– ¿Alguien lo vio?
Varios negaron con la cabeza.
– No es el primer incidente -añadió el mismo soldado-. Un idiota se quedó bloqueado subiendo por las rocas y nos han advertido que a lo mejor hay más que lo intentan.
– ¿Y?
– Y el soldado Andrews dice que le pareció ver algo en la muralla del otro lado.
– Pero no es seguro -alegó el tal Andrews.
– ¿Y todos salisteis pitando para el lado contrario? -dijo Rebus haciendo una aparatosa inspiración-. En mis tiempos eso se llamaba «deserción de puesto».
– El inspector Rebus no tiene jurisdicción en el castillo -dijo Steelforth al grupo.
– Y habría sido considerado traición -sentenció Rebus.
– ¿Se sabe quién falta? -preguntó uno de los hombres mayores.
Rebus oyó que se aproximaba otro coche al rastrillo y vio en la muralla las sombras fantasmagóricas que proyectaban sus faros.
– Es difícil saberlo si todo el mundo se escaquea -dijo en voz baja.
– Nadie se «escaquea» -espetó Steelforth.
– Sí, claro, será que todos tienen que acudir a otro compromiso -añadió Rebus.
– Son gente muy ocupada, inspector, y están adoptando decisiones que pueden cambiar el mundo.
– No cambiarán lo que le ocurrió al infeliz de ahí abajo -replicó Rebus señalando con la barbilla hacia la muralla y volviéndose hacia Steelforth-. ¿Qué se resolvía aquí esta noche, comandante?
– Era una cena de trabajo, previa a la ratificación.
– Buenas noticias para todo quisque. ¿Quiénes son los comensales?
– Representantes del G-8, ministros de Asuntos Exteriores, personal de seguridad y altos funcionarios.
– Sí, seguro que no les habrán servido pizza con un par de cajas de cerveza.
– En estas reuniones se solventan muchos asuntos.
Rebus se asomó a la muralla. Nunca le habían gustado las alturas y se limitó a echar una breve ojeada.
– No se ve nada -comentó.
– Nosotros le oímos -dijo un soldado.
– ¿El qué exactamente? -preguntó Rebus.
– El grito que dio al caer -contestó el soldado mirando a sus compañeros como buscando confirmación.
Uno de ellos asintió con la cabeza.
– No dejó de gritar mientras caía -dijo con un estremecimiento.
– No sé si eso descarta el suicidio -especuló Rebus-. ¿Qué cree usted, comandante?
– Creo que usted no tiene nada que averiguar aquí, inspector. Y creo que es extraño que aparezca tan de repente en donde acaba de ocurrir un hecho tan luctuoso.
– Tiene gracia, yo estaba pensando lo mismo -replicó Rebus mirando a Steelforth a los ojos- de usted.
Con el equipo de rescate colaboraron agentes con chaqueta amarilla del servicio de barreras y, gracias a las linternas, dieron pronto con el cadáver. Los auxiliares médicos afirmaron que estaba muerto, cosa que habría podido decir cualquiera. Tenía el cuello torcido de un modo antinatural, una pierna doblada en dos por efecto del impacto y el cráneo lleno de sangre. Había perdido un zapato en la caída y la camisa estaba totalmente desgarrada, quizá por haber rozado con un saliente.
La jefatura había enviado un equipo de la policía científica, que fotografiaba los restos.
– ¿Apostamos algo sobre la causa de la muerte? -preguntó uno del equipo a Rebus.
– Ni hablar, Tam.
El tal Tam no había perdido la apuesta en similares ocasiones cincuenta veces sobre sesenta.
– Saltó o le empujaron. ¿Es eso lo que está pensando?
– Lees el pensamiento, Tam. ¿Se te dan tan bien las huellas dactilares?
– No, pero les hago fotos. -Para demostrarlo se acercó a una mano de la víctima-. Las muescas y arañazos pueden ser muy útiles, John. ¿Sabe por qué?
– A ver, ¿por qué?
– Si le empujaron intentaría aferrarse y se habrá escoriado las uñas con la piedra.
– Añade algo que yo no sepa.
El de la científica tomó otra foto con un fogonazo del flash.
– Se llama Ben Webster -añadió, volviéndose para ver la reacción de Rebus y contento con el resultado-. Lo he reconocido por la cara; bueno, lo que queda de ella.
– ¿Le conocías?
– Sé quién era. Un miembro del Parlamento, natural de Dundee.
– ¿Del Parlamento de Escocia?
El hombre negó con la cabeza.
– De Londres. Se ocupa de algo relacionado con Desarrollo Internacional… al menos la última vez que lo vi.
– Tam… -dijo Rebus en tono exasperado-. ¿Cómo demonios sabes todo eso?
– John, tiene que ponerse al día en política. Es lo que mueve el mundo. Y, además, nuestro joven amigo tiene el mismo nombre que mi tenor preferido.
Rebus bajaba ya a saltitos por la cuesta de césped. El cadáver había aterrizado en una repisa a unos cinco metros de los senderos que serpenteaban por la base de la antigua afloración volcánica. Steelforth, que estaba allí en el sendero, hablando por el móvil, lo cerró de golpe al ver llegar a Rebus.
– ¿Recuerda que vimos al secretario de Asuntos Exteriores saliendo en coche con chófer? Es curioso que se marchara sin uno de sus ayudantes.
– Ben Webster -dijo Steelforth-. Acabo de hablar con el castillo, y él es el único que falta.
– Desarrollo Internacional.
– Está muy bien informado, inspector -comentó Steelforth mirando a Rebus de arriba abajo con aire de admiración-. A lo mejor le he subestimado. Pero Desarrollo Internacional es un departamento que no pertenece a Asuntos Exteriores. Webster era SPP, secretario privado del Parlamento.
– Lo que quiere decir…
– Que era la mano derecha del ministro.
– Perdone mi ignorancia.
– No tiene importancia. Aún no salgo de mi asombro.
– ¿Y ahora va a engatusarme para que me quite de en medio?
– No suele haber necesidad -replicó Steelforth sonriente.
– Tal vez en mi caso sí.
Pero Steelforth negó con la cabeza.
– Dudo mucho que se le pueda disuadir de esa manera. No obstante, sabemos los dos que en pocas horas le habrán arrancado este caso de las manos. ¿A qué perder el tiempo? Los batalladores como usted suelen saber cuándo es el momento de retirarse a recuperar fuerzas.
– ¿Me está invitando al Gran Hall a un oporto con puro?
– Le estoy diciendo la pura verdad.
Rebus vio que por la calzada inferior al lugar en que estaban subía otra furgoneta. Sería del depósito de cadáveres para recoger al muerto. Otro trabajo para el profesor Gates y su equipo.
– ¿Sabe lo que yo creo que en realidad le molesta a usted, inspector? -añadió Steelforth acercándose un paso mientras sonaba el móvil sin que él contestara-. Que considera todo esto una intromisión porque Edimburgo es «su ciudad» y está deseando que nos larguemos. ¿No es eso?
– Más o menos -replicó Rebus sin pensárselo dos veces.
– Dentro de unos días habrá acabado todo y sólo habrá sido un mal sueño. Pero mientras tanto… se aguanta -añadió casi susurrando al oído de Rebus y alejándose.
– No parece mal tipo -comentó Tam irónico.
Rebus se volvió hacia él.
– ¿Hace rato que estás aquí?
– No mucho.
– ¿Puedes decirme algo?
– Ya se lo dirá el forense.
Rebus asintió despacio con la cabeza.
– Claro; es que pensé…
– No hay ningún indicio en contra del suicidio.
– Pero cayó gritando hasta estrellarse. ¿Crees que un suicida haría eso?
– Yo sí lo haría. Pero, claro, es que padezco vértigo.
Rebus se frotó el maxilar y miró hacia arriba al castillo.
– Así que se cayó o se tiró.
– O le empujaron de pronto sin que le diera tiempo a pensar en agarrarse a algo -añadió Tam.
– Gracias por decirlo.
– Tal vez animaba la cena música de gaita y se le quitaron las ganas de vivir.
– Eres un fanático del jazz, Tam.