Calderilla y un teléfono. Y la vida de una mujer.
La investigación se había alargado varias semanas. Rebus miró las fotos del chalé, la víctima, el dolido esposo y los hijos, Ben y Stacey. Sacó del bolsillo la tarjeta que Stacey le había dado y pasó los dedos por los bordes mientras proseguía la lectura. Ben era diputado por Dundee Norte; Stacey, agente de policía de Londres, calificada por sus colegas de «diligente y muy apreciada»; el chalé estaba en el linde de unos bosques, en terreno de colinas ondulantes y sin vecinos a la vista. Al matrimonio le gustaba dar largos paseos y se mencionaba su presencia regular en bares y restaurantes de Kelso. Pasaban sus vacaciones en aquella comarca hacía años. Los concejales de la zona hacían hincapié en que en Borders «casi no se cometen crímenes y es un remanso de paz». Por no espantar al turismo.
No se descubrió al culpable, y el caso saltó de la primera página a las interiores y luego a las de atrás, hasta reaparecer esporádicamente en algún párrafo de los perfiles de Ben Webster. Había una amplia entrevista de la época en que pasó a ocupar el cargo de secretario privado del Parlamento, pero en ella se negó a hablar del trágico acontecimiento.
Trágicos, en realidad; en plural, porque el padre no había sobrevivido mucho al asesinato de su esposa. Muerto por causas naturales. «Había perdido las ganas de vivir. Ahora está en paz con el amor de su esposa», decía un vecino de Broughty Ferry.
Rebus volvió a mirar la foto de Stacey el día del funeral de la madre. Al parecer, había salido en televisión para hacer un llamamiento a quien pudiera dar alguna pista. Era más fuerte que su hermano, que no quiso acompañarla en la conferencia de prensa; Rebus esperaba que conservara esa fortaleza.
El suicidio parecía la conclusión definitiva: la pena había podido finalmente con el hijo huérfano. Salvo que Ben Webster cayó gritando y los soldados de guardia habían advertido la presencia de algún intruso. Además, ¿por qué precisamente aquella noche? ¿En aquel lugar? Con todos los medios de comunicación mundiales en Edimburgo…
Era un gesto público.
Y Steelforth… Sí, Steelforth quería echar tierra al asunto. Que nada distrajera la atención del G-8, que no se perturbase la estancia de las delegaciones. Rebus, muy a su pesar, tenía que reconocer que la insistencia por aferrarse al caso era simplemente por fastidiar al hombre del Departamento Especial. Se levantó de la mesa y fue a la cocina, se hizo un café cargado y se lo llevó a la sala de estar. Cambió el canal de la televisión pero no encontró noticias sobre la marcha. La multitud de Hyde Park parecía pasarlo bien, aunque había un recinto justo delante del escenario medio vacío. Sería seguramente para los miembros de seguridad, o para los medios. Geldof no pedía dinero esta vez; Live 8 pretendía centrar mentes y corazones. Rebus pensó cuántos asistentes al concierto responderían al llamamiento y se desplazarían seiscientos kilómetros hasta Escocia. Encendió un cigarrillo y se sentó en un sillón mirando la pantalla con el café en la mano. Volvió a pensar en la Fuente Clootie y el ritual del paraje. Si Ray Duff estaba en lo cierto, había al menos tres víctimas, y un asesino había erigido una especie de santuario. ¿Tendría alguna relación con la localidad? ¿Hasta qué punto era conocida la Fuente Clootie fuera de Auchterarder? ¿Figuraba en las guías de viaje o en los folletos turísticos? ¿Lo habían elegido por su proximidad a la cumbre del G-8, porque el asesino pensó que con tal número de policías patrullando era muy probable que descubrieran su siniestra ofrenda? En cuyo caso, ¿había ya acabado de matar?
Tres víctimas. Aquello no podrían ocultárselo a los periodistas. CC Rider, Talleres Keogh y una tarjeta de banco… El asesino se lo ponía fácil; quería que supieran que andaba rondando. La prensa mundial estaba concentrada en Escocia como nunca en la historia y ello le procuraba un protagonismo global. Y Macrae se relamería ante la oportunidad, presentándose ante los periodistas, sacando pecho al contestar a sus preguntas, acompañado de Derek Starr.
Había quedado con Siobhan en que ella llamaría a Macrae desde la marcha para comunicarle los hallazgos del laboratorio. Ray Duff, mientras tanto, proseguiría sus análisis para ver si hallaba restos de ADN en la sangre, tratando de aislar algún pelo, alguna fibra que identificar. Rebus pensó de nuevo en Cyril Colliar. No podía decirse que fuera la típica víctima. Los asesinos en serie solían atacar a los débiles y a los marginados. ¿Sería la casualidad de haberse encontrado en el lugar que no debía en el momento menos oportuno? Lo habían matado en Edimburgo, pero el trozo de la cazadora había ido a parar al bosque de Auchterarder, justo cuando se iniciaba la operación Sorbus. Sorbus: una especie de árbol, el trozo del CC Rider dejado en el claro de un bosque… Si había alguna relación con el G-8, sabía que los de espionaje les arrebatarían el caso a Siobhan y a él. Steelforth no cedería. Mientras, el asesino se burlaba de ellos y les dejaba tarjetas de visita.
Llamaron a la puerta. Tenía que ser Siobhan. Apagó la colilla, se levantó y echó un vistazo a la habitación; no estaba muy desordenada ni había latas de cerveza vacías ni envases de pizza; recogió la botella de whisky, que estaba junto al sillón, y la puso en la repisa de la chimenea. Cambió el canal de la televisión y fue a la puerta. La abrió de par en par y al ver aquella cara se le encogió el estómago.
– Se te ha removido la conciencia, ¿no? -dijo fingiendo indiferencia.
– La tengo más limpia que la puta nieve, Rebus. ¿Puede decir lo mismo?
No era Siobhan. Era Morris Gerald Cafferty, con la camiseta blanca del emblema «Acabad con la pobreza» y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, que sacó despacio, alzándolas para que se viera que iba desarmado. Su cabeza era del tamaño de una esfera de jugar a los bolos, brillante y casi sin pelo, con ojillos hundidos y labios relucientes y apenas sin cuello. Rebus hizo gesto de cerrarle la puerta pero Cafferty lo impidió con la mano.
– ¿Son esas maneras de tratar a un viejo amigo?
– Vete al infierno.
– Ya veo que me ha superado. ¿Le ha quitado esa camisa a un espantapájaros?
– ¿Y a ti quién te viste, Trinity & Susannah?
Cafferty lanzó un resoplido.
– Pues en realidad las conocí en un desayuno de la tele. ¿No es mejor que charlemos un ratito?
Rebus ya no intentaba cerrar la puerta.
– ¿Qué demonios quieres, Cafferty?
Cafferty se miró la palma de las manos y se limpió una mugre inexistente.
– ¿Cuánto hace que vive aquí, Rebus? Por lo menos treinta años.
– ¿Y qué?
– ¿No ha oído hablar de la jerarquía habitacional?
– Dios, no vendrás ahora con lo de «Inmejorable situación. Se alquila».
– No hace nada por mejorar su situación, y no lo entiendo.
– Tal vez debería escribir un libro explicándolo.