Claro que podía, pero no iba a hacerlo.
– Largaos -dijo Bobby Greig con voz firme.
– Niddrie es nuestro -espetó el cabecilla-. ¡Largaos vosotros!
– Te entiendo, pero no podemos.
– Te crees muy importante, haciendo de canguro de un montón de hippies de mierda, ¿eh?
– Gracias por decírnoslo -fue el comentario de Bobby Greig.
El cabecilla soltó una carcajada, uno de ellos escupió en la valla y otro le secundó.
– Podemos cogerlos, Bobby -comentó uno de los vigilantes en voz baja.
– No hay necesidad.
– Gordo, hijo de puta -exclamó el cabecilla provocativo.
– Gordo mariconazo -añadió uno de sus lugartenientes.
– Pedófilo.
– Borracho.
– Calvorota de ojos saltones, lameculos.
Greig miraba fijamente a Siobhan, como dispuesto a tomar una decisión. Ella meneó despacio la cabeza: «Que no se salgan con la suya».
– Enganchado.
– Barbudo.
– Gordinflón grasiento.
Bobby Greig volvió la cabeza hacia el vigilante que estaba a su lado y asintió levemente con la cabeza.
– Cuenta hasta tres -añadió en voz baja.
– No vale la pena, Bobby -dijo el vigilante llegándose a la puerta seguido por sus compañeros.
La pandilla se dispersó pero se reagrupó al otro lado de la calle.
– ¡Venga, venid aquí!
– ¡Cuando queráis!
– Aquí estamos.
Siobhan sabía lo que pretendían. Querían que los vigilantes les persiguieran por el laberinto de calles. Guerrilla urbana en la que el dominio del terreno podía prevalecer sobre la capacidad de fuego. Tal vez tuvieran armas, preparadas o improvisadas, o a lo mejor había más pandillas ocultas tras los setos y en los callejones sin luz. Y, mientras, el campamento se quedaba sin vigilantes.
No lo dudó más y llamó por el móvil. «Agente pidiendo ayuda.» Dio las indicaciones sobre dónde se encontraba. Llegarían en dos o tres minutos. La comisaría de Craigmillar no estaba tan lejos. El cabecilla se agachó dando la espalda a Bobby Greig y le mostró el trasero. Uno de los vigilantes respondió por él a la afrenta y echó a correr hacia el jefecillo, que hizo lo que Siobhan temía: retroceder por el paseo hacia el centro de los bloques.
– ¡Cuidado! -le advirtió ella.
Pero nadie escuchaba. Se volvió y vio que algunos de los acampados miraban la escena.
– La policía está a punto de llegar -les dijo.
– Cerdos -comentó uno de los acampados con visible disgusto.
Siobhan echó a correr hacia el paseo. La pandilla se había dispersado; al menos eso parecía. Siguió por el camino que había tomado Bobby Greig hacia un recodo sin salida. Eran bloques de poca altura en una de las últimas calles, vieja y desastrada; en la calzada había un esqueleto de bicicleta, y junto al bordillo, los restos de un carrito de supermercado. Sombras, discusiones, gritos y el ruido de cristales rotos; era una pelea pero no veía nada. Aquellos jardincillos traseros servían de campo de batalla, igual que las escaleras de los edificios. Vio caras en las ventanas que se ocultaban rápido, quedando sólo en las habitaciones el resplandor azulado, frío, de los televisores. Continuó, mirando a derecha e izquierda, preguntándose si Greig habría reaccionado de aquel modo si ella no hubiera estado presente. Malditos hombres y su maldito machismo.
Final de la calle: nada. Giró a la izquierda y después a la derecha. En un jardín delantero había un coche sobre soportes de ladrillos y un poste de alumbrado con la caja de inspección rota y los cables arrancados. Aquello era un laberinto. ¿Por qué no se oían ya las malditas sirenas? Tampoco oía ya gritos, sólo una discusión aislada en uno de los bloques. Un crío en monopatín -diez u once años como mucho- iba hacia ella sin dejar de mirarla descaradamente hasta que la rebasó. Pensó que doblando a la izquierda saldría a la calle principal, pero fue a meterse en otro callejón y lanzó una maldición para sus adentros: no se veía ni la acera. Sabía que la ruta más rápida sería dar la vuelta a la última casa de la hilera y saltar la valla. Un bloque más y estaría en el punto de partida.
Tal vez.
– De perdidos al río -dijo continuando por las losetas rotas de la calzada.
Pero después de la hilera de casas no había más que malas hierbas y abrojos y los restos de un tendedero rotatorio. La valla estaba vencida y se podía pasar a la siguiente hilera de patios traseros.
– Este parterre es mío -dijo una voz con fingido tono de protesta.
Siobhan se dio la vuelta y se vio cara a cara con el cabecilla, que la miraba con sus ojos azul lechoso.
– ¡Estás buenísima! -añadió recorriendo con la vista su cuerpo de arriba abajo.
– ¿Qué quieres, buscarte más líos? -inquirió ella.
– ¿De qué líos hablas?
– Del coche que me estropeaste ayer.
– No sé a qué te refieres -replicó él dando un paso hacia ella.
A su espalda, a derecha e izquierda, Siobhan vio dos siluetas.
– Lo mejor que podéis hacer es largaros -les dijo.
Ellos respondieron con risas sordas.
– Soy policía, y si sucede algo lo pagaréis de por vida -añadió, con la angustia de que no le temblara la voz.
– ¿Ah sí? ¿Y por qué tiemblas tanto?
Siobhan no se había movido ni había retrocedido un centímetro y ya casi se tocaban las caras. Lo tenía a tiro de un rodillazo en el bajo vientre y sintió que recuperaba entereza.
– Lárgate -dijo en voz baja.
– Será si quiero.
– A lo mejor sí -tronó una voz profunda.
Siobhan miró a su espalda y vio al concejal Tench, con las manos cruzadas y las piernas levemente separadas, llenando su campo visual.
– Con usted no va nada -replicó el cabecilla esgrimiendo un dedo en dirección al concejal.
– Todo lo que sucede aquí tiene algo que ver conmigo. Quien me conoce lo sabe. Ahora largaos a vuestras madrigueras y a callar.
– Se cree un tío importante -dijo despectivo uno de la pandilla.
– El único tío grande de mi mundo, hijo, está ahí arriba -replicó Tench señalando al cielo.
– Siga soñando, predicador -dijo el cabecilla; pero dio media vuelta y se perdió en la oscuridad con sus acólitos.
Tench separó las manos y relajó los hombros.
– Podría haber ocurrido algo grave -dijo.
– Podría -dijo Siobhan, presentándose.
– Ya lo pensé el otro día: esta joven debe de ser policía.
– Se diría que hace usted su patrulla de pacificación habitual -añadió Siobhan.
El concejal hizo un ademán de modestia, como quitándose importancia.
– Es rara la noche que ocurre algo, pero ha venido usted en una mala semana.
Se oyó una sirena que se aproximaba.
– ¿Llamó a la caballería? -comentó Tench echando a andar hacia el campamento.
El coche que le habían prestado en St. Leonard ostentaba una pintada con las siglas EJN.
– Esto es el colmo -musitó Siobhan entre dientes, y le preguntó a Tench si podía darle nombres.
– Nombres no -respondió él.
– Pero sabe quiénes son.
– ¿Y qué lograría?
Ella se volvió hacia los agentes uniformados de Craigmillar y les dio la descripción de la estatura, la ropa y los ojos del cabecilla, pero ellos negaron con la cabeza despacio.
– En el campamento no ha ocurrido nada -comentó uno de ellos-. Eso es lo que cuenta -añadió en un tono que daba a entender que era ella quien les había llamado y allí no tenían nada que ver ni hacer; simplemente se habían producido insultos y algunas bravuconadas -supuestas- y no había vigilantes heridos, circunstancia por la que parecían eufóricos, por tratarse de compañeros de fatigas; el campamento no corría peligro y no se apreciaban daños. Salvo su coche, pensó Siobhan.