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Cuando solté el collar, avanzo por el césped y luego se detuvo a poca distancia del porche. Se quedo allí atento, con la cabeza levantada, completamente inmóvil, alerta.

– ¿Que pasa, colega? -murmuré.

A una distancia de quince o veinte pies, sin brisa y en el silencio de la noche, apenas pude oír su gruñido.

Antes, cuando salí de casa, había cerrado todos los interruptores, dejando detrás de mí las habitaciones a oscuras. Todo estaba oscuro y no vi ningún rostro fantasmal en ninguno de los paños.

Pero Orson sintió algo, porque empezó a alejarse de la casa. De pronto dio la vuelta rápidamente y con la agilidad de un gato vino disparado hacia mí.

Aparte la bicicleta de su lado y la dejé sobre las ruedas.

Con la cola baja, aunque no entre las patas, las orejas aplastadas contra la cabeza, Orson se dirigió a la puerta trasera.

Confiando en los sentidos del perro, me reuní con él junto a la puerta. La propiedad está rodeada por una valla de cedro plateado tan alta como yo y la puerta también es de cedro. Sentí el frío de la aldabilla en los dedos. La corrí despacio y maldije en silencio el chirrido de la bisagra.

Más allá de la puerta hay un sendero de tierra batida bordeado de casas por un lado y un estrecho bosquecillo de viejos eucaliptos australianos por el otro. Mientras atravesaba la puerta pensé que quizás alguien nos estaba esperando, pero el sendero estaba desierto.

Hacia el sur, más allá del bosquecillo de eucaliptos, hay un campo de golf y luego el Moonlight Bay Inn y el Country Club. A aquellas horas de un viernes por la noche, visto a través de los troncos de los altos árboles, el campo de golf era tan negro y ondulante como el mar, y el brillo de las ventanas ambarinas del hotel parecía el de los portales de un magnífico crucero con destino al lejano Tahití.

A la izquierda, el sendero ascendía por la colina y se dirigía hacia el centro de la ciudad, y finalmente acababa en el cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette. A la derecha, bajaba hacia los llanos, el puerto y el Pacífico.

Cambié de marcha y pedaleé colina arriba, hacia el cementerio, con el perfume de los eucaliptos recordándome la luz en la ventana de un crematorio y a una joven y bella madre yaciendo muerta sobre la camilla de la funeraria, pero con el buen Orson trotando junto a la bicicleta y con los tenues acordes de la música de baile del hotel del campo de golf, y con el llanto de un bebe en la casa de uno de nuestros vecinos a mi izquierda, el peso de la Glock en el bolsillo y los chotacabras sobre mi cabeza capturando insectos con sus afilados picos: la vida y la muerte reunidas en la trampa de tierra y cielo.

11

Quería hablar con Angela Ferryman porque su mensaje en el contestador automático me pareció lleno de prometedoras revelaciones. Y me sentía inclinado a recibirlas.

Pero primero tenía que llamar a Sasha, que esperaba recibir noticias de mi padre.

Me detuve en el cementerio de St. Bernadette, uno de mis lugares favoritos, un refugio de oscuridad en las inmediaciones de uno de los lugares más iluminados de la ciudad. Los troncos de seis robles gigantes se elevan como columnas, soportando un techo formado por las ramas entrecruzadas, y el silencioso espacio inferior se extiende en pasillos semejantes a los de una biblioteca, las lápidas sepulcrales son como hileras de libros que llevan los nombres de quienes han sido borrados de las páginas de la vida, que pueden haberse olvidado en otros lugares pero son recordados aquí.

Orson merodeaba cerca, olisqueando el rastro de las ardillas que, durante el día, reunían bellotas entre las tumbas. No era un cazador persiguiendo a su presa, sino un colegial satisfaciendo su curiosidad.

Cogí el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón y marqué el número del móvil de Sasha Goodall. Respondió a la segunda llamada.

– Papá se fue -mis palabras significaban más de lo que ella imaginaba.

Antes de que mi padre muriera, Sasha ya había expresado su pena. Ahora bajó la voz y manifestó un dolor tan bien controlado que sólo yo debí de oírla.

– ¿Ha… ha sido fácil?

– Sin dolor.

– ¿Estaba consciente?

– Sí. Hemos podido despedirnos.

«No tengas miedo».

– La vida apesta -dijo Sasha.

– Estas son las reglas -repuse-. Para entrar en el juego, tenemos que avenirnos a abandonarlo un día.

– Sigue apestando. ¿Estás en el hospital?

– No. Por ahí. Vagando. Descargando energía ¿Y tú dónde estás?

– En el Explorer. Voy a almorzar al Pinkie’s Diner y a trabajar un poco en mis notas para el espectáculo.

Le tocaba estar en el aire al cabo de tres horas y media.

– Podría comprar algo y comemos juntos por ahí.

– La verdad es que no tengo hambre -repuse con sinceridad-. Te veré más tarde.

– ¿Cuando?

– Ve a tu casa por la mañana, cuando salgas del trabajo. Estaré allí. Si te parece bien.

– Perfecto. Te quiero, Snowman.

– Te quiero -contesté.

– Es nuestro pequeño mantra.

– Es nuestra verdad.

Apreté el botón de fin en el panel del aparato, lo desconecté y me lo volví a colgar del cinturón.

Cuando salí pedaleando del cementerio, mi compañero de cuatro patas me siguió, aunque algo reacio al principio. Iba con la cabeza llena de misteriosas ardillas.

Me dirigí a casa de Angela Ferryman tan rápido como me fue posible, por caminos en los que era fácil no encontrar mucho tráfico y por calles con farolas bien espaciadas. Cuando no tenía otra elección y pasaba bajo racimos de bombillas, pedaleaba fuerte.

Orson adaptaba su paso al mío. Parecía mas feliz que antes, ahora que podía trotar a mi lado, más negro que la sombra que yo proyectaba.

Sólo nos cruzamos con cuatro vehículos y cada vez aparté la vista y mire hacia otro lado para evitar las luces delanteras.

Angela vivía en un barrio lujoso, en un encantador chalet de estilo español resguardado bajo magnolios que todavía no habían florecido. En las habitaciones delanteras no había luz.

Entré por una puerta lateral que estaba abierta y que daba a un cenador cubierto. Las paredes y el techo arqueado del cenador estaban entretejidas con jazmín. En verano, las finas flores blancas de cinco pétalos debían de amontonarse con tanta abundancia que la celosía parecería envuelta en múltiples capas de encaje. En esta época del año, las hojas verde oscuro se animaban con capullos como girándulas.

Mientras aspiraba profundamente la fragancia del jazmín, saboreándola, Orson estornudó dos veces.

Saqué la bicicleta de la glorieta, la llevé a la parte trasera del chalet y la apoyé contra uno de los postes de madera roja que sostenían la cubierta del patio.

– Vigila -le dije a Orson- Es importante. Y muy serio.

Se esponjó como si comprendiera el encargo. Quizá lo comprendió, no importa lo que dijeran Bobby Halloway y el racionalismo.

Tras las ventanas de la cocina y las cortinas translúcidas observé el lento parpadeo de la luz de una vela.

La puerta tenía cuatro pequeños paños de cristal. Di unos suaves golpecitos en uno de ellos.

Angela Ferryman apareció detrás de la cortina. Sus inquietos ojos se clavaron en mí y luego se dirigieron rápidamente al patio, como para asegurarse de que venía solo.

Me introdujo en el interior y cerró la puerta detrás de nosotros, se comportaba como si formáramos parte de una conspiración. Ajustó la cortina hasta convencerse de que no quedaba ningún resquicio por el cual pudieran espiarnos.

En la cocina la temperatura era agradable, pero Angela llevaba encima no sólo una sudadera gris sino también un jersey de lana azul marino. El jersey de punto podía ser de su difunto marido porque le llegaba hasta las rodillas y los hombros hasta los codos. Se había enrollado las mangas y las vueltas eran tan gruesas como grandes esposas de acero.