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Me deslicé de cuclillas por la parte trasera del coche fúnebre y me situé entre él y la camioneta blanca Ford. Un rápido vistazo me reveló que ningún nombre de compañía o de institución adornaba el lateral del vehículo.

La chirriante camilla se estaba acercando rápidamente.

Entonces fui consciente por instinto de que me encontraba en una situación de considerable peligro.

Los había atrapado haciendo algo que yo no comprendía todavía, aunque estaba claro que era ilegal. Y querrían mantenerlo en secreto, especialmente para mí.

Me eche en el suelo y me deslice debajo del automóvil, fuera de la vista y de la luz de los fluorescentes, en medio de unas sombras tan frías y suaves como la seda. El escondite apenas era suficiente para mí, y cuando encorvaba la espalda chocaba contra el tren de transmisión.

Estaba de cara a la parte trasera del vehículo. Vi pasar la camilla con ruedas y seguir hasta la camioneta.

Cuando gire la cabeza hacia la derecha, vi el umbral de la cámara frigorífica a solo dos metros y medio de distancia del Cadillac Tenia muy cerca los brillantes zapatos negros de Sandy y la vuelta de sus pantalones azul marino mientras el seguía con los ojos al calvo de la camilla.

Detrás de Sandy, apoyada contra la pared, estaba la pequeña maleta de mi padre. No se habían acercado tanto como para descubrirla y si yo la hubiera llevado conmigo no hubiera podido moverme con la suficiente rapidez o deslizarme silenciosamente debajo del coche fúnebre.

Nadie la había descubierto todavía. A lo mejor seguían sin fijarse en ella.

Los dos auxiliares -que podía identificar por sus zapatos y sus pantalones blancos- sacaron otra camilla de la habitación. Las ruedas de esta última no chirriaban.

La primera camilla, empujada por el calvo, llegó a la parte trasera de la camioneta blanca. Le oí abrir las puertas de carga del vehículo.

– Será mejor que suba antes de que alguien empiece a preguntar que he estado haciendo durante tanto rato -dijo uno de los auxiliares al otro. Y se alejo hacia el fondo del garaje.

Las patas plegables de la primera camilla se cerraron con un fuerte chasquido cuando el calvo la introdujo en la parte trasera de su camioneta.

Sandy abrió la puerta trasera del coche fúnebre mientras el auxiliar que todavía seguía allí se acercaba con la segunda camilla. Sobre ella sobresalía otra bolsa de plástico opaco que contenía el cuerpo sin nombre del vagabundo.

Me domino una sensación de irrealidad, de encontrarme en aquellas extrañas circunstancias. Estuve a punto de creer que de algún modo estaba soñando sin haberme quedado dormido primero.

Las puertas de carga de la camioneta se cerraron con estrépito. Cuando gire la cabeza hacia la izquierda, vi los zapatos del calvo que se aproximaban a la puerta del conductor.

El auxiliar iba a esperar allí a que se cerraran las puertas abatibles después de que los dos vehículos partieran. Si me quedaba debajo del coche fúnebre, me descubriría cuando Sandy se alejara.

Ignoraba cual de los dos auxiliares se había quedado, pero no tenía importancia. Confiaba en que fuera el mejor de los jóvenes que se habían llevado a mi padre de su lecho de muerte.

Sin embargo, si Sandy Kirk miraba por el espejo retrovisor al salir del garaje, podía descubrirme. Entonces tendría que enfrentarme con él y con el auxiliar.

El motor de la camioneta se puso en marcha.

Mientras Sandy y el otro metían la camilla en la parte trasera del coche fúnebre, me deslice fuera del vehículo. Se me cayó la gorra. La agarré y sin echar una mirada a la parte trasera del vehículo supere corriendo oblicuamente los dos metros y medio que me separaban de la cámara frigorífica.

Una vez en el interior de la fría habitación, me enderece y me oculté detrás de la puerta, apretando bien la espalda contra la pared de cementó.

En el garaje nadie dio un grito de alarma. Era evidente que no me habían visto.

Entonces me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración y la deje salir con un largo siseo entre los dientes apretados. Me lagrimeaban los ojos, sometidos al estimulo de la luz. Los sequé con el dorso de las manos.

Había dos paredes ocupadas por hileras de cajones de acero inoxidable en donde el aire era todavía mas frío que en la habitación cuya temperatura era lo bastante baja para hacerme temblar. A un lado había dos sillas de madera sin cojines. El pavimento era de baldosas blanco porcelana con lechadas en las junturas para facilitar la limpieza si la bolsa de un cadáver goteaba.

De nuevo había en el techo tubos fluorescentes, demasiados, así es que me hundí hasta las cejas la gorra Instrucción Secreta. Me sorprendió que las gafas de sol que guardaba en el bolsillo de la camisa no se hubieran roto. Me protegí los ojos.

Un porcentaje de radiación ultravioleta penetra a través de la pantalla antisolar de cota mas elevada. Había soportado más exposición a la luz directa durante la última hora que durante todo el año anterior. Como el ruido de los cascos de un terrible caballo negro, los peligros de una exposición acumulativa retumbaron en mi cabeza.

Al otro lado de la puerta abierta, el motor de la camioneta se puso a rugir. El rugido descendió suavemente, se convirtió en un gruñido y el gruñido en un murmullo mortecino.

El Cadillac de la funeraria siguió a la camioneta en la noche. La gran puerta del garaje se abatió y se cerró con un bufido compacto que retumbo a través del reino subterráneo del hospital, e inmediatamente después, el eco desplegó un silencio trémulo más allá de las paredes de cemento.

Permanecí en tensión, con los puños cerrados.

Aunque seguramente todavía estaba en el garaje, el auxiliar no hacía ruido. Me lo imaginé enderezando la cabeza con curiosidad y mirando la maleta de mi padre.

Un minuto antes estaba seguro de que podría vencer a ese hombre. Pero ahora mi confianza decreció. Físicamente estábamos equilibrados, sin embargo podía tener una crueldad de la que yo carecía.

No le oí aproximarse. Estaba al otro lado de la puerta abierta, a unos centímetros de donde yo me encontraba y sólo me enteré de su presencia porque la suela de goma de sus zapatos rechinó en las baldosas de porcelana cuando cruzó el umbral.

Si seguía hasta el interior, el enfrentamiento era inevitable. Yo tenía los nervios tan tensos como los muelles de un mecanismo de relojería.

Tras una indecisión desconcertante, el auxiliar apago las luces. Cerró la puerta de golpe cuando salió de la habitación.

Le oí meter la llave en la cerradura. El cerrojo de seguridad se introdujo en su lugar con un sonido similar al que hace el martillo de un revolver de gran calibre cuando se dispara con la recámara vacía.

Supuse que ningún cadáver ocupaba los helados cajones del depósito. El ritmo de defunciones en el Mercy Hospital -en la tranquila Moonlight Bay- no es tan frenético como en las grandes instituciones de las ciudades llenas de violencia.

Aunque todas aquellas literas de acero inoxidable hubieran estado llenas de cadáveres, su compañía no me hubiera puesto nervioso. Un día estaré tan muerto como cualquier residente del cementerio, sin duda antes que cualquier otro hombre de mi edad. La muerte es tan sólo el compadre de mi futuro.

Tenía un temor reverencial a la luz, y ahora la perfecta oscuridad de aquella habitación sin ventanas era, para mí, como el agua reparadora a un hombre muriendo de sed. Durante un minuto o poco más saboreé la absoluta negrura que me bañaba la piel, los ojos.

Reacio a moverme, seguí detrás de la puerta, con la espalda contra la pared, esperando quizá que el auxiliar volviera en cualquier momento.

Por fin me saque las gafas de sol y las deslice en el interior del bolsillo de la camisa.

En medio de la oscuridad, mi cabeza giraba vertiginosamente al ritmo de mis especulaciones.

El cuerpo de mi padre iba en la camioneta blanca y se dirigía a un destino que ignoraba. Bajo la custodia de unas personas cuyos actos me resultaban incomprensibles.