Observé que el vehículo que estaba a mi derecha, el del motor caliente, era el Ford blanco en el que el calvo había salido antes del Mercy Hospital. Con los restos mortales de mi padre.
Me pregunté si las llaves estarían puestas. Presioné la cara contra la ventanilla de la puerta del conductor, pero no se podía ver bien el interior.
Si hubiera podido robar el furgón, seguramente hubiera obtenido la prueba crucial de que mi historia era cierta. Aunque ya se hubieran llevado el cuerpo de mi padre, no hacia mucho que había estado allí y podía quedar alguna prueba forense o, por lo menos, restos de sangre del vagabundo.
No tenía idea de poner en marcha un motor.
Y que diablos, tampoco hubiera sabido conducirlo.
Aunque hubiera descubierto de pronto que poseía un talento natural para conducir vehículos, equivalente al talento de componer música de Mozart, no hubiera podido conducir treinta kilómetros hacia el sur siguiendo la costa o cuarenta y cinco hacia el norte hasta otra jurisdicción de la policía. Imposible con el brillo de los focos de los coches que se cruzaran conmigo. Imposible sin mis preciosas gafas de sol, que yacían allá lejos, en algún lugar de las colinas.
Además, si abría la puerta del furgón, se encenderían las luces de la cabina. Y los dos hombres se darían cuenta.
Vendrían a buscarme.
Me matarían.
Se abrió la puerta trasera de la comisaría de policía y Manuel Ramírez salió al exterior.
Lewis Stevenson y el otro conjurado interrumpieron la conversación. A la distancia en la que me encontraba, me fue imposible discernir si Manuel conocía al calvo, aunque me pareció que solo se dirigía a su jefe.
Me resultaba imposible creer que Manuel -el buen hijo de Rosalía, el apenado viudo de Carmelita y padre amantísimo de Toby- formara parte de un asunto que implicaba asesinato y robo de cadáveres. No conocemos a la mayoría de las personas, no las conocemos de verdad, a pesar de lo profundamente que creamos percibir su interior. La mayoría de ellas son lagunas sombrías, con infinitas capas de partículas en suspensión, movidas por extrañas corrientes en las profundidades. Hubiera apostado mi vida que el corazón de aguas transparentes de Manuel no albergaba falsedad alguna.
Pero no quería poner en peligro su vida y si lo hubiera llamado para que revisara la parte trasera de la furgoneta blanca conmigo, para someter el vehículo a un exhaustivo trabajo forense, hubiera firmado su sentencia de muerte tanto como la mía. Seguro.
Stevenson y el calvo se volvieron bruscamente hacia el aparcamiento. Manuel les había hablado de mi llamada telefónica.
Me agazapé en la penumbra, entre el furgón blanco y el de la patrulla de playa.
Intenté leer la placa de licencia que había en la parte trasera del furgón. Aunque normalmente me molesta el exceso de luz, en esta ocasión me fastidió que hubiera demasiado poca.
Pasé frenéticamente la yema de los dedos por los siete números y las letras. Fui incapaz de memorizarlos con el sistema Braille de lectura, no era lo bastante rápido como para evitar que me descubrieran.
El calvo empezó a acercarse al furgón. Estaba casi a un paso. El calvo, el carnicero, el comerciante de cadáveres, el ladrón de ojos.
Agachado, volví a recorrer el camino por el que había llegado entre las hileras de furgones y coches estacionados, volví al callejón y luego me escabullí ocultándome entre las hileras de cubos de la basura, casi arrastrándome hasta un Dumpster; luego giré por una esquina y me metí en otro callejón, fuera del campo visual del edificio municipal. Me enderecé y eché a correr, tan rápido como el gato, deslizándome como un búho, una criatura de la noche, preguntándome si encontraría un refugio a salvo antes del amanecer o si tendría que seguir caminando a cielo abierto hasta quedar negro y retorcido bajo el progresivo calor del sol.
10
Podía llegar sano y salvo a casa, pero era consciente también de que sería una locura quedarme allí. Como había llegado en dos minutos a la comisaría de policía, esperarían al menos diez minutos más antes de que el jefe Stevenson comprendiera que debía de haberle visto con el hombre que había robado el cuerpo de mi padre.
Aun así, podían no ir a buscarme a casa. Todavía no representaba una amenaza seria, y era poco probable que lo fuera. No tenía ninguna prueba de lo que había visto.
Sin embargo, parecían dispuestos a tomar medidas extremas para evitar el descubrimiento de su inexplicable conspiración. No querrían dejar siquiera el más mínimo cabo suelto, lo que para mí significaba recibir un golpe en la nuca.
Pensé que encontraría a Orson en el vestíbulo cuando abrí la puerta principal y entré, pero no estaba esperándome. Lo llamé, pero no apareció. Si se hubiera acercado en la oscuridad, hubiera oído el sonido de sus patas contra el suelo.
Probablemente se encontraba en uno de sus momentos de malhumor. Casi siempre esta de buen humor, es juguetón y sociable, con la suficiente energía en la cola como para barrer todas las calles de Moonlight Bay. De vez en cuando, sin embargo, el mundo se le cae encima, y entonces se echa tan fláccido como una alfombra, con los ojos tristes abiertos pero fijos en algún recuerdo o visión perruna más allá de este mundo, sin emitir otro sonido que algún suave suspiro.
Algunas veces, aunque raras, he encontrado a Orson en un estado parecido a una honda depresión. Puede parecer un estado demasiado profundo para un perro, pero así es.
En cierta ocasión se sentó ante el espejo del armario de mi cuarto, y estuvo contemplando su reflejo durante casi media hora, una eternidad para la mente de un perro, que generalmente experimenta el mundo como una serie de curiosidades de dos minutos y entusiasmos de tres. No fui capaz de decir lo que le fascinaba de su imagen, aunque descarté la vanidad canina y la simple perplejidad, parecía lleno de pena, con las orejas caídas, el lomo abatido y la cola inmóvil. Juro que a veces sus ojos están llenos de lágrimas que apenas consigue reprimir.
– ¿Orson? -llamé.
El interruptor de la lámpara de araña de la escalera estaba preparado con un reóstato, igual que la mayoría de interruptores de toda la casa. Sintonice la mínima luz que necesitaba para subir las escaleras.
Orson no estaba en el rellano. No me estaba esperando en el zaguán del segundo piso.
Encendí una luz tenue en mi cuarto. Orson tampoco estaba allí.
Fui directamente a la mesilla de noche más próxima. Del cajón superior cogí un sobre en el que guardaba dinero suelto. Solo contenía ciento ochenta dólares, pero eso era mejor que nada. Aunque no sabía si iba a necesitar dinero en efectivo, pensé que era mejor estar preparado y me metí toda la suma en uno de los bolsillos de los téjanos.
Mientras cerraba el cajón, observé que había un objeto oscuro encima de la cama. Cuando lo cogí, me sorprendió comprobar que era lo que parecía una pistola.
No había visto aquella arma hasta entonces.
Mi padre nunca había tenido una pistola.
Actuando por instinto, volví a dejar la pistola y con una punta del cubrecama borre las huellas que había dejado en ella. Me entró la sospecha de que alguien me quería implicar en algo que no había hecho.
Aunque todos los televisores emiten radiaciones ultravioleta, he visto muchas películas durante años porque estoy a salvo si me sitúo lo bastante alejado de la pantalla. Conozco esas historias de hombres inocentes -desde Cary Grant y James Stewart hasta Harrison Ford- perseguidos implacablemente por crímenes que nunca cometieron y encarcelados con falsas pruebas.
Entré rápidamente en el cuarto de baño contiguo y encendí la bombilla de bajo voltaje. No había ninguna rubia muerta en la bañera.
Ni Orson tampoco.
Otra vez en el cuarto, me quedé allí muy quieto y escuche los sonidos de la casa. Si había entrado alguien, sólo era un fantasma que se movía en un silencio ectoplasmático.