Determinado a volver al vestíbulo y luego a la puerta principal, aspiré desesperado el aire cada vez mas acre cerca del suelo y repté por la habitación, hundiendo los codos en la alfombra para darme impulso, rebotando en los muebles, hasta que mi frente choco contra el saliente de ladrillo de la base de la chimenea. Me encontraba aún mas alejado del vestíbulo y lo cierto es que no podía imaginarme metiéndome en el hogar y subiendo por el tubo de la chimenea como un Santa Claus en su camino de vuelta al trineo.
Estaba aturdido. El dolor de cabeza me partía el cráneo en diagonal desde la ceja izquierda hasta la parte derecha del cabello. Los ojos me picaban a causa del humo y el sudor salado que caía sobre ellos. No me atraganté, sino que aquellos punzantes humos que sazonaban el aire mas limpio próximo al suelo me hicieron sentir náuseas y empecé a pensar que no iba a sobrevivir.
Procuré recordar cómo estaba situada la chimenea en relación con el arco del vestíbulo, di la vuelta a la base de ladrillos y luego me volví a mover en ángulo por la habitación.
Era absurdo que no pudiera encontrar la salida. No era una mansión, por Dios, ni un castillo, apenas una casa modesta de siete habitaciones, ninguna demasiado grande, y dos cuartos de baño, y ni el corredor de fincas más listo del condado hubiera podido describirla para dar la impresión que tenía suficiente espacio para satisfacer al príncipe de Gales y su acompañamiento.
De vez en cuando, en las noticias de la noche, ves historias de personas que mueren en casas ardiendo y no entiendes por que no han podido salir por una puerta o por una ventana, cuando una u otra estaban seguramente a una docena de pasos. A menos, desde luego, que estuvieran borrachas. O ciegas por las drogas. O lo bastante locas para volver a meterse en las llamas a rescatar a Fluffy, el minino. Lo cual puede parecer poco agradecido por mi parte, porque aquella misma noche fui rescatado, en cierto sentido, por un gato. Entonces comprendí por que hay personas que mueren en esas circunstancias: el humo y la profusa oscuridad son más desorientadores que las drogas o el alcohol, además, a medida que respiras el aire envenenado, tu mente va perdiendo agilidad, hasta que empiezas a divagar y ni siquiera el pánico puede hacer que te concentres.
Cuando subí las escaleras a comprobar que le había sucedido a Angela, me sorprendió la tranquilidad y la serenidad con las que me tomaba la amenaza de una violencia inminente. Con un montón de orgullo viril tan empalagoso como un tazón lleno de mayonesa, hasta había sentido en mi interior un desconcertante entusiasmo por el peligro.
Como podía cambiar la cosa en diez minutos. Cuando tuve claro hasta la brutalidad que jamás me enfrentaría a tales situaciones ni siquiera con la mitad del aplomo de Batman, el atractivo del peligro dejo de entusiasmarme.
De repente, avanzando cautelosamente por la lúgubre oscuridad, algo se movió a mi lado y se froto en mi cuello y en mi mejilla: algo vivo. En el circo de trescientas arenas de mi cabeza, imaginé a Angela Ferryman sobre su estomago, reanimada por algún vudú diabólico, deslizándose por el suelo para reunirse conmigo y darme un beso sangriento con labios fríos en el cuello. Los efectos de la falta de oxígeno eran tan graves que hasta esa imagen espantosa no fue suficiente para aclararme un poco la mente y, sin reflexionar, apreté el gatillo.
Gracias a Dios, disparé en dirección equivocada, porque aun antes de que el sonido del tiro retumbara en la sala de estar, reconocí el frío hocico en el cuello y la cálida lengua en la oreja como los de mi perro único, mi fiel amigo, Orson.
– Hola, colega -dije, pero sonó como un graznido sin sentido.
Me lamió la cara. Respiraba como un perro, pero lo cierto es que no podía culparle por ello. Parpadeé con fuerza para aclarar la visión y una luz roja muy brillante atravesó la habitación. Inmóvil, no me llevé más que una impresión difusa de su rostro peludo apoyado en el suelo frente al mío.
Entonces caí en que si había podido entrar en la casa y encontrarme, podría mostrarme la salida antes de que el fuego nos atrapara con su hedor de piel y algodón ardiendo.
Reuní la fuerza suficiente para ponerme de pie, vacilante. Aquella pertinaz serpiente de náuseas me subió de nuevo por la garganta, pero, como había hecho antes, la volví a reprimir.
Me froté los ojos cerrados e intenté no pensar en la ola de intenso calor que de repente me sobrevino, luego me incliné y busque a tientas el grueso collar de cuero de Orson, que encontré fácilmente porque tenía al animal apretado contra mis piernas.
Orson mantenía el hocico cerca del suelo, donde podía respirar, pero yo tenía que aguantar la respiración y olvidar el humo que me cosquilleaba en la nariz mientras el perro me conducía a través de la casa. Me metió en algunos muebles en los que él cabía e ignoro si se estaba divirtiendo en medio de la tragedia. Cuando mi cara chocó contra el marco de una puerta, no perdí ningún diente. Sin embargo, durante el breve trayecto, le di gracias a Dios varias veces por haberme puesto a prueba con el XP en lugar de con la ceguera.
Justo en el instante en que pensaba que ya no podía seguir sin tirarme al suelo a coger un poco de aire, sentí en la cara una corriente fría, y cuando abrí los ojos, ya podía ver. Estábamos en la cocina y el fuego todavía no había llegado allí. Tampoco había humo porque la brisa que entraba por la puerta abierta se lo llevaba al comedor.
Sobre la mesa estaban las velas con sus soportes de color rojo rubí, los vasos de licor y la botella abierta de brandy de albaricoque. Parpadeé ante aquel cuadro acogedor, deseando que los acontecimientos de minutos antes hubieran sido solamente un sueño monstruoso y que Angela, perdida todavía en el jersey de su marido muerto, se sentara otra vez conmigo, volviera a llenar su copa y acabara su extraña historia.
Tenía la boca tan seca y sucia que estuve a punto de coger la botella de brandy. Bobby Halloway hubiera tenido cerveza y hubiera sido mucho mejor.
El pestillo de la puerta de la cocina estaba abierto. Aunque Orson fuera muy inteligente, era poco probable que hubiera podido abrir una puerta cerrada para buscarme, en primer lugar, no tenía llave. Era evidente que los asesinos habían escapado por allí.
Una vez en el exterior, espiré profundamente para eliminar todo vestigio de humo de los pulmones y me guarde la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Escudriñé la parte posterior por si hubiera algún asaltante mientras me secaba las manos llenas de sudor en los téjanos.
Como bancos de peces bajo la plateada superficie de un estanque, sombras de nubes se deslizaban suavemente a través del césped iluminado por la luna.
Nada más se movía, excepto la vegetación agitada por el viento.
Agarré la bicicleta y cuando la llevaba a través del patio hacia el pasaje cubierto por el emparrado alcé la vista hacia la casa, me sorprendió que no estuviera todavía envuelta en llamas. Por el contrario, desde el exterior solo existía una mínima indicación del incendio que iba creciendo habitación tras habitación en el interior: brillantes sarmientos de llamas retorciéndose en las cortinas de dos ventanas del piso superior, blancos pétalos de humo floreciendo en los respiraderos abiertos de los aleros del ático.
A excepción de las ráfagas y los rugidos del viento intermitente, la noche estaba inexplicablemente silenciosa. Moonlight Bay no es una ciudad, aunque posee una voz nocturna distintiva: coches en marcha, la música distante de un bar de copas o un muchacho practicando con la guitarra en algún porche, el ladrido de un perro, el sonido de los grandes cepillos de la maquina limpiadora de las calles, las voces de los paseantes, la risa de los chicos del instituto reunidos fuera del Millenium Arcade abajo, en el embarcadero, y siempre el melancólico silbido como el de un tren de pasajeros o de una cadena de vagones mercancía aproximándose al cruce de Ocean Avenue… Pero entonces no, aquella noche no. Podíamos haber estado en el barrio más muerto de una ciudad fantasma en el corazón del desierto de Mojave.