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Cuando me dejé caer al otro lado de la verja la hierba, exuberante debido a las recientes lluvias de invierno me cubrió hasta la rodilla. Aspire el aroma del verde jugo procedente de las hojas aplastadas bajo mis zapatos.

Seguramente Sandy y sus ayudantes revisarían todo el perímetro de la propiedad, así es que rodeé la parte inferior de la colina, para alejarme de la funeraria. Quería salir del alcance de sus linternas antes de que llegaran a la verja.

Pero me alejé también de la ciudad, lo cual no era conveniente. No encontraría ayuda en una zona desierta. Cada paso hacia el este era un paso hacia el aislamiento, y en una zona aislada yo era tan vulnerable como cualquiera, más vulnerable que la mayoría.

Por suerte la época del año estaba de mi parte. Si hubiera sido pleno verano la hierba estaría tan dorada como el trigo y tan seca como el papel. Mi avance hubiera quedado marcado por una franja de tallos hollados.

Esperaba que la hierba fuera lo bastante flexible para combarse y recuperarse detrás de mí, ocultando toda huella de mi paso por aquel lugar. De todas formas, lo más probable es que un rastreador con dotes de observación diera conmigo.

Aproximadamente unos sesenta metros más allá de la verja, al fondo del declive, el prado se interrumpía con unos arbustos más frondosos. Una barrera de espesa hierba de metro y medio de altura se mezclaba con lo que debían de ser barbas de cabra y densos grupos de aureolas.

Avancé apresuradamente a través de esta vegetación y me metí en una profunda rambla. Pocas cosas prosperaban porque la temporada de tormentas había puesto al descubierto la espina dorsal del lecho de roca de la parte inferior de las colinas. Y como hacía más de dos semanas que no llovía, el curso rocoso estaba seco.

Me detuve para recuperar el aliento. Luego me incliné sobre la maleza y aparté la hierba para comprobar hasta dónde habían descendido mis perseguidores.

Cuatro de ellos se acercaban a la verja. Los haces de luz de sus linternas cortaron el cielo, tartamudearon entre las estacas puntiagudas y apuñalaron accidentalmente el suelo cuando se encaramaron y pasaron al otro lado de la verja.

Pensé con desaliento que eran rápidos y ágiles.

¿Irían todos armados, como Sandy Kirk?

Considerando su agudo instinto animal, su rapidez y su persistencia, quizá no era necesario que fueran armados. Si me capturaban, podían dejarme fuera de combate con las manos.

Me pregunté si me arrancarían los ojos.

La rambla -y el amplio declive en el que discurría- subía colina arriba hacia el nordeste y descendía colina abajo hacia el suroeste. Como me encontraba casi en el extremo nordeste de la ciudad, no encontraría ayuda si continuaba subiendo la colina.

Me encaminé hacia el suroeste, siguiendo la rambla flanqueada de matorrales, con la intención de volver a la zona poblada tan rápidamente como me fuera posible.

En el sombrío y hueco canal que tenía ante mí, la luna lustrosa brillaba suavemente en el lecho de roca como el hielo lechoso en una laguna invernal. La envolvente cortina de hierba silvestre parecía congelada.

Dominando el temor de caer en las piedras desprendidas o de romperme un tobillo en un agujero, me metí en la noche dejando que la oscuridad me empujara como el viento empuja un barco de vela. Corrí a toda velocidad por el declive sin sentir los pies en el suelo, como si estuviera patinando sobre roca helada.

Tras recorrer doscientos metros, llegué a un lugar donde las colinas se enlazaban unas a otras, dando como resultado una ramificación del hueco. Sin apenas reducir la carrera, elegí el camino de la derecha porque me dirigiría directamente a Moonlight Bay.

Me encontraba a poca distancia de la intersección cuando vi unas luces que se aproximaban. A un centenar de metros delante de mí, el hueco giraba y desaparecía hacia la izquierda, dando una vuelta completa alrededor de la colina. La fuente de luz de los rastreadores se encontraba detrás de aquella curva y observé que se trataba de la luz de unas linternas.

Ninguno de los hombres de la funeraria había tenido tiempo de salir del jardín de rosas y adelantarme con tanta rapidez. Estos eran otros.

Querían atraparme haciendo una pinza. Me dio la sensación de que me perseguía un ejército, un pelotón surgido del mismo suelo.

Me detuve.

Consideré la posibilidad de bajar a las rocas, a la protección del prado con la hierba de la altura de un hombre y de la espesa maleza que se agrupaba en la rambla. Pero aunque no dejara muchas huellas de mi paso entre aquella vegetación, estaba casi seguro de que los pocos signos de mi paso serían descubiertos por mis perseguidores. Atravesarían la maleza y me capturarían o me dispararían cuando subiera por el espacio abierto de la falda de la colina.

Aumentó el brillo de los haces de luz en la curva que tenía delante. Las tiras de la alta hierba del prado llamearon como formas bellamente cinceladas en una bandeja de plata fina.

Retrocedí hasta la Y en la cavidad y tomé la ramificación de la izquierda, que había despreciado minutos antes. Al cabo de ciento ochenta o doscientos metros encontré otra Y; quería ir hacia la derecha -hacia la ciudad- pero como temí entrar en el juego de sus conjeturas, tomé la ramificación de la izquierda que me iba a adentrar en la zona despoblada de las colinas.

Desde algún lugar en lo alto y a gran distancia, del lado oeste, llegó el gruñido de un motor, al principio distante pero luego, de pronto, más cercano. El ruido del motor era tan fuerte que pensé que procedía de una aeronave en vuelo rasante. No se parecía al estruendoso tartamudeo de un helicóptero, sino más bien al rugido de un aeroplano de ala fija.

Luego una luz deslumbrante barrió la cima de las colinas a mi izquierda y a mi derecha, pasó directamente a través de la cavidad, a dieciocho o veinte metros por encima de mi cabeza. El foco era tan brillante, tan intenso, que parecía poseer peso y textura, como el chorro de calor blanco de una sustancia fundida.

Un reflector de gran potencia. El círculo se alejó e iluminó las lejanas lomas hacia el este y el norte.

¿De dónde habían sacado ese complejo pertrecho en tan poco tiempo?

¿Era Sandy Kirk el gran jefe de una milicia antigubernamental con centro de operaciones en búnkeres secretos atestados de armas y municiones en las profundidades de la funeraria? No, aquello no sonaba a real. Tales cosas eran un ingrediente de la vida de esta época, sucesos corrientes en una sociedad que pierde sus valores, pero esto otro parecía sobrenatural. Era un territorio por el cual el torrencial y salvaje río de los acontecimientos de la tarde todavía no había atravesado.

Tenía que saber lo que estaba sucediendo allá arriba. Si no investigaba, me iba a sentir peor que un estúpido ratón en el laberinto de un laboratorio.

Salí bruscamente de la maleza y me dirigí hacia la derecha de la rambla, crucé el suelo resbaladizo de la cavidad y luego trepé por la extensa ladera de la colina, porque el proyector de luz parecía haberse originado en esa dirección. Mientras ascendía, el foco iluminó otra vez la zona de mas arriba -de hecho siguió en dirección noroeste, como yo había supuesto- y luego pasó a gran velocidad por tercera vez, iluminando con su brillo la cima de la colina hacia la cual yo me dirigía.

Tras arrastrarme los penúltimos diez metros con las manos y las rodillas, me deslice serpenteando sobre el vientre los diez finales En la cima, me enrosqué en un afloramiento de rocas castigadas por la intemperie que me proporcionaron un poco de protección y alcé la cabeza con cautela.

Un Hummer negro -o un Hymvee quizá, la versión militar original del vehículo antes de haber sido elevado de categoría para venderlo a los civiles- estaba en una colina próxima a la mía, inmediatamente a sotavento de un gigantesco roble. Aunque sólo tenía encendidas las luces traseras, el Hummer poseía una silueta inconfundible una furgoneta cuadrada, pesada, de transmisión en las cuatro ruedas, con gigantescos neumáticos, capaz de atravesar cualquier terreno.