Volví junto a la cama, dudé, cogí la pistola y la manipule torpemente hasta que saqué el cargador. Estaba cargada. Deslicé el cargador en la culata. Como era un inexperto en armas, encontré la pieza más pesada de lo que había esperado: al menos pesaba tres kilos.
Junto al lugar donde había encontrado la pistola, había un sobre blanco. Hasta entonces no me había dado cuenta.
Cogí un lápiz-linterna del cajón de la mesilla de noche y enfoque el sobre con el estrecho rayo. Era liso, a excepción de un nombre que llevaba impreso en la esquina superior izquierda: Thor’s Gun Shop de Moonlight Bay. El sobre abierto, que no llevaba ningún sello ni señal de correos, estaba un poco arrugado y punteado con unas curiosas muescas.
Cuando cogí el sobre, observé que tenía unas tenues manchas de humedad. Los papeles doblados de su interior estaban secos.
Examiné aquellos documentos a la luz del lápiz linterna. Reconocí la cuidadosa caligrafía de mi padre en la copia de papel carbón del formulario de solicitud, en el que certificaba a la policía local que no tenía antecedentes penales ni historial de enfermedad mental que le impidieran tener un arma de fuego. Además incluía una copia en papel carbón de la factura original del arma, indicando que era una Glock 17 de 9 milímetros y que mi padre había adquirido mediante un talón bancario.
La fecha de la factura me dio un escalofrío: el 18 de enero de hacía dos años. Mi padre había comprado la Glock precisamente tres días después de la muerte de mi madre en accidente de carretera en la Auto pista 1. Como si creyera que necesitaba protección.
En el estudio, al otro lado del pasillo, mi teléfono móvil se estaba recargando. Lo desenchufé y me lo colgué del cinturón, en la cadera.
Orson no estaba en el estudio.
Sasha había pasado por casa para ponerle la comida. Quizá se lo había llevado con ella. Si Orson estaba tan sombrío como cuando yo me había marchado al hospital -y sobre todo si había caído en uno de sus estados depresivos- Sasha no hubiera sido capaz de dejar solo al pobre animal, porque tiene tanta compasión como sangre en las venas.
Y si Orson se había ido con Sasha, ¿quien había trasladado la Glock de 9 milímetros desde la habitación de mi padre hasta mi cama? Sasha no. No conocía la existencia de la pistola y además nunca hubiera rebuscado entre las pertenencias de mi padre.
El teléfono del despacho estaba conectado a un contestador automático. Junto a la parpadeante luz de los mensajes, en la ventanilla del contador había registradas dos llamadas.
Según la hora y fecha del contestador automático, la primera llamada se había hecho tan sólo hacía media hora. Había durado dos minutos, aunque quien llamó no dijo una palabra.
Al principio, emitió unos profundos y lentos suspiros, como si poseyera el mágico poder de inhalar los innumerables olores de las habitaciones de mi casa desde el otro lado de la línea telefónica y con eso descubrir si yo estaba o no en casa. Después, empezó a emitir un sonido inarticulado como si hubiera olvidado que estaba siendo grabado y solamente murmurara para sí mismo como lo hace alguien que sueña despierto perdido en sus pensamientos. Murmuro una tonada que parecía improvisada, sin una melodía coherente, voló en espiral y bajó, pavorosa y repetitiva, como el canto que un loco debe oír cuando cree que los coros de los angeles de la destrucción le están cantando.
Hubiera asegurado que se trataba de un extranjero. Porque habría reconocido la voz de un amigo aunque sólo se tratara de un murmullo. No era alguien que había marcado un número equivocado, era alguien que estaba implicado en los acontecimientos que siguieron a la muerte de mi padre.
Cuando la llamada acabó, observé que tenía los puños cerrados. Y que estaba aguantando el aire dentro de los pulmones. Exhale una bocanada caliente y seca, aspire una fría y dulce, pero no pude abrir las manos todavía.
La segunda llamada, que se había producido tan solo unos minutos antes de entrar en casa, era de Angela Ferryman, la enfermera que había estado junto al lecho de mi padre. No se identificó, pero reconocí su voz fina y musical un mensaje acelerado como un pájaro cada vez más agitado brincando de una estaca a otra a lo largo de una valla.
– Chris, me gustaría hablar contigo. Tengo que hablar contigo. Pronto. Esta noche. Si puedes, esta noche. Estoy en el coche, de camino a casa. Ya sabes dónde vivo. Ven a verme. No me llames por teléfono. No confío en los teléfonos. Ni en esta llamada. Pero tenemos que vernos. Entra por la puerta de atrás. No importa lo tarde que sea, ven de todas formas. No estaré dormida. No puedo dormir.
Grabé un nuevo mensaje en el contestador. Escondí el casette original bajo las arrugadas hojas de papel de escribir en la papelera que había junto a mi escritorio.
Aquellas dos breves grabaciones no convencerían a un poli o a un juez. Sin embargo, eran las únicas muestras de evidencia que poseía para indicar que algo extraordinario me estaba sucediendo, algo aún más extraordinario que mi nacimiento en este minúsculo castillo sin luz. Más extraordinario que sobrevivir veintiocho años sano y salvo con el xeroderma pigmentosum.
Permanecí en casa menos de diez minutos. Pero ya había dilatado demasiado mi permanencia allí.
Mientras buscaba a Orson, esperaba también oír que alguien forzaba la puerta, el sonido de unos cristales rotos en el piso de abajo y luego unos pasos en las escaleras. La casa permaneció en silencio, pero era un silencio trémulo como la tensa superficie de un estanque.
El perro no estaba tumbado en la habitación o en el cuarto de baño de mi padre. Tampoco en el vestidor.
A medida que pasaban los segundos crecía mi preocupación por el chucho. Quienquiera que hubiera dejado la pistola Glock de 9 milímetros encima de mi cama, podía haberse llevado o haber hecho daño a Orson.
Volví a mi habitación y cogí otro par de gafas de sol del cajón del buró. Estaban dentro de una funda blanda con un cierre de velero y guarde ésta en el bolsillo de la camisa.
Eché un vistazo al reloj de pulsera, en el que las horas resaltaban con unos diodos que emitían luz.
Apresuradamente devolví la factura y el cuestionario de la policía al sobre de la Thor’s Gun Shop. Ignoraba si podía tratarse de una prueba más o si tan sólo era una mera tontería, pero lo escondí entre el colchón y el somier de la cama.
La fecha de compra parecía significativa. De repente todo parecía significativo.
Cogí la pistola. Quizás había estallado una guerra, como en las películas, y el arma me dio seguridad. Esperaba saber cómo utilizarla.
Los bolsillos de la chaqueta de cuero eran lo suficientemente profundos para disimular el arma. Se hundió en el bolsillo derecho no como el peso de acero muerto sino como algo ligero, como una serpiente inerte, aunque no dormida del todo. Al moverme culebreaba lentamente gruesa y perezosa, una maraña escurridiza de grandes espirales.
Cuando iba a bajar las escaleras para buscar a Orson, recordé una noche del mes de julio cuando lo vi desde la ventana de mi cuarto sentado en la parte trasera de la casa. Con la cabeza inclinada hacia la izquierda, el hocico hacia la brisa, contemplaba inmóvil algo que le llamaba la atención en el cielo, sumergido en uno de sus humores más perturbadores. No aullaba y en ningún momento el cielo del verano se había quedado sin luna, el sonido que emitió no fue un gemido, ni un lloriqueo, sino un plañido de un carácter singular e inquietante.
Levanté la persiana de la misma ventana y lo vi en el patio, muy ocupado excavando un agujero en el césped plateado por la luna. Era extraño, porque era un perro de buen comportamiento y no un excavador.
Cuando miré hacia abajo, Orson abandono el trozo de tierra que había estado arañando con furia, se movió unos centímetros hacia la derecha y empezó a cavar otro agujero. Su comportamiento estaba dominado por una especie de frenesí.