Выбрать главу

Rebus advirtió que hundía levemente los hombros y recordó que ella también había tenido aquella tarde sus aventuras.

– Cuenta la tuya primero -dijo.

El camarero puso ante ellos un cuenco con algo para picar.

– Un Highland Park para mí y vodka con tónica para la señorita -dijo Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza. Al alejarse el camarero, Rebus cogió una servilleta de papel, sacó un bolígrafo del bolsillo y escribió algo. Siobhan inclinó la cabeza para ver mejor.

– ¿Qué es eso de Pennen Industries?

– No lo sé, pero tienen dinero y un código postal de Londres.

Con el rabillo del ojo vio que Steelforth observaba desde la puerta; le dijo adiós con un gesto exagerado agitando la servilleta, después la dobló y la guardó en el bolsillo.

– Bueno, ¿quién la tomó con tu coche, los de la campaña antinuclear, Greenpeace o los pacifistas?

– Niddrie -respondió Siobhan-. El Equipo Joven de Niddrie, concretamente.

– ¿Crees que podremos convencer al G-8 para que los incluya en la lista de células terroristas?

– Unos miles de marines arreglarían este asunto divinamente.

– Pero, lamentablemente, en Niddrie no hay petróleo -dijo Rebus estirando el brazo para coger el vaso de whisky, notando tan sólo un levísimo temblor.

Brindó por su Siobhan, el G-8 y los marines, y hasta lo habría hecho por Steelforth.

Pero ya no había nadie en la puerta

SÁBADO 2 DE JULIO

Capítulo 3

Rebus se despertó a la primera luz y comprobó que no había corrido las cortinas por la noche. El televisor daba el primer informativo; la principal noticia era el concierto de Hyde Park, y entrevistaban a los organizadores sin mencionar Edimburgo. Lo apagó y fue al dormitorio. Se quitó la ropa de la víspera y se puso una camisa de manga corta y pantalones amplios de algodón. Tras echarse agua en la cara, miró los resultados en el espejo y comprendió que necesitaba algo más. Cogió las llaves y el móvil -lo había puesto a recargar por la noche, así que no debía de llegar muy borracho- y salió del piso. Dos tramos de escalera hasta el portal. El barrio en que vivía -Marchmont- era zona de estudiantes y su ventaja era la tranquilidad en verano cuando a finales de junio levantaban el campamento, cargando de cosas sus coches o los de los padres, forzando los edredones en los resquicios posibles. Previamente habían tenido sus fiestas celebrando el final de los exámenes. La consecuencia de estos acontecimientos era que, dos veces al año, Rebus tenía que quitar conos de tráfico del techo de su coche. Se detuvo en la calzada a respirar el escaso frescor remanente de la noche y acto seguido se encaminó a Marchmont Road, donde acababa de abrir la tienda de prensa. Al pasar dos ruidosos autobuses de un piso, pensó que se habrían equivocado de itinerario, pero enseguida recordó el motivo cuando empezaron a sonar los martillos neumáticos: estaban arreglando un circuito de altavoces. Pagó al tendero y abrió la botella de Irn-Bru, que despachó de un trago; daba igual porque había comprado una de reserva. Abrió la piel del plátano y se lo fue comiendo por el camino. No fue directamente a casa, sino hasta el final de Marchmont Road, que desembocaba en los Meadows. Siglos atrás los Meadows eran prados a las afueras de Edimburgo, y el propio Marchmont, una simple granja entre campos de labor. En la actualidad se utilizaban para jugar al fútbol y al criquet, correr y hacer picnic.

Aquel día no. Melville Drive estaba ya cortada y la importante arteria urbana era aparcamiento de autobuses. Había docenas; la fila llegaba hasta más allá de la curva, con tres en batería en algunos tramos. Procedían de Derby, Macclesfield y Hull, Swansea y Ripon, Carlisle, Epping. De ellos descendía gente vestida de blanco. Blanco: Rebus recordó que habían anunciado que todos acudieran vestidos igual para configurar una inmensa cinta bien visible cuando la marcha cruzara la ciudad. Miró su propio atuendo: iba con unos pantalones color café con leche y camisa azul claro. Menos mal.

Muchos de los viajeros eran gente mayor, algunos casi provectos ancianos. Pero llevaban todos su respectiva muñequera y la camisa con el emblema. Se veían pancartas caseras y se notaba que estaban encantados de encontrarse allí. Más allá había entoldados y comenzaban a llegar las furgonetas de venta de patatas fritas y hamburguesas vegetarianas a las masas hambrientas. Habían levantado escenarios e instalado una exposición de piezas gigantes de rompecabezas junto a una serie de grúas. Tardó unos segundos en leer las palabras ACABAD CON LA POBREZA. Había policías de uniforme por los alrededores, pero ninguno que él conociera. Seguramente ni serían de Edimburgo. Miró el reloj. Las nueve pasadas, tres horas hasta el cambio de turno; y apenas había una nube en el cielo. Un furgón policial decidió que lo más rápido era subirse al bordillo y Rebus tuvo que apartarse pisando el césped. Miró furioso al conductor, que sostuvo la mirada y bajó el cristal de la ventanilla.

– ¿Pasa algo, abuelo?

Rebus le hizo el gesto obsceno de levantar dos dedos para ver si se detenía y podía cruzar unas palabritas con él. Pero el del furgón siguió su camino. Ya había terminado el plátano y estuvo a punto de tirar la piel, pero pensó en las normas ecológicas y de reciclaje y se dirigió a un contenedor.

– Tenga -dijo una joven tendiéndole una bolsa.

Rebus miró en el interior y vio un par de pegatinas y una camiseta con el lema «Ayuda a los ancianos».

– ¿Para qué demonios me da esto a mí? -gruñó.

La joven retiró la bolsa tratando de recomponer su aire risueño.

Rebus se alejó abriendo la Irn-Bru de reserva. Se sentía más despejado, pero advirtió que le sudaba la espalda. Un recuerdo difuso trataba de abrirse paso en su mente, y de pronto cristalizó: Mickey y él en las excursiones de catequesis a Burntisland, en autobuses, ondeando banderines en la ventanilla; la hilera de autobuses aguardando al regreso después de la excursión; los concursos de carreras por la hierba… Mickey siempre le ganaba y él al final había desistido. Su única arma contra el pertinaz tesón físico de su hermano… La caja de cartón con el almuerzo: bocadillo de jamón, pastel helado y a veces un huevo duro; el huevo duro siempre se lo dejaban.

Aquellos fines de semana estivales eran interminables y monótonos. Ahora Rebus los odiaba. Odiaba que fueran tan monótonos. Los lunes representaban su verdadera liberación del sofá, el taburete del bar, el supermercado y el restaurante indio. Sus colegas volvían al trabajo contando cosas, hablando de compras estupendas, partidos de fútbol, paseos en bicicleta con los niños. Siobhan habría ido a Glasgow o Dundee para no perder contacto con sus amigas; habrían ido al cine o a dar un paseo en Leith a la orilla del mar. A él ya nadie le preguntaba cómo había pasado el fin de semana. Sabían que se encogería de hombros.

«Nadie te reprocha que te lo tomes con calma.»

Pero precisamente él no tenía tiempo para tomárselo con calma. Sin su profesión era como si dejara de existir. Por eso marcó un número en el móvil y aguardó hasta oír la señal del contestador.

– Buenos días, Ray -dijo en cuanto cesó-. Aquí el despertador. Te llamaré cada hora hasta que contestes. Hasta luego.

A continuación hizo otra llamada y dejó el mismo mensaje en el contestador automático del teléfono del domicilio de Ray Duff. Cubiertos los expedientes del móvil y el fijo, lo único que podía hacer era esperar. El concierto de Live 8 empezaba hacia las dos, pero se imaginaba que The Who y Pink Floyd no actuarían hasta más tarde. Tenía tiempo de sobra para repasar las notas del caso Colliar, continuar con el de Ben Webster y apurar el sábado hasta que fuese domingo.

Estaba convencido de que aguantaría.

* * *

Los únicos datos que obtuvo del listín sobre Pennen Industries fueron el número de teléfono y una dirección del centro de Londres. Llamó, pero el contestador le respondió que la centralita no atendía llamadas hasta el lunes por la mañana. Tenía un recurso mejor y llamó al cuartel general de Operación Sorbus en Glenrothes.