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– Qué éxito tienes hoy -comentó Rebus, pero ella negó con la cabeza-. A ver si lo adivino, ¿no será Cafferty?

Siobhan le miró furiosa.

– Y si fuera, ¿qué? -espetó.

– Más vale que cambies de número.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Pero sólo después de haberle mandado un buen mensaje de texto diciendo lo que pienso de él. ¿Es mi ronda? -añadió mirando la mesa.

– Tal vez si comemos algo…

– ¿No has tenido bastante con las ostras de Pennen?

– Es un alimento poco sustancial.

– En esta calle hay un restaurante barato.

– Lo sé.

– Sí, claro que lo sabes. Llevas toda tu vida yendo allí.

– Casi toda mi vida -puntualizó él.

– Nunca hemos tenido una semanita como ésta -añadió ella para motivarle.

– Nunca -asintió él-. Acábate la copa y vamos a ese restaurante.

Ella asintió con la cabeza cogiendo el vaso crispada.

– El miércoles mis padres fueron a cenar a un restaurante indio y yo sólo les acompañé a los postres.

– Puedes ir a verlos a Londres.

– Estaba pensando cuánto vivirán -añadió ella con los ojos casi bañados en lágrimas-. ¿Se supone que es esto la raigambre escocesa, John? ¿Tomarse unas copas y ponerte sensiblera?

– Es nuestra condena mirar siempre al pasado -dijo él.

– Y luego va una al DIC y es todavía peor. La gente muere y nosotros rebuscamos su vida sin poder cambiar nada -sentenció Siobhan sin fuerza para alzar el vaso.

– Podemos darle una patada a Keith Carberry -propuso Rebus.

Ella asintió despacio con la cabeza.

– O, ya puestos, a Big Ger Cafferty… o a quien nos parezca. Somos dos -dijo él inclinándose ligeramente tratando de mirarla a los ojos-. Dos contra la naturaleza.

Ella le miró taimada.

– ¿Es la letra de una canción? -aventuró.

– El título de un álbum de Steely Dan.

– ¿Sabes que siempre me ha intrigado de dónde tomaron el nombre? -dijo ella reclinándose en el asiento.

– Te lo diré cuando estés sobria -añadió Rebus apurando la copa.

Rebus notó que los miraban mientras la ayudaba a levantarse y salían del bar. Hacía un viento frío y comenzaba a lloviznar.

– Quizá fuera mejor ir a tu casa y encargar la comida por teléfono -sugirió él.

– ¡No estoy tan borracha!

– Vale; muy bien.

Comenzaron a subir la cuesta uno al lado del otro sin decirse nada. Era la noche del sábado y la ciudad había vuelto a la normalidad: quinceañeros a tope de bebida en sus coches recargados; dinero en busca de sitios para gastarlo y el ronroneo del motor diesel de los taxis. En un momento dado, Siobhan se cogió del brazo de Rebus y dijo algo que él no entendió.

– Ese «bien» que has dicho -repitió- no es cierto. Es sólo metafórico… porque es inútil hacer nada.

– Pero ¿de qué hablas? -replicó él con una sonrisa.

– De nombrar a los muertos -contestó ella apoyando la cabeza en su hombro.

EPÍLOGO

Capítulo 29

El lunes por la mañana cogió el primer tren hacia el sur. Partió de Waverley a las seis y llegó a King's Cross poco después de las diez. A las ocho llamó a Gayfield Square para decir que estaba enfermo, lo que no andaba muy lejos de la realidad. Pero si le hubiesen preguntado qué tenía, no habría sabido qué alegar.

– Gastándose las horas extra -comentaría el sargento del mostrador.

Rebus fue al vagón restaurante a desayunar, después volvió a ocupar su asiento y leyó el periódico para abstraerse de sus compañeros de viaje. Enfrente, en la mesa, un joven de aspecto hosco seguía con la cabeza el ritmo de la guitarra eléctrica que escuchaba por sus auriculares; a la oficinista que iba a su lado le molestaba ostensiblemente la falta de espacio para extender sus papeles y el otro asiento contiguo estuvo libre hasta Cork.

Hacía años que no viajaba en un tren, repleto de turistas con sus equipajes, niños que lloriquean, gente con el día libre y gente de vuelta al trabajo a Londres. Después de Cork llegó Doncaster y luego Peterborough. El gordinflón que ocupó el asiento vacío se quedó dormido tras decir que tenía reserva de ventanilla, pero que no le importaba ocupar el asiento de pasillo si Rebus quería cambiar.

– Pues muy bien -dijo él.

El quiosco de prensa de Waverley acababa de abrir minutos antes de la salida del tren y Rebus compró el Scotsman. El artículo de Mairie aparecía en primera página; no era el principal y estaba lleno de vocablos como «presunto», «posible» y «potencialmente», pero el titular alegró el corazón de Rebus:

EMPRESARIO ARMAMENTISTA ENVUELTO EN ENTRESIJOS GUBERNAMENTALES.

Era una buena andanada y seguro que Mairie se reservaba unas cuantas más.

Iba sin equipaje porque pensaba regresar en el último tren del día; cabía la posibilidad de tomar coche cama y seguramente lo haría, porque así podría preguntar al personal si alguno había hecho el servicio del expreso de Edimburgo el miércoles. Si el personal de ferrocarriles no se lo desmentía, él sería el último que había visto a Stacey Webster. Si aquella noche la hubiera seguido a la estación de Waverlery, podría haber comprobado si efectivamente tomaba el tren. Pero, en realidad, podía estar en cualquier parte, incluso oculta en algún lugar hasta que Steelforth le procurase una nueva identidad.

Rebus imaginaba que no le resultaría difícil emprender una nueva vida. Por la noche había pensado en las diversas personalidades de la agente encubierta: policía, Santal, hermana, asesina; realmente cuadrofénica, como el álbum de The Who. El domingo, Kenny, el hijo de Mickey, había llegado a su casa en el BMW para decirle que tenía algo para él en el asiento de atrás. Bajó a verlo y era la colección de música de Mickey: álbumes, casetes, compactos y vinilos de 45 rpm.

– Papá te los dejó en el testamento -dijo Kenny.

Después de subirlos al piso y de que Kenny se tomase un vaso de agua, Rebus le dijo adiós con la mano, miró el regalo y se puso en cuclillas junto a las cajas a ver qué había: un mono de Sergeant Pepper, Let It Bleed con el póster de Ned Nelly, muchos de Kinks y Taste y Free, algunos de Van Der Graf y Steve Hillage; más un par de cintas de ocho pistas, Killer de Alice Cooper y un álbum de los Beach Boys. Era un tesoro de recuerdos. Rebus olió las portadas y su aroma le retrotrajo a otra época. Había vinilos pequeños de los Hollies, alabeados por haberlos dejado en el tocadiscos demasiado tiempo después de una fiesta, un ejemplar de Silver Machine en el que Mickey había escrito: «Propiedad de Michael Rebus. ¡Ojo!».

Y Quadrophenia, por supuesto, con las esquinas desgastadas y el vinilo rayado pero audible.

Sentado en el tren, Rebus recordó las últimas palabras de Stacey antes de salir disparada a los servicios: «No le dijo que lo sentía». Él pensó que se refería a Mickey, pero ahora comprendía que también lo decía por ella y por Ben. ¿Sentiría haber matado a tres hombres? ¿Sentiría habérselo dicho a su hermano? Y Ben, dándose cuenta de que tendría que denunciarla, sintiendo en su espalda la dura muralla, imaginando el vacío inmediato… Rebus pensó en las memorias de Cafferty. Transformación. Sí, era un título que podrían usar muchos para su autobiografía. La gente que conoces siempre es igual por fuera -pelo canoso o un michelín en la cintura-, pero nunca se sabe cómo es por dentro.

Justo después de Doncaster sonó su móvil y despertó al que roncaba suavemente a su lado. Era el número de Siobhan, pero como él no respondió, ella le envió un mensaje de texto, que Rebus no leyó hasta después de acabar el periódico y aburrirse con el paisaje.

«Dónde estás. Corbyn quiere hablarnos. Qué le digo. Llámame».

Rebus no podía llamarla desde el tren, porque se imaginaría adónde iba. Para retrasar lo inevitable dejó pasar media hora y envió un mensaje.