Santal no pareció percatarse de que se marchaba.
– … No se puede ni echar cartas -dijo Ray Duff-. Han precintado los buzones en previsión de que metan alguna bomba.
– En Princes Street hay escaparates protegidos con tableros -añadió Siobhan.
– Bueno, ¿vamos al grano? -terció Rebus.
– Ya veo que teme perderse el gran acontecimiento -comentó Duff con un resoplido.
– ¿Qué gran acontecimiento? -dijo Siobhan mirando a Rebus.
– Pink Floyd -respondió él-. Pero si hay algo como McCartney y U2, paso.
Estaban los tres en uno de los laboratorios de la Unidad Científica
Forense de Lothian y Borders de Howdenhall Road. Duff, con treinta años cumplidos, pelo castaño y un pronunciado pico de viuda, se limpiaba las gafas con un extremo de su bata blanca. En opinión de Rebus, el éxito televisivo de CSI había ejercido un efecto nocivo en los cerebritos de Howdenhall. Pese a su carencia de recursos, glamour y banda sonora estridente, todos parecían creerse actores. Además, algunos inspectores jefe habían comenzado a aceptarlo y les pedían que imitaran las técnicas forenses más enrevesadas de las películas de la tele. Por lo visto, Duff había decidido adoptar el papel de genio excéntrico y, en consecuencia, había prescindido de sus lentes de contacto, volvía a usar gafas tipo Seguridad Social con montura de Eric Morecambe y aumentaba visiblemente el surtido de rotuladores de color en el bolsillo superior de la bata. Y, además, en la solapa, llevaba una batería de gruesos clips. Tal como Rebus había comentado nada más entrar, parecía salido de un vídeo de Devo.
Y ahora les iba encarrilando hacia la información.
– Cuando quieras -dijo Rebus.
Estaban delante de un banco de trabajo con varios trozos de tela a los que Duff había adosado unos cuadraditos numerados, disponiendo otros más pequeños -al parecer, según un código de colores- junto a las manchas o deterioros de cada pieza.
– Cuanto antes terminemos, antes podrás volver a sacar brillo al cromado de tu MG.
– Por cierto -terció Siobhan-, gracias por ofrecerme a Ray.
– Tendrías que haber visto a la del primer premio -musitó Rebus-. ¿Qué es todo eso, profesor?
– Barro y mierda de pájaro la mayor parte -contestó Duff apoyando las manos en la cadera-. Marrón lo primero y gris lo segundo -añadió señalando con la barbilla los cuadrados.
– Y el azul y el rosa…
– El azul es algo que requiere más análisis.
– No me digas que el rosa es de pintalabios -dijo Siobhan con voz queda.
– De sangre -replicó Duff con gesto teatral.
– Ah, bien -comentó Rebus mirando a Siobhan-. ¿Cuántas manchas hay?
– De momento, dos… Número uno y número dos. Uno, en unos pantalones de pana marrón. La sangre resulta muy difícil de distinguir sobre fondo marrón, porque parece óxido. Y dos, en una camiseta de deporte, amarillo claro, como puede ver.
– No la veo -dijo Rebus inclinándose para mirar más de cerca. La camiseta estaba toda sucia-. ¿Qué es eso de la izquierda de la pechera, una insignia?
– Dice exactamente Talleres Keogh. La salpicadura de sangre está por detrás.
– ¿Salpicadura?
Duff asintió con la cabeza.
– Que coincide con un golpe en la cabeza con algo parecido a un martillo que hace contacto, rompe la piel y, al retirarlo, la sangre brota en todas direcciones.
– ¿Talleres Keogh? -preguntó Siobhan a Rebus, quien se encogió de hombros, pero Duff carraspeó.
– No aparece en el listín telefónico de Perthshire. Ni en el de Edimburgo.
– Ha sido un trabajo rápido, Ray -comentó Siobhan con gesto de aprobación.
– Ray, aquí hay otro punto marrón -dijo Rebus con un guiño-. ¿Relacionado con el número uno?
Duff asintió con la cabeza.
– Pero éste no es de salpicadura. Es un pegote en la pernera derecha, a la altura de la rodilla. Cuando alguien recibe un golpe en la cabeza se producen gotas como ésa.
– O sea, que tenemos tres víctimas, ¿y un solo agresor?
Duff se encogió de hombros.
– No se puede demostrar, por supuesto. Pero ¿qué posibilidades hay de que sean pruebas relativas a tres víctimas y a tres agresores distintos que vayan a parar a tan extraño lugar?
– Tienes razón, Ray -dijo Rebus.
– Así que se trata de un asesino en serie -añadió Siobhan-. Supongo que serán grupos sanguíneos distintos -añadió mirando a Duff-. ¿Tienes idea del orden en que murieron?
– La muestra del CC Rider es la más reciente. Y creo que la de la camiseta deportiva es la más antigua.
– ¿No hay ninguna pista en la del pantalón?
Duff negó con la cabeza despacio y a continuación metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó una bolsita de plástico.
– A menos que se tenga esto en cuenta, claro.
– ¿Qué es eso? -preguntó Siobhan.
– Una tarjeta de cajero automático -respondió Duff, recreándose un instante-. A nombre de Trevor Guest. Así que no me digas que no me he ganado el premio.
En la calle, Rebus encendió un cigarrillo, mientras Siobhan paseaba a lo largo del aparcamiento con los brazos cruzados.
– Un asesino -dijo.
– Pues sí.
– Dos víctimas con nombre y la tercera un mecánico.
– O un vendedor de coches -dijo Rebus pensativo-. O alguien con una camiseta con el anuncio de un taller.
– Gracias por ampliar el campo de investigación.
Él se encogió de hombros.
– Si hubiéramos encontrado un pañuelo del Hibs, ¿nos concentraríamos en el equipo de fútbol?
– De acuerdo; entendido -dijo ella deteniéndose de pronto-. ¿Tienes que volver a la autopsia?
Rebus negó con la cabeza.
– Uno de los dos tendrá que darle la noticia a Macrae -dijo.
Siobhan asintió con la cabeza.
– Lo haré yo -dijo.
– Hoy poco más se puede hacer.
– Entonces, ¿vas a ver el concierto Live 8?
Rebus alzó los hombros.
– ¿Y tú vas a los Meadows? -preguntó.
Ella asintió con la cabeza pensando en otra cosa.
– ¿Por qué habrá tenido que ocurrir en una semana como ésta?
– Para eso nos pagan una pasta -dijo Rebus aspirando con fruición la nicotina.
Un gran paquete aguardaba a Rebus a la puerta de su piso. Le había dicho a Siobhan que después de los Meadows pasara por su casa a tomar una copa. Advirtió que la sala de estar necesitaba ventilarse y abrió de par en par la ventana. Llegaban ruidos de la marcha y voces de megáfono, tambores y silbatos. La tele retransmitía ya el Live 8, pero no había ningún grupo que él conociera. Bajó el volumen y abrió el paquete; dentro había una nota de Mairie -NO TE LO MERECES- seguida de páginas y páginas impresas: noticias sobre Pennen Industries a partir de su segregación del Ministerio de Defensa, recortes de las páginas de negocios con datos sobre aumentos de beneficios, perfiles con elogios y fotos de Richard Pennen. El perfecto hombre de negocios: acicalado, bien vestido, bien peinado, pelo canoso a pesar de sus escasos cuarenta y tantos años, gafas de montura metálica y una mandíbula cuadrada bajo una dentadura impecable.
Richard Pennen había sido empleado del ministerio, algo así como un as del microchip y de los programas de ordenador, insistía en que su empresa no vendía armas sino simplemente componentes para hacerlas lo más eficaces posible, y citaban su afirmación: «Que en resumen es la mejor alternativa para todos». Rebus hojeó rápidamente entrevistas y datos sobre antecedentes. No había nada que vinculase a Pennen con Ben Webster, salvo que los dos eran del ámbito del «comercio». No era nada extraño que la empresa pagase a un parlamentario un hotel de cinco estrellas. Cogió otro grupo de páginas grapadas y dirigió un «gracias» silencioso a Mairie. La periodista le adjuntaba hojas y más hojas sobre Ben Webster. No incluían mucho sobre su carrera parlamentaria, pero cinco años atrás la prensa había dedicado atención a la familia tras la extraña agresión a la madre de Webster. Ella y el marido pasaban unas vacaciones en Borders, en un chalé alquilado cerca de Kelso; una tarde el padre salió al pueblo a comprar y a su regreso se encontró con que habían allanado el chalé y a su mujer estrangulada con un cordón de las persianas venecianas; agredida pero sin violación. Nada más faltaba dinero del bolso y el móvil.