Él no contestó. Pero aún resonaba en su mente otra frase del profesor cuando se acercó a la mesa de Siobhan a por las fotos de la autopsia de Colliar. «En la muerte todos regresamos a la inocencia, John.» Era cierto que Colliar presentaba un rostro sereno, como exento de preocupaciones.
El teléfono sonó de nuevo en el despacho de Starr. Rebus dejó que sonara y cogió el de la mesa de Siobhan. En el lateral del disco duro había un papelito adhesivo con nombres y números, pero sabía que no era cuestión de llamar al laboratorio, por lo que marcó un número de móvil.
Ray Duff respondió casi de inmediato.
– Ray. Soy el inspector Rebus.
– ¿Para hacerme la rosca invitándome a copas un viernes por la noche? -Ante el silencio de Rebus lanzó un suspiro-. ¿Por qué no me sorprende?
– A mí sí que me sorprendes, Ray, rehuyendo tu deber.
– No duermo en el laboratorio, ¿sabe?
– A los dos nos consta que es mentira.
– Okay, me quedo alguna tarde.
– Y eso es lo que me gusta de ti, Ray. Ya ves, a los dos nos anima la misma pasión por el trabajo.
– Una pasión que iré a olvidar esta noche participando en el concurso de preguntas de mi pub habitual.
– No es asunto mío juzgarte, Ray. Sólo quería saber cómo iba esa prueba de Colliar.
Rebus oyó una leve risita contenida y cansada al otro extremo de la línea.
– No para nunca, ¿verdad?
– Yo nunca, Ray. Estoy echando una mano a Siobhan. Y esto podría ser un paso importante en su carrera si lo resuelve, pues fue ella quien descubrió el trozo de tela.
– No hace ni tres horas que hemos recibido la prueba…
– ¿Sabes eso de que hay que machacar el hierro cuando está caliente?
– La cerveza que tengo delante está bien fría, John.
– Siobhan te lo agradecería mucho. Está deseando que ganes el premio.
– ¿Qué premio?
– La posibilidad de que le enseñes tu coche. Un día en el campo, los dos, por esas tortuosas carreteras. Quién sabe, tal vez una habitación de hotel al final de la excursión si sabes jugar bien tus bazas. -Rebus hizo una pausa-. ¿Qué es esa música que suena?
– Hay que acertarla con diez preguntas.
– Parece Steely Dan. Reeling in the Years.
– Pero ¿de dónde tomó el nombre el grupo?
– De un consolador de una novela de William Burroughs. Bien, asegúrame que después irás directamente al laboratorio.
Más que satisfecho con el resultado, Rebus se ofreció una taza de café mientras estiraba las piernas. El edificio estaba tranquilo. Había sustituido al sargento de recepción un joven agente que Rebus no conocía, pero le saludó con una inclinación de cabeza.
– Intento pasar una llamada al DIC y no responden -dijo el agente, aflojándose con el dedo la presión del cuello de la camisa, donde su piel presentaba acné o algún tipo de erupción.
– Entonces es para mí -dijo Rebus-. ¿Qué ocurre?
– Problemas en el castillo, señor.
– ¿Ya han comenzado las protestas?
El agente negó con la cabeza.
– Comunican que se han oído gritos y que desde la muralla ha caído un cuerpo al parque de Princes Street.
– A esta hora no está abierto el castillo -dijo Rebus frunciendo el ceño.
– Celebran en él una cena de capitostes.
– Ah. ¿Y quién es el que ha caído?
El agente se encogió de hombros.
– ¿Digo que aquí no hay nadie?
– No seas tonto, hijo -replicó Rebus echando a andar y recogiendo su chaqueta.
Aparte de importante atracción turística, el castillo de Edimburgo servía de puesto de operaciones. Así se lo recalcó el comandante David Steelforth a Rebus nada más interceptarle frente al rastrillo.
– Qué movilidad la suya -dijo Rebus por toda respuesta.
El hombre del Departamento Especial iba vestido de gala: pajarita, fajín, esmoquin y zapatos de charol.
– Lo cual significa en concreto que está bajo la égida de las fuerzas armadas.
– No sé muy bien qué quiere decir «égida», comandante.
– Quiere decir -replicó Steelforth entre dientes, exasperado- que será la Policía Militar quien se encargue de investigar las circunstancias de lo ocurrido.
– ¿Ha cenado bien? -dijo Rebus sin dejar de caminar.
El sendero ascendía y los dos estaban sufriendo el azote de las rachas de viento.
– Inspector Rebus, los comensales son gente importante.
En ese preciso momento, por una especie de túnel, surgió un coche camino de la salida que obligó a Rebus y a Steelforth a apartarse. Rebus atisbo un rostro en el asiento de atrás y un brillo de gafas con montura de metal; era un rostro delgado, pálido, con aire de preocupación. La verdad es que el secretario de Asuntos Exteriores siempre parecía preocupado, como le comentó a Steelforth. El del Departamento Especial frunció el ceño, fastidiado porque Rebus le hubiera reconocido.
– Espero no tener que interrogarle -añadió Rebus.
– Escuche, inspector…
Pero Rebus ya echaba a andar.
– Resulta, comandante -dijo por encima del hombro-, que la víctima ha caído o ha saltado, o las «circunstancias» que sean, y no le discuto que fuese asunto del ejército en el momento de ocurrir, pero ha aterrizado en los jardines de Princes Street y el caso es de mi competencia -añadió con una sonrisa.
Siguió andando, tratando de recordar la última vez que había estado en las murallas del castillo. Sí, había llevado a su hija allí, pero hacía más de veinte años. El castillo dominaba Edimburgo y se veía desde Bruntsfield e Inverleith. Aproximándose a la ciudad desde el aeropuerto aparecía como una guarida siniestra de Transilvania que hacía pensar a quien lo contemplaba si no sufría un deterioro de la visión cromática. Desde Princes Street, Lothian Road y Johnston Terrace, sus laderas volcánicas aparecían cortadas a pico e inexpugnables, como históricamente se había demostrado, mientras que desde Lawnmarket, su acceso era una pendiente suave que no impedía hacerse una buena idea de la monumentalidad.
Poco había faltado para que Rebus quedara detenido en el trayecto en coche desde Gayfield Square. Agentes uniformados le impedían cruzar el puente de Waverley, donde ya colocaban entre chirridos y ruidos metálicos unas barreras en previsión de la marcha del día siguiente. Él tocó insistentemente el claxon ajeno a los aspavientos de que se desviara, y cuando se le acercó un agente, bajó el cristal de la ventanilla y enseñó el carné de policía.
– Está cerrado -replicó el hombre, con acento inglés, tal vez de Lancashire.
– Soy del Departamento de Investigación Criminal -alegó Rebus-. Y detrás de mí va a llegar una ambulancia, el forense y una furgoneta de la científica. ¿Va a decirles lo mismo?
– ¿Qué ha ocurrido?
– Uno que ha aterrizado en el parque -contestó Rebus señalando con la barbilla hacia el castillo.
– Malditos manifestantes. Ayer uno se quedó bloqueado en las rocas y tuvieron que bajarle los bomberos.
– Bien, por mucho que me encante la cháchara…
El agente le miró furioso pero le abrió la barrera.
Y ahora se encontraba con otra barrera: el comandante David Steelforth.
– Éste es un juego peligroso, inspector. Mejor es que nos lo deje a los expertos en Inteligencia.
Rebus entrecerró los ojos.
– ¿Me está llamando burro?
– Ni mucho menos -replicó Steelforth con una carcajada seca.
– Ah, bueno -dijo Rebus prosiguiendo camino a donde tenía que llegar. Ya había miembros de la policía militar inclinados sobre el parapeto de la muralla y un grupo de hombres mayores de aspecto distinguido vestidos de etiqueta, merodeando cerca y fumando puros.
– ¿Cayó desde aquí? -preguntó Rebus a los soldados, con el carné preparado, aunque decidió no identificarse como policía civil.
– Más o menos -contestó uno.