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Al parecer el ruido del disparo que había hecho en la sala no había llamado la atención.

Bajo el arco del enrejado, en medio de la suave fragancia del jazmín, con la bicicleta cuyas ruedas producían suaves chasquidos acompasados y mi corazón latiendo no tan suavemente, corrí tras Orson hacia la puerta de entrada. Dio un salto y abrió el pestillo con la pata, un truco que ya le había visto hacer antes. Juntos seguimos la acera hacia la calle, con paso apresurado pero sin correr.

Estuvimos de suerte: no hubo testigos. Ningún automóvil se acercaba o se alejaba por la calle. Tampoco iba nadie a pie.

Si un vecino me hubiera visto salir corriendo a la calle justo cuando las llamas rodeaban la casa, el jefe Stevenson hubiera podido utilizarlo como excusa para ir por mí. Y dispararme si me resistía al arresto. O hacerlo tanto si me resistía como si no.

Me monté en la bici, me mantuve en equilibro apoyando un pie en el suelo y me volví hacia la casa. El viento hacia temblar las hojas de los enormes magnolios y, a través de las ramas, vi las llamas lamiendo varias ventanas de ambos pisos.

Lleno de angustia y de excitación, de curiosidad y de temor, de lástima y de profunda preocupación, me embale por la acera y me dirigí hacia una calle con poca iluminación. Resollando con fuerza, Orson corría a mi lado.

Estábamos en las proximidades de un edificio cuando oí unas explosiones procedentes de las ventanas de la casa Ferryman. El violento calor las había hecho estallar.

16

Las estrellas entre las ramas, la luz de la luna entre las hojas, los robles gigantes, una oscuridad profunda, la paz de las lápidas y, para uno de nosotros dos, el siempre intrigante olor de las ocultas ardillas volvimos al cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette.

Apoyé la bici en una lápida de granito rematada con la cabeza aureolada de un ángel también de granito. Me senté -sin aureola- y apoye la espalda en otra piedra coronada con una cruz.

A varias manzanas de distancia, las sirenas enmudecieron repentina mente cuando los vehículos de los bomberos llegaron a la residencia de los Ferryman.

No había llegado en bicicleta a casa de Bobby Halloway porque sufría un persistente ataque de tos que me dificultaba el pedaleo. Orson, con paso tambaleante, se quitó de encima el olor pertinaz del incendio con una serie de violentos estornudos.

En compañía de una multitud demasiado muerta para que se la ofendiera, regurgite una flema espesa que sabía a hollín y la escupí entre la superficie de raíces retorcidas del roble mas próximo, con la esperanza de no matar a un vigoroso árbol que había sobrevivido doscientos años a terremotos, tormentas, incendios, insectos, enfermedades y -más recientemente- la pasión de la América moderna por levantar como mínimo una tienda de donuts en todas las esquinas. El gusto que tenía en la boca no debía de ser muy diferente a comer briquetas de carbón en un caldo de líquido de arranque.

Como había permanecido en la casa en llamas menos tiempo que su imprudente dueño, Orson se recupero mucho antes. Mientras yo me dedicaba a carraspear y escupir, el iba y venía entre las tumbas más próximas, olisqueando con diligencia en busca de roedores arborícolas de cola tupida.

Entre toses y expectoraciones, le decía a Orson que no se perdiera de vista, y él a veces levantaba su noble y negra cabeza y hacía ver que escuchaba; de vez en cuando movía la cola para darme ánimos, aunque era frecuente su impotencia para desviar la atención del rastro de las ardillas.

– ¿Qué demonios ha pasado en la casa? -pregunté- ¿Quién la ha matado, por qué han jugado conmigo, qué ha sido todo eso de las muñecas, por qué no me han rebanado el cuello y me han quemado con ella?

Orson sacudió la cabeza y yo jugué a interpretar su respuesta. No lo sabía. Meneaba la cabeza con desconcierto. Desorientado. Estaba desorientado. No sabía por qué no me habían rebanado el cuello.

– No creo que haya sido la Glock. Quiero decir que eran mas de uno, al menos dos, probablemente tres, así es que podían haberme vencido si hubieran querido. Y aunque a ella le cortaran el cuello, debían de ir armados. Porque son unos hijos de puta serios, unos depravados asesinos. Arrancan los ojos para divertirse. Y si no tienen remilgos en llevar armas, no les iba a intimidar la Glock.

Orson enderezó la cabeza, y considero el razonamiento. Puede que haya sido la Glock. O quizá no. O quizá si. «¿Quien sabe? ¿Qué es una Glock al fin y al cabo? ¿Y este olor? Que olor tan maravilloso. Que lujuriosa fragancia ¿Orina de ardilla? Perdona, amo Snow. Hay un asunto que me requiere allí».

– No creo que incendiaran la casa para matarme. En realidad no les importaba si me mataban o no. Si hubieran querido, me hubieran capturado directamente. Han prendido fuego para ocultar el asesinato de Angela. Esta es la razón, y no otra.

«Snif, snif, snif-snif-snif; olvidemos los malos aires de la casa ardiendo, quedémonos con el olor revitalizante de las ardillas, olvidemos lo malo, quedémonos con lo bueno», parecía decir Orson.

– Dios, era tan buena persona, tan generosa -dije con amargura- No se merecía morir así.

Orson hizo una pequeña pausa en su olfateo «Sufrimiento humano. Terrible. Algo terrible. Miseria, muerte, desespero. Pero no se puede hacer nada. Nada. Así es el mundo, la naturaleza de la existencia humana. Terrible. Ven a oler a las ardillas conmigo, amo Snow. Te sentirás mejor.»

Se me hizo un nudo en la garganta, no por una pena aguda sino por algo más prosaico. Carraspeé con la violencia de un tuberculoso y finalmente planté un gargajo negro entre las raíces de un árbol.

– Si Sasha estuviera aquí -dije-, le preguntaría si ahora le recuerdo tanto a James Dean.

Tenía la cara grasienta y blanda. Me la enjugue con una mano que también sentí grasienta.

Mas allá de la fina hierba que crecía sobre las tumbas y más allá de la superficie pulida de las lápidas de granito, las sombras que proyectaba la luna de las hojas agitadas por el viento danzaban como hadas de cementerio.

Hasta bajo aquella luz peculiar, pude observar que la palma de la mano con la que me había enjugado la cara estaba manchada de hollín.

– Debo apestar a infierno.

Inmediatamente, Orson perdió su interes por el rastro de las ardillas y se acerco impaciente. Husmeo con fuerza mis zapatos, luego las piernas, el pecho, y a continuación metió el hocico debajo de mi chaqueta en el sobaco.

A veces sospecho que Orson no solo comprende mucho más de lo que creemos que comprende un perro, sino que posee sentido del humor y talento para el sarcasmo.

Saqué a la fuerza su hocico de mi sobaco y sostuve su cabeza con ambas manos.

– No estas en tus cabales, colega ¿Que clase de perro guardián eres? Quizá ya estaban dentro de la casa con Angela cuando llegue, y ella no lo sabía. ¿Pero como es que no les mordiste el culo cuando se fueron? Si escaparon por la puerta de la cocina, pasaron por delante de ti ¿Por que no encontré un montón de tipos tirados en el patio de atrás, agarrándose el trasero y aullando de dolor? -dije.

La mirada de Orson era tranquila, profunda. Le sorprendió la pregunta, porque llevaba implícita una acusación. Sorprendido. Era un perro pacífico. Era un perro de paz. Cazador de pelotas de goma, lamedor de caras, un filósofo y un buen compañero. «Amo Snow, el trabajo consistía en evitar que los villanos entraran en la casa, no en impedir que se marcharan. Buen viento a los villanos. ¿Quien los quiere tener cerca? Villanos y pulgas. Buen viento».