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A veces no existe un lugar más oscuro que nuestros propios pensamientos: la medianoche sin luna de la mente.

Tenía las manos húmedas. La culata de la pistola estaba resbaladiza debido al sudor frío.

Dejé de cazar fantasmas y volví de mala gana al corredor. Una muñeca me estaba esperando.

Era una de las más grandes que había en los estantes del estudio de Angela, mediría aproximadamente unos dos pies. Estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, frente a mí y de cara a la luz que se filtraba a través de la puerta abierta del único cuarto que no había explorado todavía, el que estaba frente al cuarto de baño. Tenía los brazos extendidos y algo le colgaba de ambas manos.

Aquello no tenía buena pinta. Supe que no la tenía cuando lo vi: no, no tenía en absoluto buena pinta.

En las películas, un tema como la aparición de aquella muñeca era seguido inevitablemente por la dramática entrada de un tipo enorme con malas intenciones. Un tipo grande con una indiferente mascara de hockey. O una capucha. Con una sierra eléctrica aún menos tranquilizadora o una pistola de aire comprimido o, no es una broma, con un hacha lo bastante grande para decapitar a un Tiranosaurio Rex.

Eché un vistazo al taller, que seguía medio iluminado por la lámpara de mesa. Ningún intruso se ocultaba allí.

Muévete, me dije. Hacia la entrada del cuarto de baño. Seguía desierto. Necesitaba utilizar el servicio. No era el momento oportuno. Muévete, pensé.

Me acerqué a la muñeca, que llevaba unas deportivas negras, téjanos negros y camiseta también negra. El objeto que tenía en las manos era una gorra azul marino con dos palabras bordadas en color rojo rubí encima de la visera: Instrucción Secreta.

Durante un instante pensé que era una gorra como la mía. Luego resultó ser la mía, que había dejado en el piso de abajo, en la cocina.

Eché un vistazo a la parte superior de la escalera y a la puerta abierta de la única habitación que no había comprobado, esperando que el contratiempo surgiera de uno u otro lugar. Cogí la gorra de las manitas de porcelana y me la puse en la cabeza.

Bajo aquella luz y en aquellas circunstancias, una muñeca podía tener un aspecto pavoroso y diabólico. Esta era diferente, porque no había un solo rasgo en su cara de porcelana que me indicara malevolencia, aunque sentí en la nuca ese hormigueo típico de la fiesta de Halloween.

Lo que me espantó no fue ninguna peculiaridad referente a la muñeca sino algo que me era extrañamente familiar tenía mi rostro. El modelo había sido yo.

Me quedé atónito, con un hormigueo que me subía por todo el cuerpo. Angela se había ocupado de mí lo suficiente para poder reproducir mis rasgos con toda meticulosidad, para recordarme amorosamente en una de sus creaciones y ponerme en el estante de sus muñecas favoritas. Inesperadamente me atacó una imagen que me despertó unos temores primitivos, como si al tocar aquel fetiche mi alma y mi mente pudieran verse atrapados en su interior, mientras algún espíritu maligno, introducido previamente en la muñeca, saliera de ella para entrar en mi carne. Y satisfecho de su liberación, se introdujera bamboleante en la noche para, en mi nombre, partirles el cráneo a las doncellas y comerles el corazón a los bebés.

En épocas normales -si estas épocas existen- gozo de una viva imaginación poco habitual. Bobby Halloway la llama, con cierta sorna, «la arena de circo numero trescientos de tu mente» Sin duda es una cualidad que he heredado de mis padres, que eran lo bastante inteligentes para saber lo poco que se sabe, lo bastante inquisitivos para no dejar nunca de aprender y lo bastante perceptivos para comprender que todas las cosas y todos los acontecimientos contienen infinitas posibilidades. Cuando era niño, me leían versos de A. A. Milne y de Beatrix Potter pero además, convencidos de que yo era un niño precoz, de Donald Justice y de Wallace Stevens. Después, mi imaginación siempre se ha mezclado con imágenes procedentes de versos desde las diez puntas de los pies rosa de Timothy Tim hasta las luciérnagas retorciéndose en la sangre. En épocas extraordinarias -como esta noche de cadáveres robados- soy demasiado imaginativo y en la arena de circo numero trescientos de mi mente, los tigres acechan para matar a sus domadores y los payasos esconden cuchillos de carnicero y corazones de diablo bajo sus ropas holgadas.

«Muévete», pensé.

Una habitación más. Comprobé el interior con la espalda protegida y luego fui directamente a las escaleras.

Evité, por superstición, cualquier contacto con la muñeca doble, me mantuve alejado de ella y me dirigí a la puerta abierta de la habitación opuesta al cuarto de baño. Un dormitorio de invitados decorado con sencillez.

Me asomé inclinando la cabeza cubierta con la gorra y eche un vistazo protegiéndome cuidadosamente de la luz del techo. No vi ningún intruso. La cama tenía barras laterales y otra formando el pie de la cama detrás de la cual estaba doblado el cobertor, así es que se veía el espacio de debajo.

En lugar de un armario allí había un buró grande de nogal con muchos cajones y un guardarropa de madera maciza con un par de cajones uno junto al otro en la parte inferior y dos grandes puertas encima. El espacio entre las puertas del guardarropa era lo suficientemente grande para albergar a un hombre grueso, con o sin sierra eléctrica.

Me esperaba otra muñeca. Ésta estaba sentada en el centro de la cama, con los brazos extendidos como la muñeca Christopher Snow, pero bajo aquella luz mortecina, no pude ver bien lo que sostenía en sus manos de color de rosa.

Apague la luz del techo. Solo quedó encendida la lámpara de la mesilla de noche para guiarme.

Entré en la habitación de invitados, dispuesto a disparar un tiro a cualquiera que apareciera en la entrada.

Veía el guardarropa con el rabillo del ojo. Si las puertas empezaban a abrirse, no necesitaría la visión láser para agujerearlas, era suficiente una pistola de 9 milímetros.

Tropecé con la cama y me alejé lo suficiente de la puerta y del guardarropa para observar más de cerca a la muñeca. En cada una de las palmas de la mano tenía un ojo. No un ojo pintado a mano. Ni un ojo de cristal del taller de muñecas. Un ojo humano.

Los goznes de las puertas del guardarropa seguían inmóviles.

Nadie se movía en el pasillo.

Me quedé tan inmóvil como la ceniza en una urna, pero la vida siguió sin mí: el corazón empezó a latirme como nunca había latido, apenas un instante, pero girando con pánico en su jaula de costillas.

Volví a mirar aquella ofrenda de ojos que llenaban las manitas de porcelana, ojos castaños ensangrentados, lechosos y húmedos, asombrosos y asombrados en la desnudez de los parpados. Una de las últimas cosas que habían visto aquellos ojos fue una camioneta blanca frenando como respuesta a un pulgar levantado. Y luego un hombre con una cabeza rapada y una perla en la oreja.

Hubiera podido asegurar, sin embargo, que no era el mismo que estaba en casa de Angela. La burla, jugar al escondite, ese no era su estilo. La acción rápida, perversa y violenta era más de su gusto.

Me sentí como si me encontrara en un sanatorio para jóvenes sociópatas, donde unos niños sicóticos, tras reducir a sus guardianes, estuvieran jugando en medio de una libertad que les produjera aturdimiento. Casi podía oír su risa escondida en otras habitaciones: risitas salvajes y macabras tras unas manitas frías.

No quise abrir el guardarropa.

Había subido allí para ayudar a Angela, pero ya no iba a poder hacerlo. Solo quería bajar las escaleras, salir, montar en la bicicleta y marcharme.

Cuando miré hacia la puerta, las luces se apagaron. Alguien había desconectado el interruptor de la caja de conexiones.

La oscuridad era tan profunda que ni siquiera me satisfizo a mí. Las ventanas tenían gruesas cortinas y el cántaro de leche de la luna no encontraba un resquicio a través del cual verterse. Todo era negro sobre negro.