– Creo que últimamente no se veían mucho -dijo el ayudante.
«Como Michael y yo.»
– En cualquier caso, se encuentra muy afectada.
– Pero no habrá venido sola, ¿verdad? -inquirió Rebus.
– No había nadie con ella en la identificación -respondió el ayudante como si no tuviera importancia-. Después, la acompañé yo a la sala de espera y le ofrecí una taza de té.
– ¡No seguirá allí todavía…! -espetó Gates.
El ayudante miró a su alrededor sin saber qué mal había hecho.
– Yo tenía que preparar las cizallas -dijo.
– No hay nadie en el depósito aparte de nosotros -ladró Gates-. Ve a ver si se encuentra bien.
– Iré yo -dijo Rebus.
Gates se volvió hacia él con las manos llenas de relucientes entrañas.
– ¿Qué ocurre, John? ¿Se le ha revuelto el estómago?
En la sala de espera no había nadie. Únicamente, en el suelo, junto a una silla, una taza vacía con la insignia de Glasgow Rangers FC. Rebus la tocó y vio que estaba tibia. Fue a la entrada principal, aunque la del público era por un callejón de Cowgate, y miró en la calle de arriba abajo, pero no vio a nadie. Dobló la esquina de Cowgate y la vio sentada en el murete que rodeaba el edificio del depósito, observando la guardería de la otra acera. Rebus se detuvo frente a ella.
– ¿Tiene un cigarrillo? -preguntó la mujer.
– ¿Quiere uno?
– Es una ocasión como cualquier otra.
– Lo que quiere decir que no fuma.
– ¿Y qué?
– No estoy dispuesto a enviciarla.
Ella le miró. Era rubia con el pelo corto y un rostro redondo de barbilla prominente. Llevaba falda hasta la rodilla y dejaba ver dos centímetros de pierna por encima de unas botas marrones con reborde de pelo animal. En el murete, a su lado, tenía un bolsón, seguramente con lo que había recogido aprisa y al azar para salir corriendo hacia el norte.
– Soy el inspector Rebus -dijo-. Siento lo de su hermano.
Ella asintió con la cabeza despacio, volviendo la vista hacia la guardería.
– ¿Ese establecimiento funciona? -preguntó haciendo un gesto en dirección al edificio.
– Que yo sepa, sí. Hoy no está abierto, por supuesto.
– Una guardería… Justo enfrente de «esto» -añadió ella, volviéndose a mirar el depósito, a su espalda-. Muy cerca, ¿no, inspector Rebus?
– Sí, tiene razón. Siento no haber estado presente cuando identificó el cadáver.
– ¿Por qué? ¿Conocía a Ben?
– No… Lo decía por… ¿Cómo no la ha acompañado nadie?
– ¿Nadie, de dónde?
– De su distrito electoral… Del partido.
– ¿Cree que al Partido Laborista le importa algo él ahora? -replicó ella con una risita sarcástica-. Estarán todos encabezando esa mierda de marcha, atentos a salir en la foto. Ben no dejaba de hablar de lo cerca que estaba de llegar al poder. De poco le ha servido.
– Ojo con lo que dice -la interrumpió Rebus-. Parece más bien simpatizante de la marcha. -Ella lanzó un resoplido, pero no replicó-. ¿Tiene idea de por qué…? -añadió Rebus, dejando la pregunta en el aire-. ¿Sabe que es mi obligación?
– Soy policía, como usted -contestó ella mirando cómo sacaba la cajetilla-. Sólo uno -suplicó.
No podía negarse. Encendió dos y se recostó en la pared a su lado.
– No pasa ningún coche -comentó ella.
– La ciudad está sitiada -dijo él-. Será difícil encontrar taxi, pero tengo el coche…
– Iré a pie -le interrumpió ella-. No dejó ninguna nota -añadió-, si es eso lo que quería saber. Anoche parecía estar bien, muy relajado, etcétera. Los colegas no se lo explican… No tenía problemas en su trabajo. -Hizo una pausa y levantó la vista hacia el cielo-. Pero «siempre» tenía problemas en el trabajo.
– ¿Debo entender que estaban muy unidos?
– Él pasaba en Londres los días laborables. Llevábamos sin vernos quizás un mes, bueno, tal vez dos, pero nos enviábamos mensajes de texto, correos electrónicos… -añadió dando una calada al cigarrillo.
– ¿Tenía problemas en su trabajo? -inquirió Rebus.
– Trabajaba en el sector de ayuda al tercer mundo, intervenía en las decisiones de disposición de ayuda a algún decrépito dictador africano.
– Eso explica su presencia en Edimburgo -dijo Rebus casi para sus adentros.
Ella asintió despacio con la cabeza, tristemente.
– Camino del poder, en un banquete en el castillo para hablar de los pobres y los hambrientos del mundo.
– ¿Él era consciente de la ironía? -aventuró Rebus.
– Oh, sí.
– ¿Y de la futilidad?
Ella le miró a los ojos.
– Jamás -respondió en voz queda-. No era propio de Ben. -Pestañeó para contener las lágrimas, sorbió por la nariz y suspiró, tirando el cigarrillo casi entero al suelo-. Tengo que irme -añadió sacando una cartera del bolso que llevaba en bandolera y entregándole una tarjeta en la que sólo figuraba su nombre y el número de un teléfono móvil.
– ¿Cuánto tiempo lleva en la policía, Stacey?
– Ocho años. Los tres últimos en Scotland Yard -dijo mirándole a los ojos-. Tendrá que interrogarme, ¿no? Si Ben tenía enemigos, problemas económicos, si se había enemistado con alguien… Pero más tarde, por favor. Deme un día o dos y llámeme.
– De acuerdo.
– ¿No hay indicios de que…? -Le costaba pronunciar la palabra, y aspiró aire para hacerlo-. ¿No hay indicios de que no se arrojara él?
– Si había tomado un par de vasos de vino, a lo mejor estaba mareado.
– ¿No hay testigos?
Rebus se encogió de hombros.
– ¿De verdad que no quiere que la lleve en mi coche?
– Necesito caminar -replicó ella, negando con la cabeza.
– Un consejo: no se acerque al itinerario de la marcha. Quizás volvamos a vernos… Siento de verdad lo de Ben.
– Lo dice en serio, como si lo sintiera -replicó ella mirándole de hito en hito.
Él estuvo a punto de sincerarse con ella -«Ayer mismo despedí a mi hermano en un féretro»- pero sólo respondió con un rictus nervioso, temiendo que le preguntase: «¿Estaban muy unidos?» «¿Se encuentra muy afectado?». Vio cómo emprendía su largo y solitario paseo por Cowgate y entró al depósito para asistir al final de la autopsia.
Capítulo 4
Cuando Siobhan llegó a los Meadows, la cola de los que se incorporaban a la marcha llegaba hasta el lateral del antiguo hospital y llenaba los campos de juego junto a la fila de casas. Uno, provisto de un megáfono, advertía a quienes la formaban que tal vez tardaran un par de horas en comenzar a moverse.
– Es por la bofia -comentó alguien-. Sólo dejan avanzar en grupos de cuarenta o cincuenta.
Siobhan estuvo a punto de salir en defensa de aquella táctica, pero se habría delatado. Avanzó despacio al paso de la masa pensando en cómo encontrar a sus padres. Habría cien mil personas, quizás el doble. Nunca, había visto tanta gente; en el concierto del festival T in the Park cupieron sesenta mil; un partido de los dos equipos locales, si hacía buen día, atraería a unas dieciocho mil, y en Nochevieja, en torno a Hogmanay y Princes Street se congregaban casi cien mil personas.
Allí había más.
Y todos con la sonrisa en los labios.
Apenas se veía policía de uniforme ni servicio de orden. Había un aluvión de familias de Morningside, Tollcross y Newington y se había tropezado con media docena de conocidos y vecinos. El alcalde iba en cabeza. Se decía que también estaba Gordon Brown y que más tarde se dirigiría a la multitud, abrigado por la Patrulla de Protección de la policía, aunque él, en la Operación Sorbus, era un personaje conceptuado «de bajo riesgo» por sus fervientes declaraciones a favor de la paz y del comercio justo. A Siobhan le habían enseñado una lista de famosos que tenían anunciada su llegada a Edimburgo: Geldof y Bono, naturalmente; tal vez incluso Ewan McGregor -que, de todos modos, tenía que asistir a un acto en Dunblane-; Julie Christie; Claudia Schiffer; George Clooney; Susan Sarandon…