– Aquí el Departamento de Investigación Criminal, división B de Edimburgo -dijo cruzando el cuarto de estar y mirando por la ventana. Un matrimonio, con niños con la cara pintada, se dirigía a los Meadows-. Hemos oído rumores sobre una tal Clown Army que por lo visto ha puesto sus miras en una empresa llamada… -Hizo una pausa efectista, como si consultase un documento-. Pennen Industries. Estamos en blanco y hemos pensado si sus cerebros grises podrían aclararnos algo.
– ¿Pennen?
Rebus lo deletreó.
– Y usted es…
– El inspector Starr… Derek Starr -mintió Rebus alegremente. Sin imaginarse que fuera a enterarse Steelforth.
– Espere diez minutos.
Rebus iba a dar las gracias, pero habían colgado. Había contestado una voz masculina, con un fondo de sonidos de un centro informativo en plena actividad, y comprendió por qué no había tenido necesidad de preguntarle el número de teléfono, que habría aparecido sobre alguna pantalla o dispositivo, quedando registrado. Y localizable.
– Ay -musitó en voz baja, yendo hacia la cocina para tomarse un café.
Recordó que Siobhan le había dejado en el Balmoral después de tomar dos copas y que él tomó otra más y luego cruzó la calle para rematar la noche con una última en el Café Royal. Vio que tenía vinagre en los dedos, indicio de que había comido patatas fritas camino de casa. Sí, recordó que el taxista le dejó al final de los Meadows porque él le dijo que seguiría a pie. Pensó en llamar a Siobhan para saber si había llegado bien; pero a ella le molestaba que lo hiciera. Seguramente habría salido ya para reunirse con sus padres en la marcha. Tenía muchas ganas de ver a Eddie Izzard y a Gael García Bernal, y había otros que harían discursos: Bianca Jagger, Sharleen Spiteri… Siobhan hablaba de aquello como si fuese una fiesta de carnaval. Esperaba que así fuera.
Además, ella tenía que llevar el coche al taller de reparaciones. Rebus conocía al concejal Tench; bueno, sabía cosas de él. Era una especie de predicador laico que solía situarse en un mismo lugar al pie de la montaña del castillo instando a los compradores del fin de semana al arrepentimiento. Solía verlo allí cuando iba camino del Oxford a almorzar. Tenía buena fama en Niddrie por conseguir fondos para el municipio, las organizaciones de beneficencia y hasta la UE. Se lo había comentado a Siobhan antes de darle el número de teléfono de un chapista de Buccleuch Street, un especialista en Volkswagen que le debía un favor.
Sonó el teléfono. Se llevó el café a la sala de estar y contestó.
– Usted no está en la comisaría -dijo desde Glenrothes la misma voz de antes.
– Estoy en casa.
Oyó el sonido de un helicóptero a través de la ventana. Tal vez la vigilancia o la televisión. ¿O sería Bono lanzándose en paracaídas para dar un sermón?
– Pennen no tiene oficinas en Escocia -añadió la voz.
– Entonces no hay problema -dijo Rebus, como sin darle importancia-. En las circunstancias actuales la rumorología hace horas extra, igual que nosotros -añadió riendo, y estaba a punto de hacer un comentario impertinente, pero la voz lo evitó.
– Son contratistas de Defensa, así que los rumores pueden merecer consideración.
– ¿De Defensa?
– Era una empresa del ministerio pero la vendieron hace unos años.
– Sí, creo recordarlo -comentó Rebus con énfasis-. ¿No está en Londres la central?
– Sí. Pero el director se encuentra ahora aquí.
– Un posible objetivo -comentó Rebus con un silbido.
– De todos modos figura en la lista de individuos con riesgo y estará seguro -dijo el joven sin gran aplomo.
Rebus comprendió que le habían aleccionado con la fórmula no hacía mucho.
Tal vez Steelforth.
– Se aloja en el Balmoral, ¿cierto? -preguntó Rebus.
– ¿Cómo lo sabe?
– Son rumores. Pero ¿dice que tiene protección?
– Sí.
– ¿Propia o nuestra?
El del centro de Operación Sorbus hizo una pausa antes de contestar.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Por cuenta del contribuyente -replicó Rebus riendo otra vez-. ¿Cree que deberíamos hablar con él? -añadió en tono de consulta como si su interlocutor fuera el jefe.
– Puedo pasar su aviso.
– Cuanto más tiempo esté en Edimburgo, más riesgo… -Rebus no completó la frase-. Además, ni siquiera sé su nombre -añadió.
De pronto intervino otra voz.
– ¿Inspector Starr? ¿Es el inspector Starr quien está al habla?
Era Steelforth.
Rebus hizo una honda inspiración.
– Oiga -insistió Steelforth-. ¿Se ha quedado mudo?
Rebus cortó la comunicación. Se maldijo para sus adentros y marcó el número de la centralita de un periódico local.
– Póngame con redacción de artículos, por favor -dijo.
– Creo que no hay nadie -contestó la telefonista.
– ¿Y en noticias?
– Ni un alma, dadas las circunstancias -replicó la mujer como si estuviera deseando ausentarse también ella, pero pasó la llamada, que tardaron un rato en contestar.
– Soy el inspector Rebus, del Departamento de Investigación Criminal de Gayfield.
– Encantado de hablar con un representante de la ley -contestó el periodista con voz jovial-. Oficial y extraoficialmente.
– No es para ninguna noticia, hijo. Sólo quiero hablar con Mairie Henderson.
– Ella trabaja por libre. Y es de artículos, no de noticias.
– Ah, sí, en primera página se publicó un artículo suyo sobre Big Cafferty, ¿no es cierto?
– Se me ocurrió a mí hace unos años, ¿sabe? -dijo el periodista como con ganas de charla-. No sólo de Cafferty, sino de entrevistas con todos los gángsteres de la costa este y oeste. Cómo habían empezado, sus códigos de conducta…
– Bien, gracias por explicármelo, pero es que he sintonizado con Parkinson ¿o qué?
El periodista lanzó un bufido.
– Sólo quería darle conversación.
– No me diga. Ahí no hay nadie, ¿verdad? ¿Están todos fuera portátil en mano, intentando convertir la marcha en elegante prosa? Bien, se trata de lo siguiente: anoche cayó un hombre desde las murallas del castillo y no he visto la menor mención de ello en su periódico esta mañana.
– Nos llegó la noticia demasiado tarde -contestó el periodista-. Un suicidio evidente, ¿no es eso?
– ¿Usted qué cree?
– Yo he hecho la pregunta primero.
– En realidad, fui yo quien preguntó primero, pidiendo el número de teléfono de Mairie Henderson.
– ¿Para qué?
– Déme su número y le diré algo que no le diré a ella.
El periodista pensó un instante y a continuación pidió que esperase. Volvió al cabo de medio minuto, tiempo durante el cual el aparato de Rebus emitió un zumbido indicador de que entraba una llamada. No hizo caso y anotó el número que le dio el periodista.
– Gracias -dijo.
– Bien, ¿y lo prometido?
– Plantéese lo siguiente: si es suicidio evidente, ¿por qué un tipo impresentable del Departamento Especial llamado Steelforth impide cualquier averiguación?
– ¿Cómo se escribe Steelforth?
Pero Rebus había cortado la comunicación. Inmediatamente comenzó a sonar el teléfono. No contestó, pues de sobra se imaginaba quién sería. Operación Sorbus tenía el número y Steelforth no habría tardado ni un minuto en averiguar dirección y abonado. Y otro minuto para llamar a Derek Starr y comprobar que él no sabía nada del asunto.
Breeeep-breeeep-breeeep.
Rebus volvió a enchufar la tele y pulsó el botón de sin sonido en el mando a distancia. No había noticias, sólo programas para niños y vídeos pop. El helicóptero volvía a volar en círculo. Fue a comprobar que no fuera alrededor de su casa.