Cuando rodeé el promontorio de la colina y entré en la hondonada que había al oeste del mismo, el gato todavía estaba allí, como si me esperase. Una vez mostrado el camino, se alejo apresuradamente, aunque no tanto como para perderlo de vista.
Agradecí el suelo de piedras, en el que no podían traicionarme mis huellas y entonces fue cuando me di cuenta de que solo unos fragmentos de las gafas de sol rotas seguían en el bolsillo de mi camisa Mientras corría metí los dedos en el bolsillo y palpé una varilla torcida y una pieza punzante de los lentes. El resto debió de quedar esparcido en el suelo donde había caído, en la bifurcación del sendero.
Los cuatro rastreadores iban a descubrir los fragmentos rotos. Dividirían sus fuerzas, dos hombres en cada hondonada, y me perseguirían con más ahínco que nunca, animados por la evidencia de que estaban cerca de su presa.
En el lado más alejado de aquella colina, más allá del valle donde a duras penas había escapado del reflector, el Hummer comenzó a subir de nuevo. El ruido del motor aumento gradualmente de volumen.
Si el conductor se detenía en la cima de la colina para escudriñar la noche como había hecho antes, yo podría correr sin que me descubrieran por debajo de ellos y alejarme. En cambio, si atravesaba la colina y se introducía en la hondonada en que yo me encontraba, podrían descubrirme los focos del automóvil o los rayos del reflector.
El gato corrió y yo con el.
La hondonada, sinuosa entre las oscuras colinas, se hacía más ancha que las que había atravesado antes, así como la rambla rocosa que discurría en el centro. A lo largo del filo del sendero pedregoso, la alta hierba y la maleza se espesaban más que en ningún otro sitio, regadas por el gran volumen de afluencia de agua de las tormentas. La vegetación estaba demasiado lejos a ambos lados del sendero y no podría ocultarme de la luz que la luna proyectaba sobre mí, por lo que me sentí peligrosamente expuesto. Además, el ancho declive, al menos el que tenía delante, discurría tan recto como una calle de la ciudad, sin recodos que me protegieran de quienes podían organizar mi funeral.
Me pareció que el Hummer se había detenido otra vez arriba. Los gruñidos desaparecieron con la brisa y los únicos sonidos de motor eran los míos el chirrido y el jadeo de la respiración, el latido del corazón como el golpeteo de un pistón.
El gato era mucho más rápido que yo, el viento sobre cuatro patas, podría haber desaparecido en cuestión de segundos. Durante un par de minutos, sin embargo, me marcó el paso, permaneciendo a una distancia constante de quince pasos delante de mí, gris claro o beige claro, un fantasma de gato bajo la luz de la luna, volviéndose a mirar de vez en cuando con unos ojos tan espectrales como una reunión espiritista a la luz de las velas.
Justo cuando empezaba a pensar que aquella criatura estaba llevándome a propósito a un lugar libre de peligro, cuando empezaba a sumergirme en una de aquellas orgías de antropomorfismo que volvían loco a Bobby Halloway, el gato se alejó de mí corriendo. Si aquel depósito rocoso y seco hubiera estado lleno de agua, ésta no hubiera corrido mas deprisa que el felino, que en dos segundos, tres como máximo, desapareció en la noche.
Un minuto después, encontré al gato en el límite del canal. Nos hallábamos en la terminación de una hondonada ciega, con abiertas colinas de hierba que se elevaban empinadas sobre tres lados. De hecho eran tan escarpadas que yo no podría escalarlas con la suficiente rapidez para eludir a los rastreadores que seguramente iban tras mis talones. Estaba encajonado. Atrapado.
Maderas flotantes, bolas informes de algas y hierba muerta y cieno se amontonaban al final del depósito. Casi esperé que el gato me dirigiera una maliciosa sonrisa Cheshire, la blanca dentadura brillando en la penumbra. En lugar de hacerlo, escapó hacia el montón de detritos y se deslizó serpenteando por una de las muchas aberturas desapareciendo otra vez.
Aquello era un depósito. Por consiguiente la afluencia tenía que ir a parar a algún lugar cuando alcanzaba ese punto.
Apresuradamente, me encarame por la cuesta de detritos amontonados de tres metros de largo por tres de alto, que se hundió y crujió pero aguantó mi peso. Estaban apilados contra una rejilla de barras de acero, que servía de enrejado vertical, más allá de la boca de una alcantarilla, en uno de los lados de la colina.
Al otro lado del enrejado había un desagüe de cemento entre unos refuerzos también de cemento Al parecer formaba parte de un proyecto de control de inundaciones que desviaba el agua de las tormentas de las colinas, por debajo de la autopista de la Pacific Coast, a través de canales de desagüe, debajo de las calles de Moonlight Bay, y finalmente desembocaba en el mar.
Las cuadrillas de mantenimiento limpiaban de hojarasca el enrejado un par de veces todos los inviernos, para evitar que se interrumpiera el paso del agua. Hacía tiempo que no habían pasado por allí.
En el interior de la alcantarilla, el gato maulló. Su voz resonó con un nuevo tono sepulcral en el túnel de cemento.
Las aberturas de la rejilla de acero eran unos cuadrados de diez centímetros, lo bastante anchas para admitir a un flexible gato, pero no lo bastante para mí. El enrejado ocupaba el ancho del orificio, de un puntal al otro, pero no llegaba hasta la parte superior.
Pasé primero las piernas y la espalda a través de la abertura de poco más de medio metro entre la parte superior del enrejado y el techo curvo de la alcantarilla. Agradecí que la rejilla tuviera un larguero, de otro modo me hubiera golpeado y arañado con la parte superior de los barrotes verticales.
Dejé atrás las estrellas y la luna, apoyé la espalda en el enrejado y me asomé a la más absoluta oscuridad. Sólo tenía que doblar ligeramente la cabeza para no tropezar con el techo. El olor a cemento húmedo y a hierba que emanaba de abajo no era del todo desagradable.
Avancé y resbalé. El suelo liso de la alcantarilla sólo tenía un ligero declive. Tras caminar unos metros me detuve, temeroso de tropezar, caer por una repentina pendiente perpendicular y quedarme en una situación difícil o romperme el espinazo en el fondo.
Saqué el encendedor de gas del bolsillo de los téjanos, pero no quise encenderlo. La luz fluctuante en las paredes curvas de la alcantarilla sería visible desde el exterior.
El gato volvió a aparecer y sus ojos brillantes fueron lo único que pude ver delante de mí. Calculando la distancia que había entre nosotros, y a juzgar por el ángulo en que veía descender al animal, deduje que el suelo de la enorme alcantarilla continuaba un progresivo, aunque no fuerte, descenso.
Seguí cautelosamente aquellos ojos brillantes. Cuando estuve mas cerca de él, se desvió y yo me detuve al perder sus faros gemelos.
Segundos después lo volví a ver. Su mirada verde reapareció, fija y sin parpadear.
Avance otra vez, admirado ante la extraordinaria experiencia. Todo lo que había presenciado desde la caída del sol -el robo del cuerpo de mi padre, el cadáver apaleado y sin ojos en el crematorio, la persecución desde la funeraria- era increíble, por no decir algo peor, pero por extraño que fuera, nada podía compararse al comportamiento de este pequeño descendiente del tigre.
O quizás estaba exagerando el momento y atribuía a aquel simple gato casero una comprensión de mi situación que no poseía.
Quizá.
A ciegas, llegué hasta otro montón de detritos más pequeño que el primero. A diferencia del anterior, este estaba húmedo. Los restos se aplastaron bajo mis zapatos y de ellos se elevo un agudo hedor.
Avance a gatas, buscando a tientas en la oscuridad, y descubrí que los detritos estaban amontonados contra otro enrejado de acero. Toda la hojarasca que había pasado por la parte superior del primer enrejado se había detenido aquí.