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– Sólo la muerte me saca a la luz del día.

– Pero te ha quedado una cicatriz muy sexy -dijo ella.

– ¿Tú crees?

– Me gusta besarla, ¿no es cierto?

– Siempre me he preguntado por qué.

– Tu cicatriz me conmueve profundamente -aclaró ella- Podrías haber muerto.

– No lo hice.

– La beso como si dijera una oración de acción de gracias. Porque estás conmigo.

– O porque te excita sexualmente la deformidad.

– Huevón.

– Seguro que tu madre no te enseño este lenguaje.

– Fueron las monjas de la escuela parroquial.

– ¿Sabes lo que quiero? -dije.

– Hace casi dos años que estamos juntos. Sí, creo que sé bien lo que quieres.

– Quiero que nunca interrumpas mi inercia.

– ¿Por qué debería hacerlo? -inquirió.

– Exacto.

A pesar de la armadura de ropa y loción, detrás de las sombras que protegían mis sensibles ojos de los rayos ultravioleta, me acobardaba percibir el día a mi alrededor. Me sentía como una frágil cáscara de huevo sobre la que se ha hecho presión.

Sasha era consciente de mi gran desasosiego, pero hacía ver que no se daba cuenta. Para distraerme de la amenaza y de la infinita hermosura del mundo iluminado por el sol, hizo lo que hace tan bien y es típico de Sasha.

– ¿Donde estarás después? -me pregunto- Cuando todo haya pasado.

– En el supuesto que pase. Las cosas podrían ser peor.

– ¿Dónde estarás cuando yo esté en el aire?

– Pasada medianoche probablemente con Bobby.

– Procura que conecte la radio.

– ¿Vas a responder peticiones esta noche? -quise saber.

– No tienes que llamar. Sé lo que necesitas.

Al llegar a la siguiente esquina giró el Explorer a la derecha y se metió en Ocean Avenue. Condujo colina arriba, alejándose del mar.

Frente a las tiendas y restaurantes en las anchas aceras, pinos Stone de veinticinco metros extendían los brazos de las ramas hasta el otro lado de la calle. En el pavimento se dibujaban luces y sombras.

Moonlight Bay, el hogar de doce mil personas, se eleva desde el puerto y la llanura hasta unas suaves hileras de colinas. La mayor parte de guías de California llaman a nuestra ciudad «La Joya de la Costa Central», sobre todo porque en los programas de la Cámara de Comercio se le ha dado siempre una amplia difusión.

La ciudad se ha ganado el nombre por muchas razones, entre ellas y no exenta de importancia por la abundancia de árboles. Espléndidos robles con guirnaldas centenarias. Pinos, cedros, palmeras fénix. Extensas arboledas de eucaliptos. Mis favoritos son los grupos de delicados melaleuca luminaria que en primavera se cubren con brotes que parecen estolas de armiño.

Debido a nuestra relación, Sasha había aplicado una película protectora a las ventanillas del Explorer. A pesar de todo, el paisaje poseía un brillo muy superior al que yo estaba habituado.

Deslicé las gafas de sol hasta la nariz y mire por encima de la montura.

Las agujas de los pinos hilvanaban un elaborado y oscuro encaje de un admirable azul púrpura, el cielo de la tarde brillaba con misterio y un reflejo de su contorno fluctuaba a través del parabrisas.

Me volví a colocar las gafas rápidamente en su sitio, no tanto para protegerme los ojos como porque de pronto sentí vergüenza de estar gozando de aquella extraordinaria jornada a la luz del día cuando mi padre yacía en su lecho de muerte.

Sasha conducía a prudente velocidad, sin detenerse apenas en los cruces sin tráfico.

– Te acompañare -dijo.

– No es necesario.

El profundo desasosiego de Sasha ante médicos, enfermeras y todo lo relacionado con la medicina, rayaba la fobia. Estaba convencida de que viviría siempre, tenía una gran confianza en el poder de las vitaminas, minerales, antioxidantes, pensamientos positivos, y las técnicas para sanar el cuerpo y la mente. Pero cuando iba de visita a un hospital, la convicción de que iba a evitar el destino del género humano se esfumaba temporalmente.

– Creo que debería acompañarte. Aprecio a tu padre -repuso.

Su aparente tranquilidad fue traicionada por un temblor en la voz, y a mi me conmovieron sus deseos de acompañarme precisamente a donde mas odiaba ir.

– Prefiero estar a solas con él, nos queda poco tiempo.

– ¿De verdad?

– De verdad. Escucha, he olvidado dejarle la comida a Orson ¿Podrías volver a casa y ocuparte tu?

– Sí -contestó aliviada de tener una tarea que hacer-. Pobre Orson. Él y tu padre eran buenos camaradas.

– Juraría que lo sabe.

– Seguro. Los animales saben estas cosas.

– Especialmente Orson.

Desde la Ocean Avenue, giró a la izquierda por Pacific View. El Mercy Hospital estaba a dos manzanas.

– Estará bien -dijo.

– No lo demuestra demasiado, a su manera está afligido.

– Le daré muchos abrazos y caricias.

– Papá era su conexión con el día.

– Ahora seré yo su conexión -prometió ella.

– No puede vivir exclusivamente en la oscuridad.

– Me tiene a mí, yo nunca voy a ningún sitio.

– ¿No? -pregunté.

– Estará bien.

En realidad no estábamos hablando solo de un perro.

El hospital es un edificio de tres plantas de estilo mediterráneo californiano construido en otra época cuando este término no hacia pensar en una arquitectura de folleto y una construcción barata. Las típicas ventanas llevan molduras de bronce. Las habitaciones de la planta baja están cubiertas por galerías con arcos y columnas de piedra caliza.

Enredaderas leñosas de antiguas buganvillas cubren los techos y algunas columnas de la galería. Aquel día, aunque faltaban todavía dos semanas para la llegada de la primavera, de los aleros colgaban cascadas de flores carmesí y púrpura brillante.

Durante unos segundos, me deslice las gafas hasta la nariz y gocé de aquella fiesta de color.

Sasha se detuvo ante una entrada lateral.

Cuando me liberé del cinturón de seguridad, apoyó una mano en mi brazo y me lo apretó suavemente.

– Llámame al móvil cuando quieras volver.

– Me quedaré hasta la puesta de sol. Volveré paseando.

– Si lo prefieres así…

– Sí, lo prefiero.

De nuevo deslice las gafas hasta la nariz, esta vez para ver a Sasha Goodall como nunca la había visto antes. A media luz, sus ojos grises eran claros y profundos, como lo eran ahora a la luz del día. Sus espesos cabellos caoba, con aquella luz, brillan como el vino en el cristal, pero brillan mucho más bajo la caricia del sol. Su piel blanca y aterciopelada está salpicada de unas tenues pecas, cuyas formas conozco tan bien como las constelaciones en cada cuadrante del cielo nocturno, en todas las estaciones.

Sasha, con un dedo, me volvió a colocar en su sitio las gafas de sol.

– No hagas locuras.

Soy un ser humano. Y los seres humanos hacemos locuras.

Pero si me quedara ciego, la visión de su rostro me sostendría en la permanente oscuridad.

Me incliné sobre el tablero y la besé.

– Hueles a coco -dijo.

– Eso intento.

La bese de nuevo.

– No deberías quedarte aquí afuera -añadió con firmeza.

El sol, encima del mar desde hacia media hora, brillaba con un color naranja intenso, un perpetuo holocausto termonuclear a ciento cuarenta millones de kilómetros de distancia. El Pacífico, por su parte, había adquirido una tonalidad de cobre fundido.

– Vamos, chico de coco. Vete.

Bien protegido, como el hombre elefante, salí del Explorer y corrí hacia el hospital con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta de cuero.

Me volví. Sasha me estaba mirando. Me dirigió un gesto con los pulgares.

3

Cuando entré en el hospital, Angela Ferryman me estaba esperando en el corredor. Era enfermera de la tercera planta, trabajaba en el turno de tarde y había bajado a recibirme.