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Por alguna razón, los ojos de Claudia fueron hacia la boca del hombre. Bueno, quizá no exactamente aburrido, corrigió. Nadie que tuviera una boca así podría ser realmente aburrido. Parecía firme y frío, pero su boca hablaba también de algo intrigante y Claudia se preguntó cómo sería su sonrisa.

Fue entonces cuando él miró hacia arriba y Claudia se encontró con un par de ojos grises cuya expresión la hizo ruborizarse. El hombre se inclinó hacia adelante.

– ¿Pasa algo? -preguntó.

– No.

– ¿No se ha vuelto mi pelo azul? ¿No me sale humo de las orejas?

– No.

– Entonces, tendrá que explicarme por qué lleva veinte minutos mirándome así.

Las últimas palabras hicieron que el rubor de las mejillas de Claudia se intensificara.

– ¡Nada! ¡No tengo el menor interés por usted! Estaba… simplemente pensando.

– En ese caso, ¿no podría pensar mirando a otra persona? Estoy intentando trabajar y no es fácil concentrarse con un par de ojos mirándome con ese descaro.

– ¡La verdad es que no sabía que pensar en mis propios asuntos pudiera ser tan molesto para alguien! -dijo la muchacha, levantándose-. Iré a aquel rincón y me quedaré en pie con los ojos cerrados, ¿de acuerdo? ¿O también mi respiración le molesta?

El hombre parecía profundamente irritado.

– No me importa lo que hace o dónde está, mientras deje de mirarme como si estuviera pensando si comerme o no.

– ¿Comerle? ¡Me temo que mis gustos son mucho más agradables! Sólo me serviría para acompañar una taza de café.

Si con eso pensaba enfadarle, había fallado estrepitosamente. El hombre la miró con expresión de incredulidad un momento, luego hizo un gesto con la cabeza, como si pensara que era demasiado estúpida como para seguir hablando con ella, y volvió a sus papeles.

Claudia se levantó furiosa con tan mala fortuna que la cinta de la bolsa de viaje que intentaba colocarse en el hombro, se rompió debido al peso y se cayó a los pies del hombre.

No le habría importado que él hubiera dado un salto. No le habría importado que él hubiera dicho algo desagradable o hubiera mirado, o cualquier otro tipo de reacción, pero ni siquiera miró hacia arriba. En lugar de eso, miró unos segundos a la bolsa sin decir nada y luego continuó su lectura. Desde luego, no podía dejar más claro que ella le parecía una persona tan agotadora y tonta que no merecía la pena prestarle ninguna atención.

¿Y qué si pensaba que ella estaba intentando atraer deliberadamente su atención? La idea puso en acción a Claudia, que se agachó y agarró la bolsa por la tira rota. Ésta había aterrizado boca arriba, pero ahí terminaba la suerte de Claudia. No se dio cuenta de que la cremallera estaba abierta y al levantarla, la bolsa se dio la vuelta y el contenido se cayó a los pies del hombre.

A Claudia le pareció que todo sucedía a cámara lenta. Barras de labios, maquillaje, perfume, cepillos de dientes… toda una exhibición de cosméticos aparte de su monedero, la cámara, una almohada de viaje, gafas de sol, carretes de repuesto, una novela, toallitas de papel, bolígrafos, caramelos de menta, un osito de peluche que llevaba siempre de viaje desde niña, llaves, tarjetas de crédito, un pendiente que llevaba años buscando, la fotografía de su querido perro, un broche barato que Michael le había regalado una vez como broma, incluso una muda para el vuelo… Todo cayó alrededor de los pies del hombre y bajo su asiento con total libertad.

Claudia cerró los ojos. “Por favor”, rezó, “que cuando abra los ojos de nuevo, no haya ocurrido nada”. Pero cuando hizo acopio de fuerzas y abrió los ojos, el hombre seguía sentado allí, rodeado por todas sus pertenencias mientras la bolsa vacía colgaba de uno de sus hombros.

Con un suspiro, el hombre dejó sus papeles en el asiento de al lado y se inclinó para alcanzar el sujetador que había quedado sobre uno de sus pies. Lo agarró con la punta de los dedos y miró a Claudia.

– Sin duda lo necesitará -dijo.

La muchacha lo agarró rápidamente.

– Lo siento -murmuró.

Luego, arrodillándose, comenzó a meter desesperadamente todo en el bolso, pero la humillación la hacía comportarse torpemente y, al terminar, la mitad del contenido volvió a caérsele. Para empeorar las cosas, en lugar de cambiarse de sitio, el hombre se inclinó para ayudarla, alcanzándola sus cosméticos y sus objetos de valor sentimental sin hacer ningún comentario, cosa que era mucho más humillante que cualquier sarcasmo.

– Pasajeros del vuelo GP920 hacia Dubai y Menesset listos para embarcar -dijo un altavoz, para alivio de Claudia.

– Por favor, no se moleste -aconsejó, con los dientes apretados cuando el hombre miró hacia la pantalla-. Vaya usted, yo recogeré todo.

El hombre se levantó, metió los papeles en su maletín con una tranquilidad insultante, comparada con la prisa de ella por llenar la bolsa y sacó su tarjeta de embarque del bolsillo de la chaqueta. Viajaba en primera clase, notó Claudia con amargura. El hombre hizo un gesto de despedida y se dirigió hacia la puerta de embarque, aunque antes se detuvo para recoger una barra de labios que había rodado por el suelo.

– Noches de pasión -leyó, mientras se lo daba a Claudia-. No querrá perderlo, ¿verdad? Uno nunca sabe cuándo puede necesitarlo.

Y con aquel final sarcástico se marchó, dejando a Claudia arrodillada en el suelo.

Por lo menos iba en primera clase, se dijo para darse confianza a sí misma, así que no había peligro de sentarse a su lado. Además, seguro que se quedaría en Dubai. Con eso Claudia respiró hondo, pensando en que nunca más pondría los ojos sobre aquel hombre que había visto su torpeza.

Y la verdad es que ella pensaba fingir que nunca había sucedido… hasta que se metió a aquel avión enano y se dio cuenta de que iba a pasarse dos horas y media al lado de él. Era lo normal con el año de mala suerte que llevaba. Parecía que el último año de la década de los veinte iba a ser hasta el último día desgraciado, pensó con resignación. ¿Se levantaría al día siguiente y descubriría que los treinta iban a ser totalmente diferentes?

Dio un suspiro y miró al hombre con un inevitable resentimiento. En vez de conocer a alguien joven y atractivo en el viaje, se tropezaba con un estúpido de edad mediana. Por lo menos debía de tener cuarenta años, decidió Claudia. Para ella los cuarenta habían sido siempre una edad incierta de la mitad de la vida, aunque al día siguiente la diferencia de ambos se reduciría a diez años.

No parecía estar a punto de comenzar a cobrar su pensión, pensó Claudia, estudiándolo más detenidamente. Había en él solidez, además de un aire seguro y equilibrado, como si hubiera aprendido a conocerse y estuviera en paz consigo mismo. Era una pena que su expresión fuera tan arrogante. Sería verdaderamente atractivo si sonriera.

Lo observó cuidadosamente, preguntándose cómo respondería a un intento de seducción, pero cuando sus ojos llegaron a la boca de él, decidió no intentarlo. Había algo en su aparente decisión, o en la manera en que estaba sentado leyendo aquel informe lleno de gráficos y cifras, que hacía casi imposible la seducción.

Pero a ella siempre le habían gustado los retos, ¿no era cierto?

Claudia sacó las instrucciones de vuelo que tenía frente a su asiento, y simuló leerlas mientras pensaba cuidadosamente su estrategia. No tenía muchas esperanzas de conseguir que se riera, pero sería divertido conseguir la mayor información posible sobre su persona. ¡Si pensaba que iba a ser capaz de ignorarla durante dos horas y media, estaba muy confundido!

– Este avión parece tremendamente viejo -declaró la muchacha, tratando de recomenzar la conversación después del incidente del aeropuerto-. ¿Cree que es seguro?

– Por supuesto que es seguro -dijo David, sin levantar la vista de sus documentos. ¡Debería de haberse imaginado que ella no iba a permanecer callada durante mucho rato!-. ¿Cómo demonios no iba a serlo?