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Después de abrirse paso entre la muchedumbre desde delante hacia atrás, se dirigió al escenario principal. Tocaba una banda y había gente bailando con entusiasmo, pero la mayoría miraba sentada en el césped. En el pequeño campamento de tiendas de campaña instalado allí mismo había actividades infantiles, botiquín, mesa de firmas y exposiciones, se vendían productos de artesanía y se repartían octavillas. Por lo visto, un tabloide había distribuido carteles de «Acabad con la Pobreza» y la gente recortaba el encabezamiento suprimiendo la mancha del rotativo. Globos hinchados con helio surcaban el cielo, una improvisada banda de metal daba la vuelta al campo seguida de otra de percusión africana. Más bailes, más sonrisas. Siobhan comprendió que no iba a pasar nada. Que en aquella marcha no habría disturbios.

Miró el móvil. No tenía mensajes. Había llamado dos veces a sus padres pero no contestaban. Decidió dar otra vuelta al recinto. Junto a la caja de un camión habían levantado un pequeño escenario con cámaras de televisión donde hacían entrevistas a la gente. Reconoció a Peter Postlewhaite y a Billy Boyd y en un momento dado vio a Billy Bragg. Ella quería ver a Gael García Bernal para comprobar si en persona era tan estupendo.

Las colas en las camionetas de comida vegetariana eran más largas que las de las hamburguesas. También ella había sido vegetariana, pero lo abandonó años atrás por culpa -decía- de Rebus y los panecillos de tocino que se zampaba en su presencia. Pensó en mandarle un mensaje de texto para que fuera. ¿Qué otra cosa tendría que hacer que tumbarse en el sofá o sentarse a la barra del Oxford? Pero lo que hizo fue enviar un mensaje de texto a sus padres y volver a mirar en las colas. Ahora, con las pancartas en alto, tocaban silbatos y redoblaban tambores. Tanta energía en el aire… Rebus diría que era un despilfarro. Había comentado que los acuerdos políticos ya estaban adoptados y tenía razón; era lo mismo que habían dicho los del cuartel general de Sorbus. Gleneagles era para las alianzas secretas y para salir en la foto. La verdadera negociación la habían llevado a cabo previamente personajes menos conocidos, y el principal entre ellos, el ministro de Hacienda. Se había preparado todo sin publicidad para la ratificación de las ocho firmas el último día de la reunión del G-8.

«¿Cuánto costará todo esto?», pensó Siobhan.

– Ciento cincuenta mil millones, más o menos.

La respuesta se produjo con una profunda aspiración de sorpresa del inspector jefe Macrae. Siobhan frunció los labios sin decir nada.

– Sé lo que estás pensando -prosiguió su interlocutor-. Que con esa cantidad se pueden comprar muchas vacunas.

Todos los paseos de los Meadows estaban ya abarrotados de filas de manifestantes de cuatro en fondo y se había formado otra cola de espera que llegaba hasta las canchas de tenis y Buccleuch Street. Mientras se abría paso entre la gente sin rastro de sus padres, vio de reojo algo de color que se movía. Eran chaquetas amarillo brillante avanzando deprisa por Meadow Lane. Vio como daban la vuelta a la esquina de Buccleuch Place y se quedó de piedra.

Había unos sesenta manifestantes acorralados por el doble de policías. Los manifestantes emitían un sonido quejumbroso y ensordecedor con sus bocinas, llevaban gafas de sol y pañuelos negros cubriéndoles la cara y algunos se tapaban con capucha; vestían pantalones negros de combate, botas, unos cuantos se cubrían con casco. Aquel grupo no llevaba pancartas ni esgrimía sonrisas. Entre ellos y la policía sólo se interponían los escudos transparentes antidisturbios, en uno de los cuales alguien había pintado con spray el símbolo anarquista. La masa de manifestantes trataba de abrirse paso hacia los Meadows, pero la policía aplicaba inflexible la táctica de la contención a toda costa. Un manifestante contenido era un manifestante neutralizado. Siobhan quedó impresionada: sus colegas debían saber que aquel grupo de protesta iba camino de aquel lugar concreto por la rapidez con que habían tomado posición para impedir que los hechos fueran a más. Había mirones, indecisos entre quedarse o unirse a la marcha, y vio que algunos sacaban los móviles con cámara. Miró a su alrededor para asegurarse de que no aparecieran más antidisturbios y quedar bloqueada. Del grupo acorralado surgían voces que parecían extranjeras, gritos en español o italiano. Ella conocía alguno de aquellos colectivos, Ya Basta y Black Bloc, pero no veía allí nada estrafalario como en el caso de los Wombles o de la Rebel Clown Army.

Metió la mano en el bolsillo y apretó su carné de policía, dispuesta a tenerlo preparado y enseñarlo si las cosas se ponían feas. Oyó un helicóptero sobrevolando el lugar y vio a un policía que filmaba con vídeo desde la escalinata de los edificios de la universidad barriendo la calle con la cámara; la fijó en ella un instante y volvió a enfocar al resto de los curiosos. Pero de pronto llamó su atención otra cámara que la enfocaba directamente.

Era Santal, que, al otro lado del cordón policial, lo filmaba todo con su vídeo digital. Iba vestida como los demás, con una mochila colgada al hombro y ensimismada en su tarea, sin secundar cantos ni consignas. Los manifestantes también querían grabar aquella escena para verlo después y reconocerse, aprender las tácticas de la policía y saber contrarrestarlas, y por si se producían -quizás deseándolos- malos tratos. Estaban versados en técnicas de comunicación y tenían abogados entre los activistas. La película de Génova había causado sensación en todo el mundo y sin duda una filmación reciente sobre acción policial violenta sería igualmente eficaz.

Siobhan se percató de que Santal la había visto. Ahora enfocaba la cámara hacia ella y, bajo el visor, su boca era un rictus de furor. Pensó que no era precisamente el momento de acercarse a preguntarle si había visto a sus padres. Oyó el zumbido del móvil indicándole que entraba una llamada y miró el número, pero no lo conocía.

– Siobhan Clarke -dijo llevándose el aparato al oído.

– ¿Shiv? Soy Ray Duff. Que sepas que me estoy ganando a pulso esa excursión.

– ¿Qué excursión?

– La que me debes. -Hizo una pausa-. A menos que no sea eso lo que has convenido con Rebus.

Siobhan se echó a reír.

– Depende. ¿Estás en el laboratorio?

– Trabajando como un burro por ti.

– ¿En la muestra de la Fuente Clootie?

– A lo mejor tengo algo que te interesa, aunque no sé si te gustará. ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Media hora -contestó ella volviendo la cabeza al oír de pronto un bocinazo.

– No hace falta que me digas dónde estás -añadió Duff-. Lo estoy viendo en el noticiario.

– ¿La marcha o la manifestación?

– La manifestación, por supuesto. Los felices y legales caminantes de la marcha apenas son noticia, a pesar de que suman un cuarto de millón.

– ¿Un cuarto de millón?

– Eso dicen. Nos vemos dentro de media hora.

– Adiós, Ray.

Cortó la comunicación. Vaya cifra… Más de la mitad de la población de Edimburgo y equiparable a tres millones en las calles de Londres. Y sólo sesenta individuos vestidos de negro acaparando las noticias en las dos horas siguientes aproximadamente.

Porque a continuación, todos los ojos se volverían hacia el concierto Live 8 de Londres.

«No, no, no -pensó-, eres demasiado cínica, Siobhan; piensas como el maldito John Rebus. Nadie puede ignorar una cadena humana que rodea la ciudad, una cinta blanca llena de pasión y esperanza.»

Ella sí.

¿Había pensado realmente en incorporar su humilde ser a la cifra estadística? Ahora ya era tarde. Ya se disculparía después con sus padres. De momento, tenía que alejarse de los Meadows. Lo mejor era llegar a St. Leonard, la comisaría más próxima, y que la llevara un coche patrulla, o hacer autostop si era preciso, porque tenía su coche en aquel taller que le había recomendado Rebus y el mecánico le había dicho que llamase el lunes. Recordó que el dueño de un 4x4 lo había sacado de la ciudad mientras durase aquello, en previsión de destrozos. Otra noticia agorera; al menos es lo que había pensado ella.