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Mis padres me habían inculcado, desde la infancia, que las consecuencias de un solo acto irresponsable, por insignificante o hasta mínimo que pudiera parecer, traería consigo aquellos horrores inevitables como consecuencia de la lógica irresponsabilidad.

Aunque caminaba con la cabeza inclinada y la visera de la gorra bloqueaba la visión directa de los paneles fluorescentes, no tenía protección contra la claridad que se reflejaba de las paredes blancas. Debería de haberme puesto las gafas de sol, pero estaba tan solo a unos segundos del final del pasillo.

El pavimento de vinilo jaspeado en gris y rojo parecía carne cruda de varios días. Me sobrevino un ligero mareo, provocado por la pésima forma de las baldosas y por el terrible fulgor.

Dejé atrás el almacén y las salas de máquinas.

Tuve la impresión de que el sótano estaba desierto.

La puerta del corredor en uno de los extremos se transformó en la puerta del próximo final. Entré en un pequeño garaje subterráneo.

No se trataba del aparcamiento público, ese se encontraba en la planta de encima.

Allí solo había una camioneta de reparto con el nombre del hospital a un lado y una ambulancia.

A mayor distancia estaba aparcado un Cadillac negro, el coche de la funeraria de Kirk. Me alivio observar que Sandy Kirk todavía no había recogido el cuerpo y se había marchado. Todavía tenía tiempo de poner la foto de mi madre entre las manos cruzadas de mi padre.

Aparcada junto al reluciente coche fúnebre había una camioneta Ford parecida a las ambulancias aunque no llevaba los faros de emergencia. Tanto el coche como la camioneta estaban frente a mí, junto a la gran puerta abatible, que permanecía abierta.

El espacio restante estaba vacío, así los camiones de reparto podían entrar y descargar la comida, las sábanas, los suministros médicos hasta el ascensor de carga. En ese momento no se estaba haciendo ninguna entrega.

Aquí las paredes no estaban pintadas y los fluorescentes fijos en el techo eran más tenues y estaban más separados que los del corredor que acababa de abandonar. De todas formas no era un lugar resguardado para mí, así es que me dirigí rápidamente hacia el coche fúnebre y la camioneta blanca.

El extremo del sótano situado inmediatamente a la izquierda de la puerta abatible del garaje y más allá de los dos vehículos aparcados, estaba ocupado por un cuarto que yo conocía muy bien. Era la cámara frigorífica, donde se mantenía al fallecido hasta que era transportado al depósito de cadáveres.

Una terrible noche de enero de hacía dos años, habíamos velado el cuerpo de mi madre mi padre y yo, a la luz de las velas y soportando el frío intenso durante más de media hora. No pudimos soportar dejarla allí sola.

Aquella noche papá la hubiera acompañado desde el hospital al depósito de cadáveres y de allí al horno incinerador, si no hubiera sido porque se sintió incapaz de dejarme solo. Un poeta y una científica, pero almas gemelas.

La sacaron del escenario del accidente y se la llevaron en una ambulancia directamente al quirófano de urgencias. Murió tres minutos después de haberla instalado en la mesa de operaciones, sin recuperar el conocimiento, antes de que pudieran determinar la gravedad de sus heridas.

La puerta de aislamiento de la cámara frigorífica estaba abierta y cuando me aproximaba a ella, oí a unos hombres discutiendo en el interior. A pesar de su enfado, hablaban en voz baja; una nota de emoción muy alterada rivalizaba con un tono de intensidad y secreto.

La cautela, más que la disputa, me hizo detenerme justo antes de llegar al umbral de la puerta. A pesar de la mortífera luz fluorescente, me detuve un instante lleno de indecisión.

Del otro lado de la puerta llegó una voz que reconocí.

– ¿Quién es el tipo que meteré en el horno crematorio? -dijo Sandy Kirk.

– Nadie. Un vagabundo -repuso otro hombre.

– Deberías de haberlo traído a mi casa y no aquí -protestó Sandy-. ¿Qué pasa si lo reconocen?

Habló entonces un tercero, cuya voz reconocí como la de uno de los auxiliares que recogieron el cuerpo de mi padre de la habitación de la planta de arriba:

– ¿Por Dios, podemos continuar?

De repente comprendí que sería peligroso que me descubrieran y dejé la maleta contra la pared, para tener libres las dos manos.

Apareció un hombre en el umbral, pero no me vio porque estaba de espaldas a la puerta, empujando una camilla.

El coche fúnebre estaba a dos metros y medio de distancia. Para no ser descubierto, me dirigí hacia él y me agazapé en la puerta trasera, por la que cargaban a los cadáveres.

Saqué un poco la cabeza por encima del guardabarros y observé la entrada a la cámara frigorífica. El hombre que en ese momento salía de la habitación era un desconocido: próximo a la treintena, de alrededor de 1,80 de estatura, constitución maciza, con un cuello grueso y la cabeza rapada. Llevaba zapatos de trabajo, téjanos, una camisa de franela roja y un arete con una perla.

Una vez cruzó el umbral de la puerta con la camilla, la hizo girar hacia el coche funerario, que ya estaba dispuesto para hacerla entrar.

Encima de la camilla había un cadáver dentro de una bolsa de plástico opaco con cierre de cremallera. Hacía dos años, mi madre fue trasladada a la funeraria desde la cámara frigorífica en una bolsa similar.

Sandy Kirk siguió a aquel extraño cabeza rapada hasta el garaje y sujetó la camilla con una mano.

– ¿Qué pasa si lo reconocen? -preguntó otra vez, bloqueando una de las ruedas con el pie izquierdo.

El calvo frunció el entrecejo e irguió la cabeza. Brilló la perla que llevaba en el lóbulo de la oreja.

– Ya te he dicho que era un vagabundo. Todas sus pertenencias están en su mochila.

– ¿De verdad?

– Si desaparece, ¿quién se va a dar cuenta o se va a preocupar?

Sandy tenía treinta y dos años y era tan atractivo que ni siquiera su espantosa ocupación evitaba que las mujeres lo persiguieran. Aunque era una persona encantadora y con un aspecto menos serio que muchos de los de su profesión, a mí me causaba desasosiego. Daba la sensación de que sus hermosos rasgos eran una máscara detrás de la cual no se escondía otro rostro sino un vacío; no en el sentido de que fuera un hombre diferente o con menor moralidad de la que pretendía, sino como si no fuera un hombre en absoluto.

– ¿Y los informes del hospital? -preguntó Sandy.

– No murió aquí -respondió el calvo-. Lo recogí antes, fuera de la autopista estatal. Estaba haciendo autoestop.

Nunca había confesado a nadie la sensación perturbadora que me producía Sandy Kirk: ni a mis padres, ni a Bobby Halloway, ni a Sasha, ni siquiera a Orson. Son tantas las personas imprudentes que han hecho comentarios crueles a mi costa, basados en mi apariencia y mi afinidad con la noche, que soy reacio a unirme al club de la crueldad y hablar mal de alguien sin una razón muy justificada.

El padre de Sandy, Frank, había sido un hombre agradable y de buena apariencia, y Sandy nunca había hecho nada que indicara que era menos admirable que su padre. Hasta ahora.

– Me estoy arriesgando mucho -le dijo Sandy al hombre que llevaba la camilla.

– Eres intocable.

– Me sorprende.

– Sorprende que te quede tiempo libre -contestó el calvo haciendo pasar la rueda de la camilla por encima del pie de Sandy que la mantenía bloqueada.

Sandy lanzó una imprecación y apresuradamente se puso fuera de su camino mientras el hombre con la camilla venía directamente hacia mí. Las ruedas rechinaron, como habían rechinado las ruedas de la camilla en la que se habían llevado a mi padre.