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– Me acompaña un inspector de la comisaría, señor, que trabajó conmigo en la investigación inicial.

– ¿Cuántos agentes necesitará?

– Me temo que no habrá muchos disponibles.

– La situación es muy delicada estos días, sargento Clarke -dijo Corbyn sonriente.

– Lo sé.

– No me cabe la menor duda. Y ese inspector que dice… ¿es de confianza?

Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirarle a los ojos sin pestañear, mientras pensaba: «Tal vez sea demasiado nuevo en la plaza para haber oído hablar de John Rebus».

– ¿Le gusta trabajar en domingo? -inquirió Corbyn.

– A mí sí, pero no estoy tan segura respecto al equipo forense.

– Le servirá de ayuda que yo diga una palabra. No ha habido incidentes en la marcha -añadió pensativo- y tal vez resulte todo más fácil de lo que pensábamos.

– Sí, señor.

Corbyn volvió a mirarla con atención.

– Su acento es inglés -comentó.

– Sí, señor.

– ¿Le ha causado algún problema?

– Burlas esporádicas.

Él asintió con la cabeza.

– Muy bien -añadió poniéndose firme-. Haga lo que pueda antes del miércoles. Si surge cualquier problema, comuníquemelo. Pero no pise el terreno a nadie -añadió mirando hacia los funcionarios.

– Señor, hay un funcionario del SOI2 llamado Steelforth que tal vez plantee alguna objeción.

Corbyn miró su reloj.

– Remítale a mi despacho -dijo calándose su gorra con galones-. Ya tenía que estar en otro sitio. ¿Se da cuenta de la enorme responsabilidad que…?

– Sí, señor.

– Que su colega se haga cargo igualmente.

– Lo entenderá, señor.

– Muy bien -dijo Corbyn tendiéndole la mano-. Suerte, sargento Clarke.

Se estrecharon la mano.

* * *

Por la radio emitieron un reportaje sobre la marcha y al final, en un añadido, dieron la noticia de la muerte del secretario de Desarrollo Internacional Ben Webster comentando que «se consideraba un trágico accidente». Pero la noticia más importante era el concierto de Hyde Park. Siobhan había oído numerosas quejas de la muchedumbre reunida en los Meadows comentando que los artistas pop iban a hacer sombra a los actos de Edimburgo.

– Publicidad y venta de discos, eso es lo que buscan. Son unos hijos de mala madre, egocentristas -comentó un hombre.

Los últimos datos sobre el número de concurrentes a la marcha eran de doscientos veinticinco mil. Siobhan no sabía cuántos asistirían al concierto de Londres, pero dudaba mucho que llegasen a la mitad de esa cifra.

Ya era de noche y se veían las calles llenas de coches y peatones, y muchos autobuses saliendo de la ciudad en dirección sur. Vio al pasar tiendas y restaurantes con carteles de «Apoyamos a Acabad con la pobreza», «Sólo vendemos productos de comercio justo», «Pequeño comercio detallista», «Bienvenidos los de la marcha». También había pintadas: símbolos anarquistas y mensajes instando a los peatones a «Activistas 8, Agitadores 8, Manifestantes 8». Una de ellas rezaba: «No se saqueó Roma en un día». Pensó que ojalá no se equivocara el jefe de policía; pero quedaban muchos días por delante.

Fuera del campamento de Niddrie habían aparcado autobuses. El poblado de tiendas de campaña había crecido y estaba de servicio el vigilante de la víspera. Siobhan le preguntó su nombre.

– Bobby Greig.

– Me llamo Siobhan, Bobby. Sí que hay movimiento esta noche.

Él se encogió de hombros.

– Unos dos mil, quizás. Seguro que no habrá más.

– Lo dice como decepcionado.

– El ayuntamiento ha gastado un millón en las instalaciones, y con esa suma podía haberles pagado un hotel en vez de aparcarlos en pleno campo. Ya veo que trae vehículo de sustitución -añadió señalando con la cabeza el coche que acababa de cerrar.

– Es del parque móvil de St. Leonard. ¿Ha habido más conflictos con los pandilleros?

– No han vuelto a molestar -contestó el vigilante-. Pero tenga en cuenta que ahora es de noche y es cuando salen. ¿Sabe lo que parece esto? -añadió mirando al recinto-. Una de esas películas de zombis.

Siobhan sonrió.

– Eso le convierte a usted en la última esperanza de la humanidad, Bobby. Debería sentirse halagado.

– ¡Yo acabo el turno a medianoche! -gritó a su espalda mientras se dirigía a la tienda de sus padres.

No había nadie. Abrió la cremallera de la entrada y miró al interior. La mesa y las sillas estaban plegadas y los sacos de dormir enrollados. Arrancó una hoja de su libreta y dejó un mensaje. Como en las tiendas contiguas tampoco vio signos de vida, pensó si habrían ido con Santal a tomar una copa.

Santaclass="underline" la última vez la había visto entre los manifestantes de Buccleuch Place, lo que significaba que podría dar problemas…, buscarse problemas.

«¿Te das cuenta de lo que estás pensando? Tienes miedo de que tus padres se hayan dejado embaucar…».

Se dijo que era una tonta y decidió matar el tiempo dando una vuelta por el campamento. Había cambiado poco desde el día anterior: un rasgueo de guitarra, un corro de cantores sentados con las piernas cruzadas, niños jugando descalzos en el césped, colas para la comida barata del entoldado. A los recién llegados, cansados de la marcha, les entregaban la muñequera indicándoles dónde plantar la tienda. Aún había en el cielo una luz crepuscular y se divisaba una extraña silueta del Arthur's Seat. Pensó que a lo mejor subiría allí al día siguiente; se tomaría una hora de asueto. La vista desde arriba era estupenda. Suponiendo que pudiera tomarse una hora libre. Tenía que llamar a Rebus para ver cómo iban a enfocar el caso. Probablemente estaría en casa viendo la tele. Tenía tiempo de sobra para hablarlo con él.

– Bueno, es sábado por la noche -dijo Bobby Greig, detrás de ella, con una linterna y su emisor-receptor-. ¿No debería estar por ahí, divirtiéndose?

– Por lo visto debe de ser lo que hacen mis amigos -replicó ella señalando con la cabeza la tienda de sus padres.

– Yo voy a tomar una copa cuando termine -insinuó él.

– Yo tengo que trabajar mañana.

– Espero que sean horas extra.

– De todos modos, gracias por… Tal vez otro día.

Él se encogió de hombros.

– Era por no sentirme fuera de servicio. -Su transmisor cobró vida con un chasquido de parásitos y él se lo acercó a la boca-. Repite, torre.

– Ahí vuelven -se oyó decir a una voz distorsionada.

Siobhan miró hacia la valla, pero no veía nada. Siguió a Bobby Greig hasta la puerta. Sí; eran una docena de jóvenes, con cazadora de capucha bien ajustada a la cara y los ojos en sombra bajo las viseras de sus gorras de béisbol. Sin armas, aparte de un botellón que se pasaban unos a otros. Media docena de vigilantes se habían congregado junto a la puerta por dentro del recinto esperando a que llegara Greig. Éste volvió la cabeza como fastidiado por la aparición.

– ¿Llamamos a la policía? -preguntó uno de los vigilantes de seguridad.

– No llevan armas -replicó Greig-. Podemos solventarlo.

La pandilla se fue acercando a la valla. Siobhan reconoció en el centro al cabecilla del viernes. El mecánico del taller que le había recomendado Rebus había calculado una reparación de unas seiscientas libras.

– Puede que el seguro pague una parte -añadió como único consuelo. Ella le preguntó si le sonaba el nombre de Talleres Keogh, pero el hombre negó con la cabeza.

– ¿Lo puede preguntar a alguien más?

El mecánico dijo que lo haría y a continuación le pidió una señal y ella tuvo que sacar cien libras de la cuenta del banco; le quedaban quinientas por pagar y ahora allí estaban los culpables, a menos de tres metros. Deseó tener la cámara de Santal para tomar unas instantáneas y ver si en la comisaría de Craigmillar podían poner nombres a las caras. Allí, en Niddrie, seguro que había videovigilancia en algún lugar. Quizá podría…