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Raras veces me había visto la cara a plena luz.

Sasha dice que le recuerdo a James Dean, mas al de Al este del Edén que al de Rebelde sin causa.

Yo no percibo el parecido. El cabello es el mismo, sí, y los ojos azul claro. Pero él tenía un aspecto frágil y yo no me veo de este modo.

No soy James Dean, sólo soy yo, Christopher Snow, y puedo vivir con ello.

Cuando acabé con la loción volví a mi cuarto. Orson levantó la cabeza del sillón para deleitarse con el aroma a coco.

Ya llevaba calcetines de deporte, las Nikes, téjanos y una camiseta negra. Me puse rápidamente una camisa negra de algodón de manga larga y me la abotoné hasta el cuello.

Orson me siguió escaleras abajo hasta el recibidor. Como el porche estaba protegido con un toldo y había dos grandes robles de California en el patio, la luz del sol no alcanzaba directamente a las vidrieras laterales que flanqueaban la puerta principal, por esta razón no estaban protegidas con cortinas o persianas. Los paños emplomados -mosaicos geométricos de cristal transparente, verde, rojo y ámbar- brillaban suavemente como joyas.

Cogí una chaqueta de cuero negro con cremallera del armario colgador. Iba a salir después de oscurecer, y aunque fuera un día apacible de marzo, la costa central de California puede volverse fría cuando el sol se pone.

Cogí del estante del armario una gorra en pico azul marino y me la puse calándomela bien en la cabeza. En la parte frontal, encima de la visera, con unas letras bordadas en color rubí, estaba escrito: Instrucción Secreta. Una noche, durante el otoño anterior, encontré la gorra en Fort Wyvern, la base militar nacional abandonada de Moonlight Bay. Era el único objeto que había en una habitación fresca y seca, de paredes de hormigón, en la tercera planta del sótano.

Aunque ignoraba lo que aquellas palabras bordadas podían significar, me lleve la gorra porque me intrigó.

Cuando me dirigí hacia la puerta principal, Orson gimió suplicante.

Me detuve y lo acaricié.

– Estoy seguro de que a papá le gustaría verte por última vez, colega. Estoy seguro. Pero no hay sitio para ti en un hospital.

Sus ojos directos y negros como el carbón centellearon. Hubiera jurado que su mirada rebosaba pena y comprensión. Quizá porque lo miraba a través de las lagrimas que estaba reprimiendo.

Mi amigo Bobby Halloway dice que tiendo a antropomorfizar a los animales, que les atribuyo cualidades y actitudes humanas que en realidad no poseen.

Quizás es así porque los animales, a diferencia de algunas personas, siempre me han aceptado como soy. Los ciudadanos de cuatro patas de Moonlight Bay poseen una comprensión de la vida más compleja -así como también más bondad- que algunos de mis vecinos.

Bobby me dice que atribuir cualidades humanas a los animales, sin considerar mi experiencia con ellos, es un signo de inmadurez. Y yo le digo a Bobby que se joda.

Consolé a Orson acariciando suavemente su brillante pelambre y rascándole detrás de las orejas. Estaba muy tenso. Irguió dos veces la cabeza para escuchar atentamente sonidos que yo no podía oír, como si presintiera una vaga amenaza, algo aún peor que la pérdida de mi padre.

Entonces todavía no había visto nada sospechoso en la muerte inminente de mi padre. El cáncer sólo era un destino, no un asesinato, a menos que quieras presentar cargos criminales contra Dios.

En dos años había perdido a mis padres mi madre había muerto cuando contaba tan sólo cincuenta y dos años y ahora mi padre, a los cincuenta y seis, yacía en su lecho de muerte… bueno, en todo esto residía el infortunio que me había acompañado literalmente desde mi concepción.

Más tarde iba a descubrir la razón del nerviosismo de Orson; una buena razón para preguntarse si había presentido la oleada de problemas que nos venía encima.

Bobby Halloway se hubiera reído de esto despectivamente y hubiera dicho que estaba haciendo algo peor que asignar sentimientos humanos a ese perro bastardo, porque le atribuía actitudes superhumanas. Yo le hubiera dado la razón, y luego le hubiera dicho a Bobby que se jodiera bien.

Seguí acariciando y rascando a Orson hasta que sonó un bocinazo en la calle, luego, casi al mismo tiempo, volvió a sonar ante la puerta.

Sasha había llegado.

A pesar de la crema solar, me subí el cuello de la chaqueta para protegerme más.

Cogí un par de gafas de sol de la mesa del recibidor estilo Stickley situada debajo del cuadro Amanecer de Maxfield Parrish.

Con la mano en el pomo de la puerta de cobre labrado, me volví otra vez hacia Orson.

– Todo irá bien.

Lo cierto es que no sabía como íbamos a salir adelante sin mi padre. Era nuestra ligazón con el mundo de la luz y con la gente del día.

Y aún más, mi padre me quería como nadie en el mundo podría quererme, como sólo un padre puede querer a un hijo deficiente. Me comprendía como quizá nadie me comprendería jamás.

– Todo irá bien -repetí.

El perro lanzó una mirada solemne y complacida, casi con compasión, como si supiera que estaba mintiendo.

Abrí la puerta principal y cuando salí al exterior me puse las gafas de sol. Los lentes eran especiales, de protección total contra los rayos ultravioleta.

Los ojos eran mi punto de mayor vulnerabilidad. No podía correr ningún riesgo.

El Ford Explorer verde de Sasha estaba ante la entrada, con el motor en marcha y ella al volante.

Cerré la puerta de casa y eché la llave. Orson no intentó salir tras de mí.

Se había levantado una brisa procedente del oeste: un soplo que se dirigía tierra adentro con el olor opresivo y astringente del mar. Las hojas de los robles murmuraban como si se transmitieran secretos de rama en rama.

Sentí una opresión en el pecho, como siempre sucedía cuando me aventuraba a la luz del día. El síntoma era psicológico; no obstante, me impresionaba.

Cuando bajé los escalones del porche y caminé por las baldosas hacia la entrada, me sentí abrumado. Igual que un buzo en las profundidades del mar con un traje presurizado con un mundo de agua encima de la cabeza.

2

Cuando entré en el Explorer, Sasha me dijo sosegadamente:

– Hola, Snowman.

– Hola.

Me coloqué el cinturón de seguridad cuando Sasha puso la marcha atrás.

Miré hacia la casa a través de la visera de la gorra y mientras nos alejábamos me pregunté cómo me parecería cuando la viera la próxima vez. Presentía que cuando mí padre abandonara este mundo, todas las cosas que le habían pertenecido me iban a parecer más míseras y empequeñecidas porque ya no estarían tocadas por su espíritu.

Es un edificio del período Craftsman, dentro de la tradición Green and Green: piedra vista aplicada con un mínimo de mortero, tablas de forro de cedro blanqueadas por el clima y el paso del tiempo, de líneas modernas pero en absoluto artificiales o insustanciales, plenamente integrado en el entorno y de aspecto formidable. Después de las recientes lluvias del invierno, las líneas bien definidas del tejado de pizarra se habían suavizado con una verde colcha de liquen.

Cuando salimos a la calle, me pareció ver una sombra junto a una de las ventanas de la sala de estar, al fondo del porche, y la cara de Orson en el cristal, con las patas en el antepecho.

– ¿Cuánto tiempo hace que no salías? -me preguntó Sasha mientras nos alejábamos de la casa.

– ¿A la luz del día? Nueve años.

– Novena a la oscuridad.

También escribía canciones.

– Maldita sea, Goodall, no te pongas poética conmigo.

– ¿Qué sucedió hace nueve años?

– Apendicitis.

– Ah. Cuando estuviste a punto de morir.