Si fue así, no parecía un acto de provocación sino más bien un saludo o hasta una gentileza. La intuición me decía que las palabras Instrucción Secreta tenían algo que ver con el trabajo de mi madre. Veintiún meses después de su muerte, alguien me había dado la gorra porque era un lazo de unión con ella y quienquiera que me había hecho el regalo era alguien que admiraba a mi madre y me respetaba a mí porque yo era su hijo.
Esto es lo que deseaba creer: que en la impenetrable conspiración había alguien que no consideraba a mi madre como una villana, alguien amistoso, aunque no me reverenciara, como había dicho Roosevelt. Deseaba creer fervientemente que allí dentro había buenos tipos, no sólo malvados, porque cuando me enteré de lo que mi madre había hecho para destruir este mundo, prefería recibir la información de personas que estaban convencidas, por lo menos, de que sus intenciones habían sido buenas.
No quería enterarme de la verdad por boca de personas que odiaban a mi madre y a mí me perseguían y que soltaban con amargura aquella acusación: «¡Tú!».
– ¿Hay alguien ahí? -pregunte.
La pregunta se alzó en espiral en ambas direcciones, rebotó en las paredes de la habitación en forma de huevo y volvió a mí en dos ecos separados, como el murmullo de la brisa a través del agua.
Ninguno de los dos recibió respuesta.
– No busco venganza -exclamé- No la quiero.
Nada.
– No voy a ir a las autoridades. Es demasiado tarde y lo hecho, hecho está. Lo acepto.
El eco de mi voz desapareció poco a poco. Otra vez la habitación se llenó de un silencio sobrecogedor tan denso como el agua.
Esperé un minuto antes de romperlo de nuevo.
– No quiero que Moonlight Bay quede borrada del mapa, y mis amigos tampoco. Bajo ninguna razón. Todo lo que deseo es comprender.
Nadie apareció para darme explicaciones.
Ir allí había sido una apuesta arriesgada.
Pero no me sentí desilusionado. Rara vez me había permitido sentir desilusión por algo. La lección de mi vida es la paciencia.
Sobre aquellas cavernas construidas por el hombre, el amanecer se estaba aproximando rápidamente y no podía perder más tiempo en Fort Wyvern. Tenía otro asunto importante que resolver antes de ir a casa de Sasha a esperar la desaparición del reinado del sol.
Orson y yo atravesamos el sonoro suelo, en el que el haz de luz de la linterna era refractado con espirales de un brillo dorado como galaxias de estrellas bajo los pies.
Al otro lado del pórtico de la entrada, junto a la pared de cemento de color parduzco de lo que debió de ser una cámara de descompresión, encontré la maleta de mi padre. La que dejé en el garaje del hospital.
No estaba cuando había pasado por allí hacía cinco minutos.
Me aproxime a la maleta y busque con la luz de la linterna a mi alrededor. No había nadie.
Orson husmeó la maleta y yo volví a su lado. Cuando levanté la maleta, era tan ligera que pensé que estaba vacía, pero escuché un ruidito en su interior.
Al ir a abrirla el corazón se me encogió: podía encontrar un par de ojos dentro. Para superar la horrible visión, imaginé el rostro encantador de Sasha y el corazón volvió a latir.
Cuando abrí la tapa, la maleta sólo parecía contener aire. Las ropas, los objetos de aseo, los libros de bolsillo y demás efectos habían desaparecido.
Entonces vi la fotografía en un rincón de la maleta. La instantánea de mi madre que había prometido incinerar con el cuerpo de mi padre.
Iluminé el retrato con la linterna. Estaba preciosa y sus ojos tenían el brillo de la inteligencia.
Vi en su rostro ciertos rasgos de mi semblante que me hicieron comprender por qué Sasha, a pesar de todo, me mira con buenos ojos. En el retrato mi madre estaba sonriendo y su sonrisa era como la mía.
Orson quería ver la fotografía y se la enseñé. Durante unos segundos su mirada se deslizó por la imagen. El suave gemido que emitió cuando apartó la vista de su rostro, fue la esencia de la tristeza.
Orson y yo somos hermanos. Yo soy el fruto del corazón y el seno de Wisteria. Orson es el fruto de su mente. No compartimos la misma sangre, pero compartimos cosas más importantes que la sangre.
Orson volvió a gemir.
– Muertos y enterrados -dije con firmeza, centrado en el futuro que ahora iba a venir con el día.
Dirigí una última mirada a la fotografía y me la guardé en el bolsillo.
Sin dolor, sin desespero. Sin autocompasión.
De cualquier modo mi madre no está del todo muerta. Vive en mí y en Orson y quizás en otros como Orson.
A pesar de los crímenes contra la humanidad de los que mi madre podría ser acusada, vive en nosotros, vive en el hombre elefante y en su extraño perro. Y con la debida humildad, creo que para nosotros es bueno estar en el mundo. No somos los malos.
– Gracias -dije mientras abandonaba el lugar, dirigiéndome a quien me había dejado la fotografía. Aunque no sabía si podía oírme, consideraba que sus intenciones habían sido buenas.
Arriba, fuera del hangar, la bicicleta me estaba esperando en el mismo sitio donde la había dejado. Las estrellas también.
Me alejé pedaleando a buen ritmo de la Ciudad Muerta y recorrí el camino de vuelta hacia Moonlight Bay donde la niebla -y algo más- me esperaban.
V CERCA DEL AMANECER
30
La casa de estilo Nantucket, con tejas de madera oscura y porches blancos, parece haber sido desplazada cuatro mil quinientos kilómetros por un movimiento de tierras del continente para venir a descansar aquí, en las colinas de California sobre el Pacífico. Cuando te aproximas, la casa, con el patio que da a una extensión de tierra de media hectárea en la que crecen los pinos, emana la gracia, el encanto y el calor de la familia que habita entre sus muros.
Todas las ventanas estaban a oscuras, pero dentro de poco aparecería una luz en alguna de ellas. Rosalina Ramírez se levanta temprano para prepararle el desayuno a su hijo, Manuel, que pronto volverá de la guardia doble, siempre que no se haya retrasado debido al papeleo provocado por la muerte del jefe Stevenson. Como era mejor cocinero que su madre, Manuel hubiera preferido prepararse él mismo el desayuno, pero comía lo que ella le preparaba y lo agradecía. Rosalina todavía estaba durmiendo; tenía un dormitorio grande que antes pertenecía a su hijo, pero que dejó de utilizar después del fallecimiento de su esposa cuando dio a luz a Toby.
Junto al patio trasero, a juego con la casa y con las ventanas con postigos blancos, hay un pequeño granero con el tejado a la holandesa. Como la propiedad se encuentra en el extremo sureste de la ciudad, da acceso a inclinados senderos y a las colinas. El antiguo propietario tenía establos para caballos en el granero. Ahora es un estudio en el que Toby Ramírez trabaja el vidrio.
Cuando me aproximaba a través de la niebla, vi un tenue brillo detrás de unas ventanas. A veces Toby se despierta mucho antes del amanecer y se va a su estudio.
Apoyé la bicicleta contra la pared del granero y me dirigí a la ventana más próxima. Orson apoyó una pata en el antepecho de la ventana y escudriñó el interior.
Cuando voy a visitar a Toby, normalmente no acudo al estudio. Los paneles fluorescentes del techo brillan demasiado. Y como el cristal de boro silicato se trabaja a temperaturas superiores a los doscientos grados Fahrenheit, emite gran cantidad de luz que si puede dañar los ojos de otros, más dañaría los míos. Si Toby esta trabajando apaga las luces y sale a charlar un rato.
Ahora llevaba puestas unas gafas protectoras con lentes de didimio y estaba en su silla de trabajo ante la mesa de vidriero, frente al quemador Fisher Multi-Flame. Acababa de dar forma a un bonito vaso con aspecto de pera con cuello largo que todavía estaba tan caliente que emitía un resplandor rojo y dorado; ahora lo estaba templando.