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Parecía tan joven…

Parecía inmortal.

Los empleados de la funeraria la llevaron al horno con una deferencia y un respeto poco habituales. Cuando la puerta se cerró detrás de la muerta, Frank Kirk se quito los guantes de látex y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo y luego por el derecho. No fue un alarde de perspicacia comprobar que se enjugaba las lágrimas.

Durante las otras incineraciones, Frank y su ayudante charlaban sin parar, aunque nosotros no podíamos oír lo que decían. Aquella noche, apenas lo hicieron.

Bobby y yo también permanecimos en silencio.

Devolvimos el banco al patio. Salimos apresuradamente de la propiedad de Frank Kirk.

Recuperamos las bicicletas y rodamos a través de las calles más oscuras de Moonlight Bay.

Nos dirigimos a la playa.

A aquellas horas, y en aquella estación, la extensa playa estaba desierta. A nuestra espalda, tan magníficas como el plumaje del ave fénix, anidadas en las colinas y fluctuantes a través de los abundantes árboles, aparecían las luces de la ciudad. Frente a nosotros se extendía la negra capa del vasto Pacífico.

Había un suave oleaje. Pequeñas olas muy espaciadas se deslizaban hasta la orilla, arrojando perezosamente sus crestas fosforescentes, que se desprendían de derecha a izquierda, como la blanca corteza de la oscura carne del mar.

Sentado en la arena contemplando el ir y venir de las olas, recordé que la Navidad estaba muy cerca. Faltaban dos semanas. No quería pensar en la Navidad, pero la idea me bailaba y campanilleaba dentro de la cabeza.

Ignoro lo que Bobby estaba pensando. No se lo pregunté. No quería hablar. Él tampoco.

Imaginé lo que serían las Navidades para el pequeño Devlin Acquilain sin su madre. Quizás era demasiado pequeño para comprender el significado de la muerte.

Tom Acquilain, el marido, sabía lo que significaba la muerte, seguro. Y es probable que pusiera un árbol de Navidad para Devlin.

¿De dónde sacaría la fuerza suficiente para colgar las cintas en el árbol?

– Vamos a nadar -dijo Bobby, hablando por primera vez desde que habíamos visto retirar la sábana del cuerpo de la mujer.

Aunque el día había sido templado, estábamos en diciembre y no era un año en el que El Niño -las corrientes cálidas procedentes del hemisferio sur- discurriera hacia la costa. La temperatura del agua era inhóspita y el aire ligeramente frío.

Bobby se desnudó, doblo la ropa y para mantenerla libre de arena, la apiló ordenadamente sobre una manta de algas que se habían lavado en tierra durante el día y el sol había secado. Yo doble las mías y las puse al lado.

Nos metimos desnudos en el agua negra y nadamos contra corriente, alejándonos demasiado de la orilla.

Giramos hacia el norte y avanzamos paralelos a la costa.

Braceamos sin esfuerzo. Moviendo apenas las piernas. Subiendo y bajando con el movimiento de las olas. Nadamos hasta una distancia peligrosa.

Éramos magníficos nadadores, aunque nos estábamos arriesgando.

El nadador encuentra el agua fría menos desagradable después de un rato de encontrarse en ella, cuando la temperatura del cuerpo desciende, la diferencia entre la temperatura de la piel y el agua se hace mucho menos perceptible. Además, el ejercicio provoca la sensación de calor. Y una sensación segura pero falsa de calor puede ser peligrosa.

Sin embargo aquellas aguas se fueron enfriando cada vez más a medida que la temperatura de nuestros cuerpos descendía. No alcanzamos ese punto de relajación, auténtico o falso.

En lugar de adentrarnos tanto hacia el norte, hubiéramos tenido que dirigirnos hacia la orilla. Si nos hubiera quedado una pizca de sentido común, habríamos vuelto al montón de algas secas donde habíamos dejado la ropa.

Sin embargo apenas hicimos una pausa, y flotamos aspirando profundamente el aire frío y el agua que nos enfriaba la garganta. Luego, sin decir una palabra, giramos hacia el sur y seguimos nadando demasiado lejos de la orilla.

Los miembros me pesaban cada vez más. Sentí en el estómago unos terribles retortijones. El latido de mi corazón era tan fuerte como para hundirme bajo la superficie.

Aunque nuestros movimientos eran tan suaves como cuando habíamos entrado en el agua, eran mucho más torpes y la boca se nos llenaba de una espuma blanca y fría.

Nadamos el uno junto al otro, procurando no perdernos de vista. El cielo invernal no era agradable, las luces de la ciudad estaban tan distantes como las estrellas y el mar era hostil. Allí sólo existía la amistad, porque sabíamos que, en un momento de dificultad, ambos hubiéramos dado la vida por salvar al otro.

Cuando llegamos a la orilla, apenas teníamos fuerzas para salir del agua. Salimos exhaustos, con náuseas, más pálidos que la arena y con violentos temblores y escupimos para echar fuera el sabor astringente del mar.

Teníamos tanto frío que no hubiéramos podido ni imaginar siquiera el calor del horno crematorio. Aun después de habernos vestido, todavía temblábamos, y esto era bueno.

Sacamos las bicicletas de la arena, cruzamos la zona de césped que bordeaba la playa y nos dirigimos a la calle más próxima.

– Mierda -dijo Bobby al subir a la bicicleta.

– Sí -dije yo.

Pedaleamos de regreso a nuestras respectivas casas.

Fuimos directamente a la cama como si estuviéramos enfermos. Nos quedamos dormidos. Soñamos. La vida continuó.

Ya no volvimos más a la ventana del crematorio.

Nunca volvimos a hablar de la señora Acquilain.

Años más tarde, tanto Bobby como yo hubiéramos dado la vida por salvar la del otro, y sin dudarlo.

Qué extraño es este mundo: las cosas que podemos tocar fácilmente, esas cosas tan reales a los sentidos -la dulce arquitectura del cuerpo de una mujer, nuestra carne y nuestros huesos, el frío del mar y el brillo de las estrellas-, son muchísimo menos reales que aquello que no podemos tocar, probar, oler o ver. Las bicicletas y los muchachos que las conducen son menos reales que lo que pensamos o lo que sentimos, menos sustanciales que la amistad, el amor y la soledad, que todo lo que existe hace muchísimo tiempo en el mundo.

Esta noche del mes de marzo tan lejana de la época de la infancia, la ventana del crematorio y la escena que se desarrollaba tras ella eran más reales de lo que yo hubiera deseado. Alguien había apaleado brutalmente al vagabundo hasta matarle y luego le había arrancado los ojos.

Si el asesinato y la sustitución de aquel cadáver por el de mi padre tenía sentido cuando se conocieran todos los hechos, ¿por qué arrancarle los ojos? ¿Había alguna razón lógica para enviar a aquel pobre hombre sin ojos a consumirse en el fuego del crematorio?

¿Habían desfigurado al vagabundo por alguna razón oscura e inmoral?

Recordé al gigante de la cabeza rapada y el pendiente con la perla. Recordé su rostro sin ángulos. Los ojos de cazador, negros y fijos. La fría y desagradable voz metálica. Imaginé a ese hombre sintiendo placer ante el dolor ajeno, cortando carne con la misma despreocupación y facilidad que un leñador una ramita.

Además, en aquel extraño nuevo mundo que había entrado en mi vida tras la experiencia en el sótano del hospital, no era difícil imaginar a Sandy Kirk desfigurando el cuerpo: Sandy, tan atractivo y superficial como un modelo profesional, Sandy, cuyo querido padre había llorado al incinerar a Rebecca Acquilain. Es posible que hubieran sacrificado los ojos en el altar del santuario, en el rincón más alejado y de difícil acceso del jardín de rosas, que Bobby y yo nunca pudimos encontrar.

Cuando Sandy y su ayudante dirigían la camilla hacia el horno, sonó el teléfono en el crematorio.

Me aparte sobresaltado de la ventana como si se hubiera disparado una alarma.

Cuando me acerque otra vez al cristal, vi a Sandy sacarse la mascarilla de cirujano y alzar el auricular del teléfono de pared. El tono de su voz indicaba confusión, después alarma, enfado, aunque a través del doble paño de la ventana no pude escuchar la conversación.