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– Peor aún -dijo con expresión enigmática, subiéndose de nuevo las vueltas del jersey.

– ¿Peor que la rabia? -pregunté.

– Así es que me quedé delante de la nevera, con el labio sangrando, asustada, procurando pensar qué hacer, cuando Rod llego del trabajo, entró por la puerta de atrás, silbando, y se encontró con el fregado. Sin embargo no hizo nada de lo que yo esperaba que hiciera. Se sorprendió… pero no se sorprendió. Le sorprendió ver aquí al mono, claro, pero no le sorprendió el mono. Lo que le alarmó fue verlo aquí ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Creo que sí.

– Rod, maldita sea, conocía a ese mono. No dijo «¿Un mono?» Ni dijo «¿De dónde demonios ha salido este mono?» Sino, «Oh, Jesús». Sólo «Oh, Jesús». Hacía frío aquella noche, amenazaba lluvia, llevaba un impermeable, sacó una pistola de uno de los bolsillos, como si eso fuera lo más normal. Quiero decir que venía del trabajo, de uniforme, pero no se lleva un arma en el despacho. Estamos en tiempos de paz. No estamos en zona de guerra, gracias a Dios. Estaba destinado a las afueras de Moonlight Bay, trabajaba en una oficina, rellenaba cuestionarios y se quejaba de aburrimiento, hacía su trabajo y esperaba la jubilación, y de pronto resulta que lleva una pistola cuya existencia yo ignoraba hasta ese momento.

El coronel Roderick Ferryman, oficial del Ejército de Estados Unidos, estaba destinado en Fort Wyvern, que durante mucho tiempo había sido una de las máquinas económicas que impulsaron el condado. La base había sido cerrada hacía dieciocho meses y permanecía abandonada, uno de los muchos centros militares que se desmantelaron cuando acabó la Guerra Fría. Aunque yo conocía a Angela desde niño -y desde hacia mucho menos a su marido-, nunca había sabido qué era exactamente lo que hacía el coronel Ferryman en el ejército.

Quizás Angela tampoco lo supiera. Hasta que volvió a casa aquella víspera de Navidad.

– Rod sostenía el arma en la mano derecha con el brazo estirado y rígido, el orificio apuntando al mono y parecía más asustado que yo.

Y ceñudo. Los labios apretados. Había desaparecido todo el color de su rostro, parecía el de un muerto. Me miró, miró el labio que comenzaba a hincharse y la sangre que me cubría la barbilla, no hizo ninguna pregunta y volvió al mono, temeroso de perderlo de vista. El mono cogió la última mandarina pero no la comió. Miraba fijamente el arma. Rod dijo «Angie, ve al teléfono. Marca el número que te voy a dar».

– ¿Recuerdas el numero? -pregunte.

– Ya no importa. No esta en servicio. Lo reconocí porque tenía los mismos tres primeros dígitos que el de su despacho en la base.

– Te dio un número de Fort Wyvern.

– Sí Pero el tipo que contesto no se identifico ni dijo a qué oficina pertenecía. Sólo respondió con un «diga» y yo le dije que llamaba el coronel Ferryman. Entonces Rod cogió el teléfono con la mano izquierda y sostuvo la pistola con la derecha. Le dijo al tipo «Acabo de encontrarme al rhesus en mi casa, en mi cocina». Escuchó la respuesta sin apartar la vista del mono y luego añadió «Al infierno si lo sé, pero está aquí, delante de mí, y necesito ayuda para trasladarlo».

– ¿Y el mono lo presenció todo?

– Cuando Rod colgó el aparato, el mono apartó sus horribles ojitos del arma, clavó la vista en él, una mirada de desafío y de enfado, y luego lanzó ese sonido perverso, esa tremenda risita que te ponía la piel de gallina. Luego pareció perder todo interés en Rod y en mí y en el arma. Se comió el último gajo de la mandarina y empezó a pelar la otra.

Cuando levanté el vaso con el licor que me había servido antes pero que todavía no había probado, Angela volvió a la mesa y cogió su vaso medio vacío. Me sorprendió que hiciera chocar su vaso contra el mío.

– ¿Por quién brindamos? -pregunté.

– Por el fin del mundo.

– ¿Por fuego o por hielo?

– Por nada agradable.

Estaba tan seria como una piedra.

Sus ojos tenían el color del acero inoxidable bruñido de los cajones de la cámara frigorífica del Mercy Hospital y su mirada era demasiado fija hasta que, afortunadamente, la apartó de mí y la clavó en el vaso de licor que tenía en la mano.

– Cuando Rod colgó el aparato, me pidió que le contara lo que había pasado y yo lo hice. Me hizo cientos de preguntas, sobre la herida del labio, sobre si el mono me había tocado, me había mordido, como si le costara creer que lo había hecho con la manzana. Pero no respondió a ninguna de mis preguntas. Sólo me dijo «Angie, no quieras saber». Y yo claro que quería saber, pero entendí lo que quería decirme.

– Información privilegiada, secreto militar.

– Mi marido había participado en unos delicados proyectos, asuntos de seguridad nacional, y yo pensé que esto era lo que había detrás de todo. Me dijo que no podía hablar de ello. Ni conmigo. Ni con nadie de fuera de la oficina. Ni una palabra.

Angela siguió mirando fijamente su brandy y yo di un sorbo al mío. No me gustó tanto como antes. Esta vez detecté un amargor subyacente, que me recordó que los huesos de albaricoque son una fuente de cianuro.

Brindar por el fin del mundo hace ver las cosas por su lado más oscuro, hasta en el caso de una humilde fruta.

Apoyándome en mi incorregible optimismo, tomé otro largo trago del licor de albaricoque y me concentré en saborear el aroma que antes me había gustado.

– No habían pasado quince minutos cuando tres tipos respondieron a la llamada de Rod. Al parecer venían de Wyvern en una ambulancia o algo que les servía de pantalla, aunque no se oyó ninguna sirena. Tampoco vestían uniforme alguno. Dos de ellos entraron por la puerta de atrás que estaba abierta y luego en la cocina, sin llamar. El tercer tipo debió de abrir con una ganzúa la puerta principal y entró, silencioso como un fantasma, porque sus pasos en el comedor se oyeron a la vez que los otros dos entraban por la parte de atrás. Rod seguía apuntando al mono con la pistola (los brazos le temblaban de cansancio) y aquellos tres llevaban pistolas con dardos anestésicos.

Pensé en la silenciosa calle a la luz de las farolas de allá afuera, en la encantadora arquitectura de la casa, en la pareja de magnolios, en la glorieta con jazmín trepador. Nadie que pasara por ese lugar aquella noche hubiera podido imaginar el extraño drama que se estaba desarrollando en el interior de aquellas paredes de estuco.

– Parecía que el mono los estuviera esperando -dijo Angela-, no le afectó y ni siquiera intentó escapar. Uno de ellos le disparó un dardo. Enseñó los dientes y emitió un silbido, pero no intento arrancarse la aguja. Dejó caer lo que quedaba de la segunda mandarina, se esforzó por tragar el trocito que tenía en la boca y luego se acurrucó sobre la mesa, suspiró y se quedó dormido. Se marcharon con el mono y Rod se fue con ellos. Nunca volví a ver al mono. Rod no volvió a casa hasta las tres de la mañana, cuando la Nochebuena ya había pasado, no intercambiamos los regalos hasta el último día de las fiestas de Navidad, pero entonces ya estábamos en el infierno y nada iba a ser lo mismo. No había salida, y yo lo sabía.

Finalmente se bebió el brandy que le quedaba y dejó el vaso sobre la mesa con tanta fuerza que sonó como un disparo.

Hasta ese momento había manifestado una tristeza y una melancolía tan profundas como un cáncer de huesos. Después expreso un enfado procedente de una fuente aun mas honda.

– Al día siguiente de Navidad tuve que dejarles que tomaran sus malditas muestras de sangre.

– ¿A quien?

– A los del proyecto en Wyvern.

– ¿Proyecto?

– Una vez al mes desde entonces… sus muestras. Como si mi cuerpo no me perteneciera, como si hubiera tenido que pagar un alquiler en sangre para que se me permitiera seguir viviendo.

– Hacia un año y medio que Wyvern estaba cerrada.

– No del todo. Algunas cosas no mueren. No pueden morir. No importa cuanto desees que mueran.