– Son dos días con el inspector jefe Macrae -dijo Siobhan-. ¿Qué regodeo ves tú?
Rebus abrió la portezuela del coche y se inclinó para poner la llave de contacto. Volvió a estirarse, dio una última calada al cigarrillo y tiró la colilla a la calzada. Siobhan decía algo sobre un equipo en el escenario del crimen.
– Un momento -le interrumpió Rebus-. ¿Cómo dices?
– Es igual. Tú ya tienes bastante sin esto.
– ¿Sin qué?
– ¿Te acuerdas de Cyril Colliar?
– A pesar de mi edad no he perdido la memoria.
– Ha sucedido algo muy extraño.
– ¿El qué?
– Creo que he encontrado la pieza que faltaba.
– ¿De qué?
– De la chaqueta.
– No lo entiendo -dijo Rebus, percatándose de que ya estaba sentado.
– Yo tampoco -replicó Siobhan con una risita nerviosa.
– ¿Dónde estás en este momento?
– En Auchterarder.
– ¿Y es ahí donde ha aparecido la chaqueta?
– Por así decir.
Rebus metió las piernas en el coche y cerró la portezuela.
– Pues voy a echar un vistazo. ¿Está ahí Macrae?
– Se ha ido al centro de control del G-8 en Glenrothes -hizo una pausa-. ¿Tú crees que puedes intervenir en esto?
– Primero tengo que dar el pésame -respondió Rebus encendiendo el motor-, pero puedo estar ahí antes de una hora. ¿Se puede llegar a Auchterarder sin problemas?
– En estos momentos se vive la calma que precede a la tormenta. Cuando cruces el pueblo busca el indicador de la Fuente Clootie.
– ¿De la qué?
– Mejor será que vengas y lo veas tú mismo.
– Eso es lo que voy a hacer. ¿Está en camino el equipo de la científica?
– Sí.
– Lo que significa que correrá la noticia.
– ¿Se lo comunico al inspector jefe?
– Decídelo tú -respondió Rebus, sujetando el móvil entre el hombro y la mejilla para tomar el laberíntico camino hacia las puertas del crematorio.
– Rompes la camaradería -dijo Siobhan.
«No, si puedo evitarlo», pensó Rebus.
A Cyril Colliar lo habían asesinado seis semanas antes. Tenía veinte años y había sido encarcelado con una condena de diez años por violación con saña. Cumplida la sentencia le habían puesto en libertad pese a las reservas de la dirección de la cárcel, la policía y los servicios sociales. Sabían que seguía siendo un gran peligro, pues no mostraba remordimientos y negaba su culpabilidad pese a las pruebas del ADN. Colliar regresó a su Edimburgo natal. Toda la gimnasia que había hecho en la cárcel le vino bien, pues trabajó de gorila por la noche y de matón por el día. Su jefe en ambas especialidades era Morris Gerald Cafferty. Big Ger era un viejo malhechor, y fue Rebus quien tuvo que inquirir sobre su reciente empleado.
– ¿A mí qué me cuenta? -había replicado Cafferty.
– Es peligroso.
– Tiene más paciencia que un santo para aguantar su acoso.
Cafferty se balanceaba de un lado a otro en su sillón giratorio de cuero tras la mesa de MGC Lettings. A Rebus le constaba que si alguien se demoraba en pagar el alquiler mensual de alguna de las viviendas de Cafferty, era Colliar quien entraba en juego. Cafferty era igualmente propietario de minitaxis y de al menos tres bares de bronca en las zonas menos salubres de la ciudad. Trabajo de sobra para Cyril Colliar.
Hasta la noche en que apareció muerto. Con el cráneo fracturado; un golpe por detrás. El forense creía que había muerto como consecuencia del mismo, pero para mayor seguridad le habían inyectado una jeringuilla de heroína pura. No había pruebas de que el finado fuese heroinómano. «Finado» era la palabra que emplearon, aunque entre dientes, la mayoría de los policías que intervinieron en el caso. Nadie utilizó el término «víctima». Ni nadie fue capaz de decir en voz alta: «El cabrón tuvo lo que se merecía». Ahora eso no se hacía.
Pero no por eso dejaban de pensarlo, compartiéndolo con miradas y asintiendo con la cabeza. Rebus y Siobhan habían trabajado en el caso, pero como en uno de tantos. Había pocas pistas y demasiados sospechosos; interrogaron a la víctima de la violación, a su familia y a su novio de entonces. Y cuando se hablaba del fin de Colliar todos coincidían en un vocablo: «Estupendo».
El cadáver apareció junto al coche en una bocacalle cerca del bar donde trabajaba. No había testigos ni pruebas en el escenario del crimen. Sólo algo curioso: de aquella característica cazadora de nailon habían recortado el emblema CC Rider de la espalda con un filo aguzado, dejando al descubierto el forro interior. No abundaban las hipótesis. Se trataba de un torpe intento de enmascarar la identidad del muerto, o en el forro había habido algo escondido. Los análisis sobre restos de droga fueron negativos, y los policías se encogieron de hombros y se rascaron la cabeza.
A Rebus le pareció una venganza. Colliar se había hecho algún enemigo; o alguien enviaba un aviso a Cafferty. Pero en las diversas entrevistas con el jefe del muerto no había sacado nada en claro.
– Mala cosa para mi reputación -fue la única reacción de Cafferty-. Porque o atrapa a quien lo hizo…
– ¿O?
Pero Cafferty no necesitaba contestar. Y si Cafferty aparecía como el principal culpable, se la había jugado para siempre.
En ambos casos era mal asunto. La indagación quedó atascada casi por las mismas fechas en que los preparativos del G-8 comenzaban a distraer la atención de todos -en su mayoría animados ante la perspectiva de las horas extra- hacia otros emplazamientos. Y, además, habían surgido otros casos con víctimas, víctimas de verdad, y el equipo que investigaba el homicidio de Colliar quedó disuelto.
Rebus bajó el cristal de la ventanilla, agradecido por la fresca brisa. No sabía cuál era el camino más rápido para Auchterarder; le constaba que a Gleneagles se iba por Kinross y hacia allí se dirigió. Dos meses atrás había comprado un navegador para el coche, pero no había tenido tiempo de leer las instrucciones. Lo llevaba en el asiento del pasajero con la pantalla apagada. Un día de éstos iría al taller donde le habían instalado el reproductor de compactos. Su inspección ocular del asiento trasero, suelos y maletero no le había revelado nada de The Who, y por eso escuchaba a Elbow, una recomendación de Siobhan. Le gustaba la canción Leaders of the Free World. Apretó el botón de repetir: el cantante pensaba que algo se había estropeado después de los años sesenta. Rebus estaba básicamente de acuerdo, aunque lo viera desde diferente perspectiva. Sabía que al cantante le habría gustado más cambio, un mundo dirigido por Greenpeace y los antinucleares, en el que no hubiera pobreza. Él también había participado en alguna manifestación en los sesenta, antes y después de alistarse en el ejército. Era una manera de conocer chicas, cuando menos, y después, generalmente, siempre había una fiesta en algún sitio. Pero ahora, él veía los sesenta como el final de algo. Un admirador de los Stones había sido apuñalado en uno de sus conciertos en 1969 y la década echó el cierre. Loa años sesenta habían sido para la juventud una experiencia de rebeldía; no creían en el viejo orden, ni sentían por él el menor respeto. Pensó en los miles que acudirían a Gleneagles y en los enfrentamientos que se producirían.