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Cafferty sonrió.

– Y yo podría escribir una continuación contando algunos de nuestros pequeños «desacuerdos».

– ¿A eso has venido? Quieres refrescar vivencias, ¿verdad?

– He venido por lo de mi muchacho, Cyril -replicó Cafferty con rostro sombrío.

– ¿Qué pasa?

– Me he enterado de que la investigación progresa. Y quería saber.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– ¿Así que es cierto?

– ¿Y crees que iba a contarte algo si así fuese?

Cafferty profirió un gruñido, estiró los brazos y empujó a Rebus hacia el pasillo, haciéndole chocar contra la pared, y volvió a agarrarlo, enseñando los dientes, pero Rebus, superada la sorpresa, logró asirle de la camiseta. Forcejearon, zarandeándose y dando vueltas, impulsados por la inercia pasillo adelante hasta la puerta de la sala de estar sin decir palabra: sólo hablaban los ojos y la fuerza corporal. Pero Cafferty miró al cuarto y se quedó de piedra.

– Dios bendito -exclamó mirando las dos cajas del sofá.

Eran las notas del caso Colliar que Rebus se había llevado la noche anterior de la comisaría de Gayfield. Encima estaban las fotos de la autopsia, y por debajo de ellas asomaba una vieja foto del propio Cafferty.

– ¿Por qué tiene aquí todo esto? -preguntó Cafferty jadeante.

– No es asunto tuyo.

– No renuncia a tratar de hundirme.

– Ahora ya no tanto -respondió Rebus. Fue hasta la repisa de la chimenea a coger la botella de whisky; recogió el vaso del suelo y se sirvió-. Pronto se hará pública la noticia -añadió, haciendo una pausa para beber-. Creemos que Colliar no es la única víctima.

Cafferty entrecerró los ojos tratando de comprender.

– ¿Quién más? -preguntó.

Rebus negó con la cabeza.

– Ahora lárgate -dijo.

– Yo puedo ayudar -dijo Cafferty-. Conozco gente.

– ¿Ah, sí? ¿Te suena Trevor Guest?

Cafferty reflexionó un instante y al cabo dijo que no.

– ¿Y Talleres Keogh?

Cafferty cuadró los hombros.

– Puedo averiguarlo, Rebus. Tengo contactos en lugares que le harían temblar.

– Todo lo tuyo me hace temblar, Cafferty; por miedo a la contaminación, supongo. ¿Por qué te sulfuras tanto por lo de Colliar?

Cafferty miró hacia la botella de whisky.

– ¿Hay otro vaso? -preguntó.

Rebus fue a buscarlo a la cocina. Cuando volvió, Cafferty leía la nota de Mairie.

– Ya veo que la señorita Henderson le echa una mano -dijo con fría sonrisa-. Conozco su escritura.

Rebus, sin replicar, sirvió un poco de whisky en el vaso.

– Preferiría malta -dijo Cafferty en tono de reproche balanceando el whisky bajo la nariz-. ¿A qué viene ese interés por Pennen Industries?

– Ibas a hablarme de Cyril Colliar -replicó Rebus.

Cafferty se dirigió al sofá.

– No te sientes -ordenó Rebus-. No vas a estar mucho tiempo.

Cafferty apuró el whisky y dejó el vaso en la mesa.

– No es en realidad Cyril en sí quien me interesa -dijo-. Es que cuando ocurre algo así… empiezan a correr rumores. Rumores de una venganza. Y eso no es bueno para el negocio. Como bien sabe, Rebus, tuve enemigos en mis tiempos.

– Sí, de quienes ya no veo ni rastro, curiosamente.

– Hay por ahí muchos chacales deseando repartirse los despojos; mis despojos -añadió señalándose con un dedo el pecho.

– Te estás volviendo viejo, Cafferty.

– Igual que usted. Pero en mi tipo de negocio no hay pensión.

– ¿Y entretanto, aparecen chacales más jóvenes y hambrientos? -aventuró Rebus-. Y tú tienes que demostrar quién eres.

– Yo nunca me he arrugado, Rebus. No pienso hacerlo.

– Pronto se hará público, Cafferty. Si no existe relación entre las otras víctimas y tú ya no habrá motivos de venganza.

– Pero mientras tanto…

– Mientras tanto, ¿qué?

– Talleres Keogh y Trevor Guest -añadió Cafferty con un guiño.

– Déjanoslo a nosotros, Cafferty.

– Quién sabe, Rebus. A lo mejor miro a ver qué puedo averiguar sobre Pennen Industries -dijo Cafferty echando a andar hacia el pasillo-. Gracias por la copa y la gimnasia. Creo que me uniré a la cola de la marcha. La pobreza siempre me ha preocupado mucho. -Hizo una pausa en el vestíbulo, mirando a su alrededor-. Pero nunca había visto una tan flagrante -añadió saliendo al rellano.

Capítulo 5

El muy honorable Gordon Brown, ministro de Hacienda, ya había iniciado su intervención cuando entró Siobhan. Novecientas personas se habían congregado en la Sala de Asambleas en la cumbre de The Mound. La última vez que ella había pisado aquel local era aún sede provisional del Parlamento de Escocia, que ahora albergaba un nuevo y lujoso edificio en Holyrood frente a la residencia de la reina, por lo que la Sala de Asambleas era de nuevo propiedad de la Iglesia de Escocia, organizadora de aquel acto vespertino a medias con Christian Aid.

Siobhan acudía al encuentro del jefe de la policía de Edimburgo, James Corbyn, que ocupaba el cargo hacía poco más de un año en sustitución de sir David Strathern. Un nombramiento que había sido objeto de murmuraciones. Era inglés, un jefe «obsesionado por los números» y «demasiado joven», pero había demostrado ser un policía entregado que hacía visitas habituales a primera línea. Vio que estaba sentado en una de las primeras filas de atrás, con uniforme de gala y la gorra en el regazo; Siobhan sabía que la esperaba y se situó cerca de la entrada, conformándose con escuchar desde allí las cuitas y promesas del ministro de Hacienda. Cuando dijo que a los treinta y ocho países más pobres de África se les cancelaría la deuda hubo un aplauso unánime en la sala, pero al cesar los aplausos, Siobhan oyó una voz disidente. La de un único descontento que, puesto en pie, alzó su falda escocesa y enseñó una foto de Tony Blair en los calzoncillos. Los ujieres entraron rápidamente en acción secundados por el público cercano al hombre, y mientras le arrastraban hacia la salida, recibieron otro unánime aplauso. El ministro, ocupado en el lapsus en ordenar sus notas, prosiguió su parlamento en el punto en que había sido interrumpido.

Pero el incidente sirvió de oportuna excusa a James Corbyn para abandonar la sala. Siobhan le siguió al vestíbulo y se presentó. Ya no había rastro del alborotador ni de sus captores, sólo algunos funcionarios, a la espera de que su jefe concluyera el discurso, que paseaban de arriba abajo con carpetas de documentación y móviles y cara de agotados por los acontecimientos de la jornada.

– Me ha dicho el inspector jefe que tenemos un problema -afirmó Corbyn sin andarse con rodeos ni preámbulos.

Pasaba de los cuarenta y llevaba el pelo negro con raya a la izquierda; era de complexión robusta y de más de un metro ochenta de alto y con un gran lunar en la mejilla derecha, a propósito del cual Siobhan iba prevenida.

«Es muy difícil mirarle a los ojos con esa maldita mancha en el campo visual», le había dicho Macrae.

– Es posible que haya tres víctimas -dijo Siobhan.

– ¿Y un escenario del crimen puerta con puerta del G-8? -espetó Corbyn.

– No exactamente, señor. No creo que allí encontremos cadáveres; sólo restos de evidencia.

– El viernes se marchan de Gleneagles. Podemos aplazar la investigación hasta ese día.

– Pero por otro lado -insinuó Siobhan-, los mandatarios no llegan hasta el miércoles, lo cual nos da tres días.

– ¿Cuál es su plan?

– Mantener el asunto discretamente y trabajar cuanto podamos. Para entonces, los forenses habrán hecho un examen completo. La única víctima confirmada es competencia de Edimburgo y no hay necesidad de importunar a los mandatarios.

Corbyn la miró un instante.

– Es usted sargento, ¿verdad?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Es un poco joven para encargarse de un caso como éste -añadió Corbyn sin tono de crítica sino como simple constatación.