Aunque estaba extremadamente delgada, Angela siempre había sido una mujer hermosa. Piel de porcelana, rostro agraciado, pómulos altos, nariz escultural, unos labios generosos que equilibraban las otras líneas verticales de la cara y regalaban abundantes sonrisas, y estas cualidades, unidas a un corazón desprendido, la hacían encantadora, a pesar de que tuviera la piel demasiado cerca del hueso y su esqueleto mal disimulado no produjera la ilusión de inmortalidad que proporciona la carne. Pero ahora su rostro era duro, frío y desagradable, con los ángulos firmemente marcados por la afilada rueda de la ira.
– Si me hubiera negado a darles la muestra de sangre mensual, me hubieran matado. Estoy segura. O me hubieran encerrado en algún hospital secreto donde me hubieran vigilado de cerca.
– ¿La muestra de sangre para que? ¿De que tenían miedo?
Fue a decir algo, pero luego apretó los labios.
– ¿Angela?
Yo me hacía un análisis mensual de sangre con el doctor Cleveland y a menudo Angela me hacia la extracción. En mi caso era para un procedimiento experimental que podría detectar los primeros indicios de cáncer de piel y de ojos a través de sutiles cambios en la química de la sangre. Aunque la extracción de sangre era indolora y era por mi bien, me molestaba por lo que representaba y podía imaginarme mi resentimiento si fuera un acto obligatorio en lugar de voluntario.
– Quizá no debería decírtelo. Pero tienes que saberlo para defenderte. Contártelo todo es como encender una mecha. Más pronto o más tarde todo tu mundo estallara.
– ¿Es que el mono tenía alguna enfermedad?
– Ojala hubiera sido eso. Quizás ahora estaría curada. O muerta. La muerte es mejor que lo que va a venir.
Alzó el vaso de licor, apretó el puño a su alrededor y por un momento pensé que lo arrojaría al otro lado de la habitación.
– El mono no me mordió -insistió-, no me araño, ni siquiera me tocó, por Dios. Pero no me creyeron. Tampoco estoy segura de que Rod me creyera. No me dieron ninguna opción. Ellos me… Rod me esterilizó.
Las lagrimas llenaron sus ojos, contenidas y brillantes como las luces votivas en los candelabros de cristal rojo.
– Entonces tenía cuarenta y cinco años -dijo-, no he tenido un hijo porque desde entonces soy estéril. Lo intentamos (especialistas en fertilidad, terapia hormonal, todo, todo) y nada sirvió.
Oprimido por el sufrimiento que delataba la voz de Angela, no me podía quedar sentado en la silla contemplándola pasivamente. Sentí el impulso de levantarme y rodearla con los brazos. Ser yo la enfermera esta vez.
Cuando volvió a hablar la voz le temblaba de rabia.
– Y cuando aquellos hijos de puta me hubieron hecho la operación, una operación permanente, no me ligaron las trompas sino que me sacaron los ovarios, me cortaron, me cortaron toda esperanza -la voz casi se le quebró, pero ella cobro fuerzas- Tenía cuarenta y cinco años y guardaba cierta esperanza, o al menos pretendía tenerla. Pero cuando me lo extirparon todo… Aquella humillación, aquella desesperanza. Y ni siquiera me dijeron por qué. Rod me llevó a la base al día siguiente de Navidad supuestamente para que me hicieran unas preguntas acerca del mono, de su comportamiento. No me dio ningún detalle. Estuvo muy misterioso. Me llevo a aquel sitio… aquel sitio del que ni siquiera la mayor parte de empleados en la base conocían su existencia. Me sedaron contra mi voluntad y llevaron a cabo la operación sin mi permiso. Cuando todo hubo acabado aquellos hijos de puta ¡ni siquiera me dijeron por que!
Aparté la silla de la mesa y me puse de pie. Sentía un dolor persistente en los hombros y las piernas debilitadas. Jamás hubiera imaginado que iba a escuchar una historia de ese calibre.
Aunque quería consolarla, no intente acercarme a Angela. Seguía agarrando con fuerza su vaso de licor. La mueca de ira había transformado su hermoso rostro en una colección de cuchillos. Imaginé que no desearía que la tocara en ese momento.
Permanecí de pie ante la mesa, con una sensación de embarazo, durante unos segundos que me parecieron interminables sin saber que hacer. Después me dirigí a la puerta de atrás y volví a comprobar que el cerrojo estuviera pasado.
– Se que Rod me quería -dijo aunque la ira de su voz no se había suavizado-. Todo aquello le rompió el corazón, se lo rompió por completo, por todo lo que tuvo que hacer. Le rompió el corazón tener que cooperar con ellos y hacerme la operación. Después ya no fue el mismo.
Me volví y vi que tenía el puño levantado. Los cuchillos de su rostro brillaban a la luz de las velas.
– Sus superiores sabían lo unidos que siempre habíamos estado Rod y yo, sabían que él no tenía secretos para mí, no si yo iba a sufrir por ello.
– Sabían que a la larga él te lo contaría todo -convine.
– Sí. Y yo le perdoné, le perdone sinceramente lo que había hecho conmigo, pero él seguía desesperado. Yo nada podía hacer para aliviarle. Estaba tan hundido en la desesperación… y sufría tanto -ahora su ira se había transformado en lástima y piedad- Sufría tanto que nada podía aliviarle. Y finalmente se suicidó… y cuando murió me quedé sin nada.
Bajo el puño. Lo abrió. Se quedó mirando fijamente el vaso de licor y luego lo dejó con cuidado sobre la mesa.
– ¿Angela, qué pasaba con el mono? -pregunté.
No contestó.
Las imágenes de las llamas de las velas danzaban en sus ojos. Su rostro solemne parecía el sepulcro de piedra de una diosa muerta.
Repetí la pregunta.
– ¿Qué pasaba con el mono?
Cuando finalmente habló, la voz de Angela era casi como un murmullo.
– No era un mono.
Sabía que la había oído bien, y, sin embargo, sus palabras carecían de sentido.
– ¿No era un mono? Pero si has dicho.
– Parecía un mono.
– ¿Parecía?
– Y era un mono, desde luego.
Aunque seguí sin comprender, no dije nada.
– Lo era y no lo era -murmuró- Esto es lo que pasaba con él.
No me pareció que razonara bien. Empecé a preguntarme si su extraordinaria historia era más producto de la fantasía que de la verdad, y si era consciente de la diferencia.
Apartó la vista de las velas y me miró directamente. Ya no estaba enfadada, pero tampoco había recuperado su expresión encantadora. Tenía el rostro lleno de sombras.
– Quizá no debería haberte llamado. La muerte de tu padre me ha afectado y no pensaba con claridad.
– Me has dicho que tenía que saber… para defenderme.
Asintió.
– Así es. Es verdad. Tienes que saber. Estás amenazado. Tienes que saber quién te odia.
Alargué la mano hacia ella, pero no la toqué.
– Angela -le supliqué- Quiero saber que es lo que les ha sucedido a mis padres.
– Están muertos. Se han ido. Los quería, Chris, eran amigos, pero se han ido.
– Pero tengo que saber…
– Si crees que alguien ha de pagar por su muerte… debes comprender que nadie lo hará. No mientras vivas. No importa las verdades que conozcas, nadie pagara por ello. Aunque intentes que así sea.
Entonces me di cuenta de que mi mano se había cerrado en un puño sobre la mesa.
– Ya veremos -dije después de un silencio.
– Esta tarde he dejado mi trabajo en el Mercy Hospital -cuando reveló la triste noticia se encogió, parecía una niña vestida con ropas de adulto, aquella niña que llevaba te helado, la medicina y las píldoras a su madre enferma- Ya no soy enfermera.
– ¿Y que vas a hacer?
No respondió.
– Era lo que siempre habías querido ser -le recordé.
– Esto ahora carece por completo de importancia. Curar heridas en la guerra es un trabajo vital. Curar heridas en medio del apocalipsis, es una locura. Además, me estoy transformando. Me estoy transformando. ¿No lo ves?
La verdad es que yo no lo veía.
– Me estoy transformando. En otra yo. Otra Angela. En alguien que no quiero ser. En algo que no me atrevo a pensar.