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Miró la pantalla de cristal líquido y recordó que Eric Bain le había dejado un mensaje.

– A ver qué quiere -musitó pulsando teclas.

– Siobhan, soy Eric -sonó la voz borrosa-. Molly me ha dejado y, Dios, no sé… -ruido de tos-. Quisiera que tú… ¿cómo te lo explicaría? -Otra tos seca como si se sintiera mal. Siobhan miró el paisaje sin verlo-. Mierda… He tomado… he tomado… muchas…

Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y giró la llave de contacto, puso la marcha y arrancó a toda velocidad con las luces largas puestas y tocando el claxon en los semáforos rojos. Pidió una ambulancia sin soltar el volante, diciéndose que todavía dominaba la situación. y doce minutos después frenaba frente a la casa de Bain sin mayores males que un arañazo en la carrocería y un retrovisor lateral tocado. Otra visita al taller del mecánico amigo de Rebus.

No tuvo que llamar a la puerta de Bain porque estaba abierta. Entró corriendo en el piso y le encontró tendido en el cuarto de estar con la cabeza apoyada en un sillón. Vio una botella vacía de Smirnoff y un frasco de paracetamol también vacío.

Le tomó el pulso y comprobó que estaba tibio y con respiración débil pero acompasada; tenía el rostro sudoroso y la entrepierna mojada por haberse orinado. Pronunció su nombre varias veces, dándole bofetadas y abriéndole los párpados.

– ¡Vamos, Eric, despierta! ¡Despierta, Eric! -exclamó zarandeándole-. ¡Tienes que levantarte, Eric! ¡Vamos, gandul de mierda! -No podía con él y era imposible levantarlo. Comprobó si tenía algo en la boca que impidiera la respiración y volvió a zarandearle-. Eric, ¿cuántas has tomado? ¿Cuántas pastillas, Eric?

Era buena señal que hubiese dejado la puerta abierta en previsión de que entraran. Y la había llamado. ¡La había llamado a ella!

– Siempre fuiste un peliculero, Eric -rezongó Siobhan, apartándole el pelo de la frente. El cuarto era puro desorden-. ¿Y si vuelve Molly y ve cómo tienes el piso? Levántate ahora mismo.

Bain parpadeó y lanzó un profundo gruñido, al tiempo que se oía ruido en la puerta y entraban dos médicos con uniforme verde, uno de ellos con una caja de instrumental.

– ¿Qué ha ingerido?

– Paracetamol.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Un par de horas.

– ¿Cómo se llama?

– Eric.

Siobhan se puso en pie y se apartó para hacerles sitio. Los médicos comprobaron la reacción pupilar con un instrumento.

– ¿Me oye? -preguntó uno de ellos-. ¿Puede decir sí con la cabeza? Pruebe a mover los dedos. ¡Eric! Me llamo Colin y estoy aquí para ayudarle. ¿Eric? Diga que sí con la cabeza si me oye. Eric…

Siobhan contemplaba la escena con los brazos cruzados hasta que Eric, con una convulsión, comenzó a vomitar; uno de los médicos le dijo que mirase por el piso y comprobase si había indicios de que hubiera ingerido algo más.

Al salir del cuarto, Siobhan pensó si no se lo habría dicho para ahorrarle la desagradable escena. En la cocina no había nada; todo estaba impecable, salvo que se había dejado fuera de la nevera un cartón de leche, y al lado el tapón de la Smirnoff. Fue al cuarto de baño. El botiquín estaba abierto y en el lavabo, tirados, unos sobrecitos sin abrir de algo para la gripe, que ella puso en el armarito, donde había un frasco de aspirinas también sin empezar. Por lo que, tal vez, el paracetamol estaría empezado y no habría ingerido tantas pastillas como ella pensaba.

En el dormitorio seguían las cosas de Molly, pero tiradas por el suelo, como si Eric hubiese pensado vengarse en ellas, y una foto de la pareja fuera del marco pero ilesa, como si hubiera sido incapaz de romperla.

Volvió a informar a los médicos. Eric ya no vomitaba, pero el cuarto era una peste.

– Bueno, ha echado setenta centilitros de vodka -dijo el llamado Colin-, mezclados con unas treinta pastillas.

– Lo ha arrojado casi todo -añadió su colega.

– Entonces, ¿está fuera de peligro? -preguntó ella.

– Todo depende de la fase de intoxicación. ¿Dijo que fue hace dos horas?

– Él me llamó hace dos… hace casi tres horas. -Ellos la miraron-. Es que no leí el mensaje hasta… pocos segundos antes de llamar a urgencias.

– ¿Cuál era su estado cuando hizo la llamada?

– Hablaba con dificultad.

– Vaya -comentó el hombre mirando a su colega-. ¿Cómo lo bajamos?

– Sujeto a la camilla.

– Es que la escalera tiene recodos.

– Pues dame otra solución.

– Voy a llamar pidiendo ayuda -añadió Colin poniéndose en pie.

– Yo podría sujetarle las piernas -dijo Siobhan-. No teniendo que hacer maniobras con la camilla, en la escalera hay sitio.

– Buena idea -dijeron mirándose.

El teléfono de Siobhan comenzó a sonar, y cuando iba a desconectarlo vio que marcaba las iniciales JR. Salió al pasillo y contestó.

– No te lo vas a creer -dijo precipitadamente, oyendo simultáneamente que Rebus decía exactamente las mismas palabras.

Capítulo 27

Decidió ir a St. Leonard. Allí había menos posibilidades de que le viera nadie. En el mostrador de recepción no parecían saber que estaba suspendido de servicio, pues no le preguntaron para qué quería un cuarto de interrogatorio y le cedieron un uniformado que hiciera de testigo en la grabación que iba a efectuar.

Duncan Barclay y Debbie Glenister se sentaron juntos con sendas latas de coca-cola y diversas chocolatinas de la máquina expendedora. Rebus abrió un paquete de cintas de casete y puso dos en la máquina. Barclay preguntó por qué dos.

– Una para ti y otra para nosotros -contestó Rebus.

El interrogatorio fue sencillo, el agente no entendía nada y Rebus, tras ponerle en antecedentes, le preguntó si podía disponer transporte para la pareja.

– ¿Hasta Kelso? -replicó él estupefacto.

Debbie se cogió del brazo de Barclay y comentó que podían ir a algún bar de Princes Street. Barclay no parecía muy decidido pero acabó por ceder. Cuando se disponían a marchar, Rebus le dio cuarenta libras.

– Aquí son más caras las consumiciones -dijo-. Tómalo como un préstamo. La próxima vez que vengas a Edimburgo me traes un frutero de los tuyos.

Barclay aceptó los billetes.

– Inspector, ¿todo lo que me ha preguntado le servirá de algo? -dijo el joven.

– Más de lo que cree, señor Barclay -contestó Rebus estrechándole la mano.

Se retiró a un despacho de la planta de arriba. St. Leonard era su comisaría antes del traslado a Gayfield Square y sus estanterías, el depósito de ocho años de homicidios resueltos… Le sorprendió que no quedara ninguna señal de aquello, ninguna marca visible de su presencia ni de todos aquellos casos enrevesados que tan bien recordaba. No había nada en aquellas paredes desnudas y la mayoría de las mesas no se utilizaban y ni siquiera tenían silla. Antes de St. Leonard su destino había sido la comisaría de Great London Road y anteriormente la de High Street. Hacía treinta años que era policía y pensaba que ya poco le quedaba por ver.

Hasta aquel caso que tenía entre manos.

En una pared, había un gran tablero blanco de anotaciones con rotulador. Lo limpió con toallas de papel del lavabo; no salía bien la tinta porque era reseca de hacía semanas: el planteamiento de la Operación Sorbus. Allí habrían estado los agentes apoyados en las mesas y sentados tomando café mientras el jefe les instruía sobre lo que se avecinaba.

Todo lo que él acababa de borrar.

Buscó en los cajones de las mesas más a mano un rotulador y comenzó a escribir en el tablero a partir de arriba, con líneas oblicuas hacia los lados; hizo un subrayado doble en algunas palabras, rodeó otras con un círculo, marcó unas cuantas con signos de interrogación y cuando terminó se apartó para contemplar su organigrama de los crímenes de la Fuente Clootie. Siobhan le había enseñado a hacer aquel tipo de mapas. Ella rara vez resolvía un caso sin recurrir a ellos, aunque generalmente los guardaba en el cajón o en la cartera, sacándolos para repasar algo o reflexionar sobre una pista inexplorada o alguna relación que mereciera más examen. ¿Por qué lo hacía? Pensando que él se reiría de ella. Pero en un caso tan complicado como aquél, el organigrama era la herramienta idónea, porque mediante el análisis se disipaba la complejidad y se veía el núcleo.