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Entonces vi los dos reflectores ambos eran de asidero, uno del conductor y el otro del pasajero del asiento delantero y ambos tenían unas lentes del tamaño de una bandeja de ensalada.

El conductor apagó su luz y puso el Hummer en marcha. La gran furgoneta salió de debajo de las extensas ramas del roble y cruzo velozmente el prado alto como si atravesara una autopista, dirigiendo hacia mí su parte trasera. Desapareció en el borde extremo, reapareció saliendo de una hondonada y ascendió rápidamente por una ladera más alejada, conquistando sin esfuerzo las colinas costeras.

Los hombres que iban a pie, con las linternas y quizá las pistolas, habían alcanzado las hondonadas. Para evitar que me ocultara en los terrenos elevados y para obligarme a bajar a donde los rastreadores pudieran encontrarme, el Hummer patrullaba por la cima de las colinas.

– ¿Quien es esta gente? -murmure.

Los reflectores del Hummer se proyectaban como látigos, barrían las colinas mas alejadas, iluminaban un mar de hierba en una brisa vaga cuyo flujo menguaba y se acrecentaba. Una ola tras otra rompía al otro lado del suelo ascendente y lamía los troncos de las islas de robles.

Luego, la gran furgoneta se puso otra vez en movimiento y retozó en un terreno menos acogedor. Las luces delanteras se agitaban, un reflector osciló violentamente a lo largo de la cima de una colina, luego se metió en una hondonada, salió de nuevo y se dirigió hacia el este y el sur a otro punto ventajoso.

Me pregunte si estas actividades serían visibles desde las calles de Moonlight Bay, en las colinas más bajas y en el llano, cerca del océano. A pocos ciudadanos se les ocurriría salir y mirar hacia arriba, en un ángulo que revelara el suficiente movimiento como para atraer su curiosidad.

Quienes avistaran los reflectores pensarían que unos adolescentes o los alumnos de un colegio, en un vulgar cuatro por cuatro, perseguían a un alce o un ciervo en la costa: un deporte ilegal aunque no sangriento con el que la mayoría era tolerante.

Poco después el Hummer dio un giro hacia mí. A juzgar por sus pautas anteriores, podía llegar a la colina en dos movimientos.

Me refugié en la parte baja de la ladera, en la hondonada por la que antes había trepado exactamente donde ellos me querían. No tenía otra elección.

Hasta ese momento había confiado que podría escapar. Ahora mi confianza estaba menguando.

8

Me dirigí al prado y a la rambla y continué en la misma dirección hacia la que me había encaminado antes de que los reflectores me obligaran a subir a la cima de la colina. Sólo había dado unos pasos cuando me detuve, sorprendido por algo con unos brillantes ojos verdes que permanecía a la expectativa en el sendero frente a mí.

Un coyote.

Semejantes a los lobos aunque más pequeños y con un hocico más estrecho, estos animales esbeltos y larguiruchos pueden ser peligrosos. Cuando la civilización invadió su territorio, fueron literalmente aniquilados con la excusa de proteger los patios traseros de los barrios residenciales próximos a las colinas. De vez en cuando oyes que un coyote ha atacado a un niño. Aunque sólo raramente atacan a personas adultas, yo no confiaría demasiado en su limitación o en mi tamaño superior si me encontrara con un grupo, o hasta con un par de ellos, en su territorio.

Mi visión nocturna todavía se estaba recuperando del deslumbramiento de los reflectores, y hubo unos instantes tensos antes de que percibiera que aquellos brillantes ojos verdes estaban demasiado cerca para ser los de un coyote. Además, a menos que aquella bestia estuviera dispuesta a saltar con el pecho contra el suelo, me dirigía su maligna mirada desde una posición demasiado baja para ser la de un coyote.

Cuando mi visión se adaptó a las sombras de la noche y a la luz de la luna, descubrí que lo que tenía ante mí era un indefenso gato. No un puma, lo cual hubiera sido mucho peor que un coyote y razón suficiente para provocar un terror genuino, sino un simple gato casero: gris o beige claro, imposible de determinar bajo aquella luz.

La mayoría de los gatos no son estúpidos. Aunque persigan a un ratón de campo o a los lagartos del desierto, nunca se aventuran en el territorio de un coyote.

Pero lo cierto es que cuando conseguí verla con más claridad, aquella criatura particular parecía estar en un estado de alerta exagerado. Sentada en posición erecta, con la cabeza enderezada, las orejas erguidas, me estudiaba con intensidad.

Cuando di un paso hacia él, el gato se puso de cuatro patas. Y cuando avancé otro paso, se alejó de mí, salió corriendo por el sendero plateado por la luna y se perdió en la oscuridad.

En otro lugar de la noche, el Hummer se puso otra vez en movimiento. Los chirridos y gruñidos se hicieron cada vez más fuertes.

Aceleré el paso.

Cuando había recorrido unos cien metros, el Hummer no se había alejado más, sino que rondaba por algún lugar próximo. Su motor sonaba como un lento y profundo jadeo. Arriba, la predadora mirada de las luces rastreaba su presa en la noche.

Mientras buscaba la siguiente ramificación de la hondonada, descubrí al gato esperándome. Estaba sentado en el cruce, inmóvil.

Cuando me dirigí al sendero de la izquierda, el gato corrió hacia el de la derecha. Dio unos cuantos pasos, se detuvo y volvió hacia mí sus ojos de linterna.

Aquel gato debía de estar perfectamente enterado de la existencia de los rastreadores, no tanto de los que ocupaban el ruidoso Hummer sino de los hombres que iban a pie. Debió de percibir, con sus agudos sentidos, las feromonas de la agresividad que iban derramando a su paso. La inminente violencia. Seguramente deseaba evitar a aquella gente tanto como yo. Llegado el caso, prefería elegir la vía de escape que escogiera el animal que la que pudiera elegir yo.

De pronto el ruido del motor del Hummer se hizo más atronador. El fuerte estruendo recorrió con un eco la hondonada, de tal manera que parecía acercarse y alejarse al mismo tiempo. Permanecí indeciso en medio de todo aquel estruendo, y por un instante me debatí en la duda.

Entonces decidí seguir al gato.

Cuando giré por la bifurcación de la izquierda, el Hummer lo hizo en la cima de la colina hacia el flanco oriental de la hondonada que yo había estado a punto de tomar. Durante un instante se quedó inmóvil, suspendido, como si la ingravidez hubiera detenido el tiempo en un reloj, los reflectores como líneas gemelas dirigidas al funámbulo del circo en la cuerda floja flotando en el aire, un faro dirigido directamente hacia la negra cortina del cielo. El tiempo se quebró en aquella sinapsis de vacío y volvió a fluir: el Hummer se inclinó hacia un lado y las ruedas delanteras irrumpieron violentamente en la ladera de la colina, las traseras cruzaron la cima, y grumos de tierra y hierba fueron arrojados de las llantas cuando embistió colina abajo.

Un hombre chilló con deleite y otro lanzó una carcajada. Disfrutaban con la cacería.

Cuando la gran furgoneta descendió a sólo unos cincuenta metros por delante de mí, el foco manual barrió la hondonada.

Me tiré al suelo y me acurruque para quedar a cubierto El terreno rocoso era una maldición para los huesos y sentí como se rompían las gafas de sol en el interior del bolsillo de la camisa.

Cuando me puse de pie, un haz de luz tan brillante como un rayo que atravesase un roble chamuscó el suelo en el que yo había estado hacía un instante. Di un respingo, y mirando de soslayo observe que el reflector vibraba y luego se dirigía hacia el sur. El Hummer no subía por la hondonada en la que me encontraba.

Debía quedarme allí, en la intersección de los senderos, con el punto más estrecho de la colina a mi espalda, hasta que el Hummer se alejara de las proximidades, en lugar de arriesgarme a encontrármelo en la siguiente hondonada. Cuando cuatro haces de luz parpadearon en el extremo del sendero que yo había seguido hasta ese punto, las dudas desaparecieron. Me encontraba fuera del alcance de las luces de aquellos hombres, pero se estaban aproximando al trote y el peligro de que me descubrieran era inminente.