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Me quedé callado para darle tiempo. El brandy era excelente.

– Será mejor que te lo cuente y ha de ser ahora. No tengo mucho tiempo. Me estoy transformando.

– ¿Transformando?

– Lo siento. Ignoro quién seré dentro de un mes o de seis meses. Alguien que no quisiera ser. Alguien que me aterroriza.

– No te comprendo.

– Lo sé.

– ¿Cómo puedo ayudarte? -pregunté.

– Nadie puede ayudarme. Ni tú. Ni yo. Ni siquiera Dios -apartó la vista de las velas y la fijó en el líquido dorado que había en su vaso. Habló en voz baja, pero con furia- Es una estafa, Chris, la mayor estafa que se haya hecho nunca. Por culpa del orgullo, la arrogancia, la envidia lo estamos perdiendo todo. Oh, Dios, lo estamos perdiendo, y no se puede retroceder, y deshacer lo que ya se ha hecho.

Aunque no farfullaba, sospeché que había bebido más de un vaso de brandy de albaricoque. Intenté consolarla pensando que la bebida la hacía exagerar, que fuera cual fuese la catástrofe que percibía, no era un huracán sino tan solo una ventolera magnificada por una leve embriaguez.

Sin embargo, ahora podía soportar el calor de la cocina y del cordial. No hacia mucho quería quitarme la chaqueta.

– No puedo detenerles -dijo-. Pero puedo dejar de guardar el secreto. Tienes derecho a saber lo que ha sucedido con tus padres, Chris, aunque te cause dolor. Aunque tu vida haya sido bastante difícil.

A decir verdad no creo que mi vida haya sido especialmente difícil. Ha sido diferente Si hubiera sentido rabia contra esta diferencia y me hubiera pasado las noches anhelando la denominada normalidad, entonces mi vida hubiera sido tan dura como el granito y me hubiera roto como él. Al abrazar la diferencia, eligiendo avanzar con ella, permití que la vida no fuera mas difícil que la de la mayoría y mas fácil que la de algunos.

No le dije nada de esto a Angela. Si estas revelaciones las hacía motivada por la piedad, entonces transformaría mis facciones en una mascara de sufrimiento y me presentaría como la imagen de la tragedia. Sería Macbeth. Sería el loco Lear. O Schwarzenegger en Terminator 2, destinado al tanque de acero fundido.

– Tienes muchos amigos… pero existen enemigos que no sabes que lo son -siguió diciendo Angela- Hijos de puta peligrosos. Algunos de ellos son extraños. Se han transformado.

Aquella palabra otra vez. Transformado.

Me froté la nuca y observé que las arañas que notaba eran imaginarias.

– Si quieres tener una oportunidad… cualquier oportunidad… tienes que saber la verdad. Me he estado preguntando como empezar, como contártela. Y creo que debería empezar por el mono -dijo.

– ¿El mono? -repetí, convencido de que no la había oído bien.

– El mono -confirmo.

En aquel contexto, el mundo había adquirido una comicidad tal, que dudé otra vez de la sobriedad de Angela.

Cuando levantó la vista del vaso, sus ojos eran un pozo de desolación en el que yacía ahogada alguna parte vital de la Angela Ferryman que yo conocía desde que era niño. Cuando nuestras miradas se cruzaron -triste resplandor gris la de ella- sentí que se me contraía el cogote y ya no encontré ninguna comicidad en la palabra mono.

12

– Fue en la víspera de Navidad de hace cuatro años -dijo-. Alrededor de una hora después de la puesta del sol. Estaba en la cocina horneando galletas. Utilizaba los dos hornos. Galletas de chocolate en uno. Las de nueces y avena en el otro. En la radio, alguien parecido a Johnny Mathis estaba cantando Silver Bells.

Cerré los ojos para imaginarme la cocina en aquella Nochebuena. Y tener una excusa para evitar la mirada inquieta de Angela.

– Rod iba a llegar a casa en cuestión de minutos, no teníamos trabajo en todo el fin de semana.

Rod Ferryman era su marido.

Hacia unos tres años y medio, seis meses después de la víspera de Navidad de la que Angela me estaba hablando, Rod se había suicidado disparándose un tiro en el garaje de su casa. Los amigos y los vecinos se quedaron atónitos, Angela estaba destrozada. Era un hombre sociable, con mucho sentido del humor, fácil de contentar, alegre, sin problemas aparentes que pudieran llevarle a quitarse la vida.

– Aquel día había adornado el árbol de Navidad -dijo Angela-. Íbamos a cenar a la luz de las velas, a abrir una botella de vino y luego veríamos ¡Que bello es vivir! Nos gustaba la película. Habíamos comprado muchos regalos, muchos regalitos. La Navidad era la época del año que mas nos gustaba y éramos como niños con los regalos.

Calló.

Cuando levanté la vista, observe que había cerrado los ojos. A juzgar por su expresión desencajada, sus recuerdos discurrían desde aquella noche de Navidad a la tarde del mes de junio siguiente, cuando encontró el cuerpo de su mando en el garaje.

La luz de las velas se reflejaba en sus parpados.

Abrió los ojos, pero durante un rato permanecieron fijos en una visión lejana. Sorbió un poco de brandy.

– Era feliz -dijo-. El aroma de las galletas. La música de Navidad.

Y la floristería había enviado una enorme flor de pascua de parte de mi hermana Boone. Estaba allí, al final del mostrador, tan roja y hermosa. Me sentía feliz, feliz de verdad. Sería la última vez que me iba a sentir feliz, la última vez que lo sería. Y estaba poniendo la masa de las galletas con una cuchara en una bandeja de hornear, cuando escuche aquel sonido a mis espaldas, un ligero chirrido, luego algo parecido a un suspiro y cuando me volví, había un mono sentado en esta mesa.

– Dios del cielo.

– Un mono rhesus con esos ojos horribles amarillo oscuro. No eran unos ojos normales. Eran extraños.

– ¿Rhesus? ¿Distingues las especies?

– Para pagarme la escuela de enfermería trabajé de ayudante en un laboratorio científico, en UCLA. El rhesus es uno de los monos que se utilizan habitualmente en los experimentos. Allí había un montón.

– Y de pronto uno de ellos estaba aquí sentado.

– Había un bol con fruta encima de la mesa, con manzanas y mandarinas. El mono estaba pelando y comiéndose una mandarina. Con gran sentido del orden, aquel gran mono colocaba las pieles ordenadamente en un montoncito.

– ¿Grande?

– Probablemente estas pensando en un mono de organillero, una de esas cositas diminutas y encantadoras. Los rhesus no son así.

– ¿Cómo son?

– Probablemente miden unos sesenta centímetros y pueden pesar once kilos.

Un mono de ese tamaño parecería enorme si te lo encontraras inesperadamente encima de la mesa de la cocina.

– Te debiste quedar sorprendida -dije.

– Más que sorprendida. Un poco asustada. Se lo fuertes que son esos jodidos para su tamaño. En general son pacíficos, pero si te encuentras uno con una vena de loco, entonces es un peligro real.

– No es el tipo de mono que quieres como mascota -comenté.

– Dios, no. Nadie normal lo querría, al menos según mi opinión. Bueno, admitiré que el rhesus a veces puede ser encantador, con su carita pálida y ese collarín de piel. Pero ese no era encantador -era evidente que lo estaba viendo en su interior- No, ese no.

– ¿De dónde había salido?

En lugar de responder, Angela se enderezo en la silla, irguió la cabeza y aguzo el oído. No escuché nada fuera de lo habitual.

Al parecer ella tampoco. Sin embargo, cuando volvió a hablar estaba tensa. Sus finas manos sujetaban el vaso de cordial como garras.

– No sé cómo entró en la casa. No fue un mes de diciembre muy caluroso. Ni las ventanas ni las puertas estaban abiertas.

– ¿No lo oíste entrar en la habitación?

– No. Hacía ruido con las bandejas de las galletas y con los cuencos de la pasta. Sonaba música en la radio. Pero hacía uno o dos minutos que el condenado se había sentado en la mesa, porque cuando me di cuenta que estaba ahí ya se había comido media mandarina.