
Pero el problema era que no había pensado nada.
– Lo sé -dijo él-. No creo que ninguno de los dos supiéramos lo que estaba pasando.
Claudia humedeció sus labios.
– No -respondió, sin volver todavía a la realidad.
Su mente sabía que eran las cinco de la mañana y que Amil los había interrumpido, pero su cuerpo quería volver al sueño. ¡Sólo Dios sabía que hubiera pasado si Amil no les hubiera interrumpido!
Bueno, ella también lo sabía. Era evidente. Claudia sintió que su cuerpo se estremecía y se cubrió la boca, donde todavía podía sentir la mandíbula dura de él.
David se levantó con brusquedad y encendió la luz antes de echarse agua fría en la cabeza. Se secó con vigor y sacó una camisa limpia de la maleta. Sólo entonces se volvió y miró a Claudia, que seguía en la cama con la mirada perdida.
– ¿Estás bien? -preguntó él, mientras se abotonaba la camisa.
– Sí. Estoy bien.
– Voy a hablar con Amil -le dijo, con el propósito de dejarla sola-. No tardaré.
Las piernas de Claudia temblaban tan violentamente que cuando intentó levantarse se volvió a caer sobre la cama. Consiguió lavarse la cara, pero las manos le seguían temblando y no fue capaz de pintarse los ojos. Así que se limitó a peinarse. Seguidamente, se sentó en el borde de la cama y se miró en el espejo con una mueca, recordando que ese día cumplía treinta años. Se suponía que se despertaría siendo una mujer diferente, madura, segura, controlada… y no alguien que gemía en los brazos de un hombre que no sabía con quién estaba.