Me sentía mas cerca de Manuel que del medico. La amistad aplaca los nervios y posibilita expresar el dolor.
– Ven a verme una tarde a la salida del trabajo -propuso Manuel- Beberemos cerveza, comeremos tamales y veremos un par de películas de Jackie Chan.
A pesar del béisbol y de la música country, teníamos mucho en común Manuel Ramírez y yo. Hacía la ronda en el cementerio, desde media noche hasta las ocho de la mañana, algunas veces doblaba el turno, como esta tarde de marzo, por escasez de personal. Le gusta la noche como a mí, pero también trabaja por necesidad. Como la ronda por el cementerio es menos deseable que trabajar de día en la oficina, la paga es más elevada. Y lo más importante, le permite pasar toda la tarde con su hijo, Toby, al que adora. Hace dieciséis años la esposa de Manuel, Carmelita, murió minutos después de traer al mundo a Toby. El chico padece el síndrome de Down y es amable y encantador. La madre de Manuel se trasladó a su casa inmediatamente después de la muerte de Carmelita y allí sigue ocupándose de Toby. Manuel Ramírez sabe sus limitaciones. Siente la mano del destino todos los días de su vida, en una edad en la que la mayoría de la gente no cree demasiado en el resultado o en el destino. Tenemos mucho en común Manuel Ramírez y yo.
– Suena muy bien eso de cerveza y Charlie Chan -asentí- Pero ¿quien hará los tamales, tu madre o tu?
– Oh, mi madre no, [1] te lo prometo.
Manuel es un cocinero excepcional, y su madre cree que ella también lo es. La comparación entre sus platos constituye un clarísimo ejemplo de la diferencia entre una buena acción y una buena intención.
Paso un coche por la calle detrás de mi y cuando baje la vista, vi mi sombra sobre mis pies inmóviles y como se desplazaba desde el lado izquierdo al derecho, como crecía lo suficiente para oscurecer la acera de cemento y se estiraba hasta separarse de mí y escapar, para luego volver al lado izquierdo una vez el coche hubo pasado.
– Manuel, hay algo que puedes hacer por mi, algo mas que tamales.
– Dime Chris.
– Es referente a mi padre… a su cuerpo -dije después de un largo titubeo.
Manuel justifico mi titubeo. Su silencio fue algo semejante a cuando un gato aguza el oído con interes.
Mis palabras le habían dicho más de lo que aparentaban. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era diferente, seguía siendo la voz de un amigo, pero también la de un poli.
– ¿Que ha pasado, Chris?
– Algo muy raro.
– ¿Raro? -pregunto, saboreando aquella palabra como si tuviera un sabor inesperado.
– Es mejor no hablar de ello por teléfono. Si voy a la comisaría, ¿podrás reunirte conmigo en el aparcamiento?
No podía esperar que la policía apagara las luces de la comisaría y las sustituyera por velas.
– ¿Te refieres a algo criminal? -inquirió Manuel.
– En efecto. Y raro.
– Al jefe Stevenson hoy le ha tocado trabajar hasta tarde. Todavía esta aquí, pero no tardara mucho en marcharse ¿Quieres que le pida que espere?
Me acorde del rostro sin ojos del vagabundo muerto.
– Si -conteste- Si, Stevenson debería oírlo.
– ¿Puedes estar aquí en diez minutos?
– Hasta ahora.
Colgué el teléfono, cogí la gorra de la caja de luces, volví a la calle y me protegí los ojos con una mano cuando pasaron otros dos coches. Uno de ellos era un Saturn ultimo modelo El otro una camioneta Chevy.
Ninguna furgoneta blanca. Ningún coche fúnebre. Ningún Hummer negro.
No temía que siguieran buscándome. En esos momentos deberían de estar metiendo al vagabundo en la incineradora. Con la evidencia reducida a cenizas, no existía la prueba que apoyara mi extraordinaria historia. Sandy Kirk los auxiliares y todos los desconocidos se sentirían a salvo.
Además, cualquier intento de asesinarme o raptarme confirmaría ese crimen, se asociaría a él e incrementaría su verosimilitud. A aquellos misteriosos conspiradores les convenía ahora más la discreción que la agresión, especialmente cuando su único acusador era el tipo excéntrico de la ciudad, que salía de su casa rodeada de cortinas solamente del anochecer a la madrugada, que temía el sol, que vivía gracias a mantos, velos, capuchas y capas de loción, que se arrastraba por la ciudad en la noche bajo una coraza de ropa y productos químicos.
Considerando la naturaleza fantástica de mis acusaciones, pocos creerían mi historia, aunque estaba seguro de que Manuel sabría que le estaba diciendo la verdad. Esperaba que el jefe también me creyera.
Me aleje del teléfono de la oficina de correos y me encamine hacia la comisaría. Solo estaba a un par de manzanas.
Mientras me apresuraba a través de la noche, ensayé lo que les diría a Manuel y a su jefe, Lewis Stevenson, que era un individuo de aspecto formidable, para el que quería estar bien preparado. Alto, de anchas espaldas, atlético, Stevenson tenía un rostro tan noble que su perfil podría haber servido para acuñar una moneda de la antigua Roma. A veces parecía un actor interpretando el papel de un jefe de policía consagrado, aunque si se trataba de una interpretación, esta era de premio. A sus cincuenta y dos años, daba la impresión -sin aparentar desearlo- de ser muy experimentado para su edad, e imponía respeto y confianza. Tenía algo de psicólogo y de cura, cualidades muy necesarias para el cargo que ocupaba, pero que solo muy pocos poseen. Era de esas raras personas que disfrutan teniendo poder, pero no abusan de el, que ejercen la autoridad con buen juicio y compasión y había sido jefe de policía durante catorce años sin un atisbo de escándalo, ineptitud o ineficacia en su departamento.
Atravesé las callejuelas sin farolas iluminadas por la luna, que ahora estaba más alta que antes en el cielo, pasaron verjas y senderos, jardines y cubos de basura, mientras iba murmurando mentalmente las palabras con las que esperaba contar una historia convincente. Llegue en dos minutos en lugar de los diez que Manuel me había sugerido al aparcamiento del edificio municipal. Y atrapé al jefe Stevenson en una conspiración que borró todas las magnificas cualidades que antes le había atribuido. Ahora se me revelaba como un hombre que, a pesar de la nobleza de su rostro no se merecía ser honrado en monedas o monumentos ni siquiera que colgaran su fotografía en la estación, junto a las del alcalde, el gobernador y el presidente de Estados Unidos.
Stevenson estaba en el extremo del edificio municipal próximo a la entrada trasera de la comisaría bajo una cascada de luz azulada procedente de la lámpara de seguridad situada encima de la puerta. El hombre con el que conferenciaba se mantenía a unos metros de distancia y solo se le veía a medias entre las sombras azuladas.
Atravesé el aparcamiento y me dirigí hacia ellos No me vieron llegar porque estaban concentrados en la conversación. Además, quedaba fuera de su campo de visión porque pasé entre los furgones de la patrulla urbana, coches patrulla, furgones de la patrulla de playa y vehículos particulares, para mantenerme alejado cuanto fuera posible de la luz directa de tres altas farolas.
Justo antes de salir a cielo abierto, el interlocutor de Stevenson se acerco más al jefe y salió de las sombras: yo me detuve, atónito. Vi la cabeza rapada, el rostro duro. La camisa de franela roja, los téjanos azules, las zapatillas de trabajo.
A la distancia en que me encontraba, me fue imposible ver el pendiente de perla.
Tenía dos grandes vehículos a ambos lados y rápidamente me retrasé unos pasos para quedar oculto en la oleosa oscuridad entre ambos. Uno de los motores todavía estaba caliente, zumbaba y palpitaba mientras se iba enfriando.
Aunque podía oír las voces de los dos hombres, no podía distinguir sus palabras. La brisa jugueteaba en los árboles y se llevaba las palabras del hombre, y ese murmullo incesante evitaba que la conversación llegara hasta mí.