Ian Rankin
Nombrar a los muertos
Nº 16 Serie Rebus
A todos los que estaban en Edimburgo el 2 de julio de 2005
«En nuestra mano está intentar un nuevo mundo, decir lo que sabemos de la verdad y hacer algo todos los días.»
A. L. Kennedy, en su escrito sobre la marcha a Gleneagles.
« Escribamos un capítulo del que estemos orgullosos.»
Bono en un mensaje al G8
CARA UNO: LA SANGRE OBLIGA
VIERNES 1 DE JULIO DE 2005
Capítulo 1
En lugar de himno al final se oyó la música de Love Reign O'er Me de The Who. Rebus lo reconoció nada más empezar, al tiempo que los truenos y una intensa lluvia sacudían la iglesia. Estaba en el primer banco: Chrissie se había empeñado. Él habría preferido situarse atrás del todo, su lugar habitual en los funerales. Tenía sentados a su lado al hijo y a la hija de Chrissie. Lesley consolaba a su madre llorosa pasándole un brazo por los hombros. Kenny miraba fijamente al frente, conteniendo sus emociones para más tarde. Aquella mañana, en la casa, Rebus le había preguntado qué edad tenía. Iba a cumplir treinta años el próximo mes. Lesley tenía dos años menos. Hermano y hermana se parecían a la madre, y Rebus recordó que la gente decía lo mismo de Michael y éclass="underline" «Sois el vivo retrato de vuestra mamá». Michael… Mickey si lo preferís. Su hermano más joven estaba allí muerto, en un ataúd reluciente, con cincuenta y cuatro años; la tasa de mortalidad de Escocia era igual a la de un país tercermundista. El estilo de vida, la dieta, los genes… Muchas teorías. Aún no se conocían los resultados de la autopsia. Chrissie le había dicho a Rebus por teléfono derrame cerebral masivo, añadiendo que había sido «súbito», como si eso cambiara algo.
Súbito significaba que Rebus no había podido despedirle. Significaba que lo último que le había dicho a Michael hacía tres meses y por teléfono era un chiste simplón sobre su adorado equipo de fútbol Raith Rovers. Junto con las coronas, habían puesto sobre el féretro un pañuelo de los Raith blanco y azul marino. Kenny lucía una corbata de su padre con el escudo del Raith, un extraño animal sujetando una hebilla de cinturón. Rebus le preguntó qué significaba, pero Kenny se había encogido de hombros. Rebus miró a lo largo del banco y vio que, a un gesto del oficiante, todos se ponían de pie. Chrissie echó a andar por la nave lateral flanqueada por sus hijos. El oficiante miró a Rebus, pero él no se movió del sitio. Volvió a sentarse para dar a entender a los demás que no le esperasen. La canción iba ya por un poco más de la mitad. Era la última de Quadrophenia. Michael era un gran admirador de The Who, mientras que él, Rebus, prefería los Stones, aunque tenía que admitir que en álbumes como Tommy y Quadrophenia, The Who hacían una música de la que los Stones nunca habrían sido capaces. Daltrey daba alaridos pidiendo un trago. Rebus no podía estar más de acuerdo, pero había que tener en cuenta la vuelta en coche a Edimburgo.
Habían alquilado la sala de actos de un hotel de la localidad. Estaban todos invitados, tal como había dicho el sacerdote desde el púlpito. Habría whisky y té, y sándwiches. Se contarían anécdotas, se hablaría de recuerdos, con sonrisas, frenando con el dedo alguna lágrima furtiva, todo sin levantar la voz, y los camareros se moverían sin hacer ruido, con respeto. Rebus trataba de preparar mentalmente frases, las palabras con que iba a excusarse.
«Tengo que volver, Chrissie. Hay mucho trabajo.»
Podía mentir y alegar lo de la reunión del G-8. Aquella mañana, en la casa, Lesley había comentado que tendría que estar ocupado con el dispositivo de organización. Podría haberle dicho: «Soy el único policía que por lo visto está de más». Iban a recibirse refuerzos de agentes de todas partes. Sólo de Londres se esperaban quinientos. Y, sin embargo, el inspector John Rebus estaba excedente. Alguien tenía que tomar el timón del barco: eso había dicho el inspector jefe James Macrae, mientras por encima de su hombro sonreía satisfecho su acólito, el inspector Derek Starr, que se consideraba candidato indiscutible al trono de Macrae. Algún día dirigiría la comisaría de policía de Gayfield Square. John Rebus no era rival para nadie al quedarle apenas un año para la jubilación. El propio Starr lo había comentado: «Nadie te reprocha que te lo tomes con calma, John. A tu edad, es lo normal». Tal vez, pero los Stones eran más viejos que él; y Daltrey y Townshend, también. Y todavía tocaban, todavía salían de gira.
La canción estaba a punto de terminar, y Rebus volvió a ponerse en pie. Estaba solo en la iglesia. Echó una última mirada al biombo de terciopelo morado. Tal vez el féretro seguía detrás; o quizás lo habían trasladado a otro lugar del crematorio. Pensó en la adolescencia; dos hermanos que compartían habitación, que ponían discos de 45 comprados en High Street de Kirkcaldy. My Generation y Substitute. Mickey le preguntó un día sobre aquel tartamudeo de Daltrey en el primero, y él le contestó que había leído que era por las drogas. La única droga que habían probado ellos dos era el alcohol en tragos robados de las botellas de la despensa o una lata de cerveza dulzona compartida después de apagar las luces en casa. Los dos parados en el paseo marítimo de Kirkcaldy, mirando el mar, y Mickey cantando I Can See For Miles. Pero ¿había sucedido realmente aquello? El disco salió en el 66 o el 67, y él entonces estaba en el ejército. Tuvo que ser durante algún permiso en casa. Sí, los dos: Mickey con su pelo largo hasta los hombros, imitando a Daltrey, y él, con el corte militar al rape, inventándose historias para que la vida de cuartel pareciera más emocionante, cuando aún no había ido a Irlanda del Norte.
En aquella época estaban muy unidos, y él le escribía cartas y postales; su padre se sentía orgulloso de él, orgulloso de los chicos.
«El vivo retrato de vuestra mamá.»
Salió fuera. Llevaba ya en la mano la cajetilla abierta. Había más gente fumando. Le dirigieron inclinaciones de cabeza, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra. Ahora las coronas y las tarjetas estaban en fila junto a la puerta y la concurrencia las miraba. Se oirían las palabras de rigor «pésame», «pérdida» y «dolor», «os acompañamos en el sentimiento», a la familia. No se pronunciaría el nombre de Michael. La muerte tiene su protocolo. Los más jóvenes comprobaban si tenían mensajes en el móvil. Rebus sacó el suyo del bolsillo y lo encendió. Cinco llamadas, todas del mismo número. Se lo sabía de memoria; pulsó los botones y se acercó el aparato al oído. La sargento Siobhan Clarke contestó de inmediato.
– Te he estado llamando toda la mañana -dijo dolida.
– Lo tenía apagado.
– Bueno, pero ¿dónde estás?
– Sigo en Kirkcaldy.
Se oyó un hondo suspiro.
– Hostia, John, lo había olvidado totalmente.
– No te preocupes.
Vio a Kenny abrir la puerta del coche a Chrissie. Lesley le hizo seña de que iban al hotel. El coche era un BMW, pues a Kenny le iba muy bien como ingeniero mecánico. No estaba casado; tenía novia, pero ella no había podido asistir al funeral. Lesley estaba divorciada y sus hijos, chico y chica, de vacaciones con el padre. Rebus asintió con la cabeza y ella subió al asiento de atrás.
– Pensé que era la semana que viene -dijo Siobhan.
– O sea que llamabas para regodearte -replicó Rebus echando a andar hacia su Saab.
Siobhan llevaba dos días en Perthshire acompañando a Macrae para un reconocimiento de seguridad sobre el G-8. Macrae era muy amigo del subcomisario de Tayside y lo que menos deseaba era que su solícito amigo metiera la nariz en todo. La reunión de los líderes del G-8 se celebraría en el Hotel de Gleneagles, en las afueras de Auchterarder, aislado en la campiña y rodeado de un perímetro de vallas de seguridad. La prensa abundaba en artículos sobre el riesgo de amenazas y los tres mil marines estadounidenses preparados para desembarcar en Escocia y proteger a su presidente. Mencionaban una conjura anarquista para bloquear carreteras y puentes con camiones tomados en autostop. Bob Geldof quería que invadiera Edimburgo un millón de manifestantes que la gente alojaría en sus habitaciones de invitados, cocheras y jardines; se enviarían barcos a Francia para recoger manifestantes. Grupos con nombres como Ya Basta y el Black Bloc sembrarían el caos, y la People's Golfing Association pretendía romper el cordón de seguridad y jugar unos hoyos en el famoso campo de Gleneagles.