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Tenía la nariz pegada al hocico de Orson, miraba directamente a sus ojos y me sobrevino una sensación extraña -o quizá fuera locura transitoria- y durante unos instantes pensé que podía leer sus pensamientos reales, que eran muy diferentes del dialogo que había inventado. Diferentes e inquietantes.

Dejé caer las manos que le sujetaban la cabeza, pero el no se alejó de mí ni bajó la mirada.

Y yo fui incapaz de bajar la mía.

Para expresarlo de algún modo, Bobby Halloway hubiera recomendado una lobotomía: sin embargo, tuve la sensación de que el perro temía por mí. Me compadecía porque se daba cuenta de mis esfuerzos por no admitir el profundo dolor que sentía. Me compadecía porque me era imposible reconocer hasta que punto me afectaba la perspectiva de quedarme solo. Y más que nada temía por mí, como si viera una fuerza inexorable aproximándose, de la cual yo no era consciente: una gran rueda blanca y deslumbrante, tan grande como una montaña, que me convertiría en polvo y dejaría el polvo ardiendo inmediatamente después.

– ¿Que, cuando, donde? -pregunte.

La mirada de Orson era muy intensa. Anubis, el dios de las tumbas egipcias de cabeza de perro, el pesador del alma de los difuntos, no debía de tener una mirada más penetrante. Este perro mío no es Lassie, ni un alegre perrito Disney con movimientos encantadores y una capacidad ilimitada para las travesuras divertidas.

– A veces -le dije-, me asustas.

Hizo un guiño, sacudió la cabeza, se alejo de mí dando un brinco y se puso a corretear en círculo entre las lapidas de las tumbas, olisqueando con diligencia la hierba y las hojas de roble que había en el suelo, pretendiendo ser un perro otra vez.

Quizá no fue Orson quien me asusto, sino yo mismo. Es posible que sus ojos brillantes fueran el espejo en el que viera los míos, y en el reflejo de mis ojos, descubrí la verdad interior que no era capaz de mirar directamente.

– Esta sería la interpretación de Halloway -dije.

Orson, con una excitación repentina, empezó a escarbar en un montón de fragantes hojas todavía húmedas después del riego de la tarde por los aspersores y hundió el hocico en ellas como si estuviera buscando trufas, satisfecho, batiendo el suelo con el rabo.

«Ardillas. Las ardillas hacen el amor. Las ardillas hacen el amor, hacen el amor aquí mismo. Las ardillas. Aquí mismo. Aquí huele a ardilla caliente y a almizcle, justo aquí Amo Snow, aquí, ven a oler aquí, ven a oler, rápido rápido rápido rápido, ven a oler a sexo de ardilla.»

– Me confundes -le dije.

La boca todavía me sabía a fondo de cenicero, pero ya no me subía la flema de Satán. Ahora ya podía pedalear hasta la casa de Bobby.

Antes de ir a buscar la bicicleta, me arrodille y giré la cara hacia la lápida en la que había estado apoyado.

– ¿Que pasa contigo, Noah? ¿Descansas en paz?

No necesite el lápiz linterna para leer lo que estaba grabado en la piedra Lo había hecho mil veces antes y me había pasado horas reflexionando sobre el nombre y la fecha que había debajo.

Noah Joseph James

5 de junio de 1888 – 2 de julio de 1984

Noah Joseph James, el hombre con tres nombres «No es tu nombre lo que me sorprende, sino tu singular longevidad», pensé Noventa y seis años de vida. Noventa y seis primaveras, veranos, otoños, inviernos.

Contra toda probabilidad, yo ya he vivido veintiocho años. Si la Fortuna viene a mí con las manos llenas, podría cumplir los treinta y ocho. Si se demuestra que los médicos son malos pronosticadores, si las leyes de la probabilidad quedan en suspenso, si el destino se toma unas vacaciones, quizá viva hasta los cuarenta y ocho. Si fuera así, disfrutaría de la mitad de años de vida que le concedieron a Noah Joseph James.

No se quién era, que es lo que hizo en los casi cien años que estuvo aquí en la tierra, si tuvo una mujer con la que compartir sus días o si sobrevivió a tres, si los hijos que engendró fueron curas o asesinos en serie, y no quiero saberlo. He creado en mi fantasía una vida rica y maravillosa para este hombre. Ha viajado mucho, ha ido a Borneo y a Brasil, a la bahía de Mobile durante el jubileo y a Nueva Orleans durante el carnaval, ha conocido las soleadas islas de Grecia y la tierra secreta de Shangri-La, allá en las altas fortalezas de Tíbet. Creo que amaba intensamente y él a su vez era amado con pasión, que era un guerrero y un poeta, un aventurero y un colegial, un músico y un artista, un marinero que recorrió los siete mares, que rechazaba intrépidamente cualquier limitación -si la había- que se le ponía en el camino. Siempre que siga siendo tan solo un nombre para mí, será un misterio, y podrá ser lo que yo quiera que sea y yo podré experimentar por sustitución su larguísima vida bajo el sol.

– Hola, Noah, apuesto a que cuando moriste en 1984 los enterradores no iban armados -dije en voz baja.

Me puse en pie y me dirigí a la lápida contigua donde había apoyado la bicicleta bajo la mirada vigilante del ángel de granito.

Orson dejó escapar un gruñido sordo. De repente se puso tenso y alerta. La cabeza levantada y las orejas en punta. Aunque había poca luz, me pareció que tenía el rabo encajado entre las patas.

Seguí la dirección de su mirada negra como el carbón y vi a un hombre alto y de hombros anchos caminar entre las lapidas. Hasta en aquellas suaves sombras, era una colección de ángulos y bordes recortados, un esqueleto con traje negro, como si uno de los vecinos de Noah hubiera saltado de su ataúd para ir de visita.

El hombre se detuvo en la misma fila de tumbas en la que Orson y yo nos encontrábamos y consultó un curioso objeto que llevaba en la mano izquierda. Parecía un teléfono móvil, con una pantallita iluminada.

Dio una palmadita en la almohadilla de cierre. La música espectral de notas electrónicas recorrió brevemente el cementerio, pero eran diferentes de los tonos de teléfono.

Justo cuando una bufanda de nubes se retiro de la luna, el extraño se acerco a la cara la pantalla verde manzana para ver mejor el dato que le suministraba, y aquellas dos tenues luces me revelaron lo suficiente para identificarlo. No pude ver sus cabellos rojos ni sus ojos castaños, pero hasta de perfil el rostro descarnado y los finos labios eran estremecedoramente familiares. Jesse Pinn, el ayudante de la funeraria.

No nos había visto a Orson y a mí aunque estábamos solo a diez o doce metros a su izquierda.

Jugamos a ser de granito. Orson no volvió a gruñir aunque el susurro de la brisa entre los robles hubiera enmascarado fácilmente su gruñido.

Pinn alzó el rostro del aparato que tenía en la mano, dirigió la mirada hacia la derecha, hacia St Bernadette y luego volvió a consultar la pantalla. Después se encamino hacia la iglesia.

Ignorante de nuestra presencia, aunque estábamos a poco mas de diez metros de distancia.

Miré a Orson.

El me miro a mí.

Olvidadas las ardillas, seguimos a Pinn.

17

El enterrador se dirigió apresuradamente a la parte trasera de la iglesia, sin mirar hacia atrás. Descendió un tramo ancho de escalones de piedra que conducían a la puerta del sótano.

Le seguí de cerca para no perderlo de vista. Me detuve al llegar a unos diez pies de la parte superior de los escalones y lo vigilé desde una esquina.

Si se volvía y miraba hacia arriba, me hubiera visto antes de que hubiera podido ocultarme, pero no me preocupaba demasiado. Parecía tan concentrado en lo que tenía entre manos que la convocatoria de las trompetas celestiales y la barahúnda de los muertos levantándose de sus tumbas no hubieran desviado su atención.

Estudió el misterioso aparato que tenía en la mano, lo desconectó y se lo metió en un bolsillo interior de la americana. Sacó un instrumento de otro bolsillo, pero la luz era demasiado débil para que yo pudiera ver de qué se trataba, a diferencia del primero, este otro no llevaba incorporada ninguna parte luminosa.