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– Y que lo diga.

– ¿En la chaqueta no llevaba ningún papel?

Tam negó con la cabeza.

– Pero no sé si darle esto o no -añadió tendiéndole una carterita de cartón-. Por lo visto se alojaba en el Balmoral.

– Gracias mil -dijo Rebus abriendo la carterita, que contenía una tarjeta-llave. La cerró y miró la firma de Webster y el número de habitación.

– Tal vez encuentre allí alguna nota de despedida -le comentó Tam.

– Sólo hay una manera de saberlo -contestó Rebus, guardándose la llave en el bolsillo-. Gracias, Tam.

– No olvide que fue usted quien la encontró. No quiero líos.

– Entendido.

Permanecieron un instante en silencio. Eran dos veteranos del cuerpo que habían visto de todo en su profesión. Llegaron los del depósito de cadáveres, uno de ellos con una gran bolsa al efecto.

– Hace una buena noche -comentó-. ¿Has acabado ya, Tam?

– Pero el médico aún no ha venido.

El empleado miró su reloj.

– ¿Tú crees que tardará?

– Depende de quien esté de guardia -contestó Tam encogiéndose de hombros.

– Esta noche sí que acabaremos tarde -añadió el del depósito de cadáveres expulsando aire.

– Bien tarde -repitió su compañero.

– ¿Sabe que nos han hecho despejar el depósito de cadáveres?

– ¿Y eso por qué? -preguntó Rebus.

– Han vaciado también los calabozos de los juzgados -añadió Tam.

– Intervención y Emergencia están alerta -añadió su compañero.

– Habláis como si fuese Apocalypse Now -dijo Rebus.

Sonó su móvil y se apartó unos pasos. Era Siobhan.

– ¿Qué se te ofrece? -dijo Rebus.

– Necesito tomar una copa.

– ¿Has tenido problemas con los del barrio?

– Me han estropeado el coche.

– ¿Les sorprendiste en el acto?

– En cierto modo. Bueno, ¿qué te parece el Bar Oxford?

– Me gustaría, pero estoy con algo. ¿Y si en vez de eso…?

– ¿Qué?

– Podríamos quedar en el Balmoral.

– ¿Vas a gastarte las horas extra?

– Podrás juzgar por ti misma.

– ¿Dentro de veinte minutos?

– Muy bien -dijo él cerrando el móvil.

– La tragedia se ceba en esta familia -comentó Tam.

– ¿En cuál?

El de la científica señaló hacia el cadáver con la barbilla.

– La madre fue víctima hace unos años de una agresión a consecuencia de la cual murió. -Hizo una pausa-. Tal vez a raíz de eso algo le estuvo reconcomiendo…

– A veces basta con un simple detonante -añadió otro de los empleados del depósito.

Rebus se dijo para sus adentros que todos se las daban de psicólogos.

* * *

Decidió dejar el coche allí e ir andando. Era más rápido que volver a discutir en las barreras.

Al cabo de dos minutos estaba en Waverley, aunque tuvo que superar un par de obstáculos. Unos desafortunados turistas que acababan de llegar en tren, ante la ausencia de taxis, aguardaban aturdidos y desamparados tras la barandilla de la estación. Los esquivó, giró en la esquina hacia Princes Street y llegó al Hotel Balmoral. Había quien todavía lo llamaba North British pese a haber cambiado de nombre hacía años; el gran reloj luminoso de su torre iba unos minutos adelantado para que los viajeros no perdieran los trenes. Un portero uniformado acompañó a Rebus al vestíbulo, donde un conserje de mirada sagaz lo caracterizó de inmediato como posible problema.

– Buenas noches, señor. ¿En qué puedo servirle?

Rebus le enseñó el carné de policía con una mano y la carterita de cartón con la otra.

– Tengo que hacer una inspección en esta habitación -dijo.

– ¿Por qué motivo, inspector?

– Porque el huésped se marchó antes de lo previsto.

– Lo lamento.

– Y me da la impresión de que alguien querrá pagar su cuenta. En realidad, usted podría comprobarlo.

– Tengo que consultarlo con el director de guardia. Serán dos minutos…

Rebus le siguió hasta el mostrador de recepción.

– Sara, ¿está en el hotel Angela?

– Creo que ha subido a una planta. La llamo por el busca.

– Y yo miraré en la oficina -le dijo el conserje.

Le dejó junto al mostrador viendo cómo la recepcionista tecleaba los números en el teléfono y a continuación colgaba. Alzó la vista hacia él y sonrió. Sabía que ocurría algo y quería enterarse.

– Es un cliente que acaba de morir -dijo Rebus.

– Qué tragedia -comentó ella con ojos muy abiertos.

– El señor Webster de la habitación 214. ¿Se alojaba solo?

La mujer manipuló sobre el teclado.

– Es una habitación doble; se entregó una sola llave. No creo recordarle…

– ¿Tiene indicada la dirección de su domicilio?

– Londres -contestó ella.

Rebus se imaginó que sería una segunda vivienda para los días laborables. Se inclinó sobre el mostrador como quien no quiere la cosa pensando en qué preguntas haría para sonsacarla.

– ¿Pagaba con tarjeta de crédito, Sara?

La mujer miró la pantalla.

– Con cargo a… -Dejó la frase en el aire al advertir que se acercaba el conserje.

– ¿Con cargo a…? -repitió Rebus.

– Inspector -dijo alzando la voz el conserje, percatándose de que algo tramaba.

Sonó el teléfono de Sara y la mujer lo cogió.

– Recepción -gorjeó-. Ah, hola, Angela. Aquí hay otro policía…

«¿Otro?»

– ¿Baja o le hago subir?

El conserje llegó junto a Rebus.

– Yo acompaño al inspector -dijo a Sara.

«Otro policía arriba.» A Rebus le dio mala espina y en cuanto oyó el ruido de apertura de las puertas del ascensor se dio la vuelta y vio salir a David Steelforth. El hombre del Departamento Especial esbozó una leve sonrisa y meneó despacio la cabeza de un lado a otro. El significado no podía estar más claro. Amiguito, tú no vas a entrar en la habitación 214. Rebus se volvió hacia el mostrador y giró hacia sí la pantalla del ordenador. El conserje le hizo una llave en el brazo, Sara lanzó un grito al teléfono que probablemente ensordecería a la directora, y, mientras, Steelforth llegó hasta ellos en dos zancadas.

– Esto es inconcebible -dijo entre dientes el conserje.

Le apretaba con la fuerza de un torniquete, y Rebus, comprendiendo que debía de haber sido hombre de acción, optó por ceder. Soltó la pantalla, que Sara hizo girar hacia dentro.

– Suelte ya -dijo, y el conserje así lo hizo.

Sara le miraba estupefacta con el teléfono en la mano. Rebus se volvió hacia Steelforth.

– Va a decirme que no puedo inspeccionar la habitación 214.

– Yo no -replicó Steelforth con una amplia sonrisa-. Al fin y al cabo eso es potestad de la directora.

Como movida por un resorte, Sara se acercó el teléfono al oído.

– Ahora mismo viene -dijo.

– Ya me lo imagino -rezongó Rebus, que no apartaba la vista de Steelforth.

Detrás de él vio otra figura: Siobhan.

– El bar sigue abierto, ¿no? -preguntó al conserje.

El hombre habría deseado con toda su alma decir que no, pero habría sido una flagrante mentira.

– No es para invitarle a usted -añadió Rebus, dirigiéndose a Steelforth.

Se apartó de ambos, subió la escalinata del Palm Court y, mientras se apoyaba en la barra esperando la llegada de Siobhan, lanzó un profundo suspiro y echó mano al bolsillo para coger un pitillo.

– ¿Tenías problemitas con la dirección? -preguntó Siobhan.

– ¿Has visto a nuestro amigo del SO12?

– Vaya chollo que tienen los del Departamento Especial.

– No sé si él se aloja aquí, pero un tal Ben Webster sí que tenía una habitación.

– ¿El diputado laborista?

– Exacto.

– Tengo la impresión de que andas en alguna historia.