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Me era imposible imaginar una razón lógica del extraño intercambio de cadáveres, excepto que la causa de la muerte de mi padre no fuera tan clara como un cáncer. Y si los restos de mi pobre padre podían incriminar a alguien, ¿por qué los culpables no permitían que el horno crematorio de Sandy Kirk destruyera la evidencia?

Al parecer necesitaban su cuerpo.

¿Por qué?

Noté un sudor frío en el interior de mis puños cerrados y la humedad que me bañaba la nuca.

Cuanto más pensaba en la escena que había presenciado en el garaje, menos cómodo me sentía en aquella oscura estación de la muerte. Aquellos acontecimientos tan extraños habían removido antiguos temores en mi interior, de tal manera que me era imposible discernirlos mientras pululaban y se movían en círculo en la oscuridad.

En lugar de mi padre iban a incinerar a un autoestopista asesinado. Pero ¿por que habían matado a un inofensivo vagabundo? Sandy hubiera podido llenar la urna de bronce con cenizas de madera y yo no hubiera dudado que eran humanas. Además, era muy poco probable que yo pidiera que abrieran la urna sellada una vez me la entregaran, y mas improbable todavía que sometiera su contenido a un análisis de laboratorio para determinar su composición y su origen.

Mis pensamientos se confundían en una apretada trama, imposible de deshacer.

Vacilante, saqué el encendedor del bolsillo. Dudé un momento, aguzando el oído por si escuchaba algún sonido furtivo al otro lado de la puerta cerrada y entonces encendí la llama.

No me hubiera sorprendido ver un cadáver de alabastro levantarse en silencio desde su sarcófago de acero, quedarse ante mí, grasienta confrontación con la muerte, brillando a la suave luz del mechero de gas, los ojos abiertos pero ciegos, la boca abierta para comunicar un secreto aunque sin producir siquiera un murmullo. No había ningún cadáver enfrente, pero serpientes de luz y sombra se escapaban de la temblorosa llama y se arremolinaban en los paneles de acero, produciendo la ilusión de movimiento en los cajones, de tal manera que los receptáculos parecían moverse hacia fuera.

Al volverme hacia la puerta descubrí que para evitar que nadie se quedara encerrado accidentalmente en la cámara frigorífico, el candado podía abrirse desde el interior. A este lado no se necesitaba llave, el cerrojo se corría con un simple giro del pulgar.

Saque el gancho del candado con el mayor sigilo que me fue posible. La perilla de la puerta crujió suavemente.

Al parecer el silencioso garaje estaba desierto, pero yo seguí alerta. Podía haber alguien detrás de una de las columnas de soporte, de la ambulancia o de la camioneta de reparto.

Al mirar de soslayo hacia la lluvia seca de luz fluorescente, observé con desaliento que la maleta de mi padre había desaparecido. Debió de llevársela el auxiliar.

No quería atravesar el sótano del hospital para llegar hasta las escaleras por las que había bajado. El riesgo de encontrarme a uno o a ambos auxiliares era demasiado grande.

Hasta que no abrieran la maleta y examinaran el contenido, no podrían saber quién era el propietario. Pero cuando encontraran la cartera de mi padre con su DNI, sabrían que yo había estado allí y se preguntarían qué habría visto u oído.

Había sido asesinado un autostopista no porque conociera sus actividades, ni porque los pudiera incriminar, sino solo porque necesitaban un cuerpo para incinerar por razones que a mí todavía se me escapaban. Con los que supusieran una verdadera amenaza para ellos, serían aun más desalmados.

Presioné el botón que abría la puerta abatible. El motor zumbó, la cadena dio una repentina sacudida al tensarse y la gran puerta dividida en segmentos ascendió con un tremendo chasquido. Nervioso, eché un vistazo al garaje, esperando ver irrumpir desde su escondite a un agresor y abalanzarse sobre mí.

Cuando la puerta estuvo abierta a medias, volví a presionar un segundo botón y la detuve, después presioné un tercero. Mientras descendía, me deslicé por debajo de ella y salí a la noche.

Los altos faroles derramaban una luz cobriza y fría de un amarillo opaco sobre la calzada que hacía pendiente desde el garaje subterráneo. Al final de la calzada, el aparcamiento estaba iluminado por esta luz tétrica, que era como el brillo frígido de la antecámara de las inmediaciones de un infierno en el que el castigo consistiera en una eternidad de hielo en lugar de fuego.

Cuando me era posible avanzaba por las zonas ajardinadas, a la sombra nocturna de alcanfores y pinos.

Crucé apresuradamente una calle estrecha y entré en un barrio residencial de pintorescas casitas españolas. En una callejuela sin farolas, las ventanas de la parte trasera de las casas estaban iluminadas, y tras ellas había habitaciones en las que vidas extrañas, llenas de infinitas posibilidades y dichosa mediocridad, eran vividas a mis espaldas y casi más allá de mi comprensión.

Con frecuencia me siento ingrávido en la noche, y esta era una de aquellas ocasiones. Corrí tan silencioso como un ave nocturna deslizándose en las sombras.

El mundo de la oscuridad me había acogido y formado durante veintiocho años, siempre había sido para mí un lugar cómodo y pacífico. Pero ahora, por primera vez en mi vida, me atormentaba la sensación de que me seguía un predador a través de la oscuridad.

Resistí el impulso de mirar por encima del hombro, aceleré el paso eché a correr a gran velocidad por las estrechas y oscuras callejuelas de Moonlight Bay.

II LA NOCHE

5

He visto fotografías de pimenteros de California a la luz del día. Cuando los retratan en todo su esplendor, son unos árboles delicados, gráciles, un sueño verde.

Por la noche, el pimentero adquiere un carácter diferente del que posee a la luz del día. Es como si le colgara la cabeza y sus largas ramas se inclinaran hasta ocultar un rostro que expresa tormento y dolor.

Estos árboles flanqueaban la larga avenida de la funeraria de Sandy Kirk, que ocupaba una loma de hectárea y media en el límite nordeste de la ciudad, junto a la Autopista 1, a la que se accedía por un paso superior. Parecían hileras de deudos esperando presentar sus respetos al difunto.

Cuando ascendí por el sendero privado, en el que unas luces de jardín bajas, en forma de seta, derramaban anillos de luz, los árboles se agitaron con la brisa. La fricción del viento con las hojas provocó murmullos que parecían lamentos.

No había ningún coche aparcado en el acceso al depósito, lo que significaba que no había visitantes.

Siempre me desplazo por Moonlight Bay a pie o en bicicleta. Hubiera sido absurdo aprender a conducir un coche. No hubiera podido utilizarlo durante el día y por la noche hubiera tenido que ponerme gafas de sol para protegerme de la potencia de los focos que vienen de frente. Los polis suelen recelar de quien conduce de noche con gafas de sol. No importa lo sereno que parezcas.

Había luna llena.

Me gusta la luna. Ilumina sin abrasar. Da brillo a lo que es hermoso y oculta aquello que no lo es.

En la amplia cima de la colina, el camino de asfalto giraba sobre sí mismo para formar un espacioso recodo con un pequeño círculo de hierba en el centro. En el círculo, una reproducción en cemento de la Pietá de Miguel Ángel.

El reflejo de la luz de la luna iluminaba el cuerpo del Cristo muerto, apoyado en el regazo de su madre. La Virgen también brillaba tenuemente. Bajo los rayos del sol la tosca replica sería de una vulgaridad indecible.

Sin embargo, cuando se enfrentaban a una perdida dolorosa, la mayoría de los parientes del difunto encontraban consuelo en la seguridad de la existencia de un sentido y designio universales, aunque su representación fuera tan burda. Una de las cosas que me gusta del ser humano es su capacidad de elevarse tan alto ante la más leve insinuación de esperanza.