– Que las páginas de Internet pueden eliminarse -respondió ella-. Y las listas de suscriptores pueden «perderse».
– Lo que quiere decir que cuanto antes hablemos con Cerebro, mucho mejor.
Eric Bain estaba viendo el concierto Live 8 en su ordenador; eso le pareció al menos a Rebus, pero él le sacó del error.
– En realidad, lo estoy editando.
– ¿Descargándolo? -aventuró Siobhan, pero Bain negó con la cabeza.
– Lo pasé a DVD y ahora estoy eliminando lo que no me interesa.
– Eso llevará su tiempo -comentó Rebus.
– No es difícil si dominas el programa.
– Creo -terció Siobhan- que el inspector Rebus se refiere a que tendrás que eliminar muchas cosas.
Bain sonrió. No se había puesto en pie al entrar ellos y apenas había apartado la vista de la pantalla. Fue su novia, Molly, quien les abrió y les preguntó si querían una taza de té. Estaba en la cocina preparando el hervidor, mientras Bain proseguía su tarea en el cuarto de estar.
Era un último piso de un almacén rehabilitado de Slateford Road, que muy probablemente en el folleto de venta figurase como «ático». Las pequeñas ventanas ofrecían una buena panorámica, sobre todo de chimeneas y fábricas cerradas. A lo lejos se veía la cumbre de Corstorphine Hill. El orden de la habitación superaba las expectativas de Rebus, pues no se veían metros de cable, cajas de cartón, soldadores ni video-consolas. Casi no parecía la vivienda de un fanático de los aparatos, como él mismo confesaba.
– ¿Desde cuándo vives aquí, Eric? -preguntó Rebus.
– Desde hace un par de meses.
– ¿Os habéis mudado juntos?
– Eso es lo que hay. Enseguida estoy con vosotros.
Rebus asintió con la cabeza y se sentó cómodamente en el sofá. Molly, rebosante de energía, entró con la bandeja del té. Iba en zapatillas, con unos vaqueros ceñidos de pernera hasta mitad de pantorrilla y una camiseta roja con la efigie del Che Guevara. Tenía un cuerpazo y pelo rubio largo, teñido, pero le sentaba bien. Rebus admitió para sus adentros que estaba impresionado. Miró varias veces a Siobhan, pero ella no dejaba de observar a Molly como un científico a un cobaya, pensando, evidentemente también, que Bain se había apuntado un éxito.
Y además había ejercido su influencia en Cerebro acostumbrándole al orden. ¿Cómo decía la canción de Elton John? «Casi me amarras con cuerdas…» En realidad era de Bernie Taupin, el original Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy.
– Está muy bien este piso -dijo Rebus a Molly al recogerle la taza, ganando el premio de sus labios rosados con una sonrisa de dientes perfectos y blancos-. No he captado tu apellido -añadió.
– Clark -contestó ella.
– Igual que Siobhan -dijo él.
Molly miró a Siobhan como para recibir confirmación.
– El mío, con «e» final -dijo Siobhan.
– El mío no -replicó Molly sentándose en el sofá al lado de Rebus sin dejar de mover el trasero como si se sintiera incómoda.
– De todos modos, tenéis algo en común -añadió Rebus, guasón, ganándose una mirada furibunda de Siobhan-. ¿Cuánto tiempo hace que sois pareja?
– Quince semanas -contestó ella con afán-. No es mucho, ¿verdad? Pero hay veces que enseguida sabes…
Rebus asintió con la cabeza.
– Es lo que yo siempre le digo a Siobhan, que debería buscarse pareja fija. Es la manera de realizarte, ¿no, Molly?
Molly no parecía muy convencida, pero miró a Siobhan con gesto de pretendida simpatía.
– Ya lo creo -dijo.
Siobhan miró enfadada a Rebus y cogió la taza que le daba Molly.
– En realidad -prosiguió Rebus- hubo un momento en que parecía que Siobhan y Eric fueran a formar pareja.
– Éramos simples amigos -comentó Siobhan, forzando una carcajada.
Bain, como si se hubiera quedado de piedra, miraba la pantalla del ordenador con la mano paralizada sobre el ratón.
– ¿No es así, Eric? -añadió Rebus.
– John está de broma -terció Siobhan dirigiéndose a Molly-. No le hagas caso.
Rebus lanzó un guiño a Molly, que no dejaba de rebullirse.
– Es un té muy bueno -comentó.
– Y perdonad que hayamos irrumpido así en domingo -añadió Siobhan-. Es que se trata de algo urgente.
Bain se levantó de la silla con un crujido. Rebus advirtió que había perdido bastante peso, tal vez seis kilos; conservaba su gorda cara pálida, pero había desaparecido la panza.
– ¿Aún estás en el Departamento Forense Informático? -preguntó Siobhan.
– Sí -contestó él cogiendo su taza y sentándose al lado de Molly.
Ella le pasó un brazo protector por los hombros, tensando la tela de la camiseta, acentuando aún más la forma de sus pechos. Rebus trató de fijar plenamente la atención en Bain.
– En este momento tengo trabajo con lo del G-8 en control de informes de Inteligencia -añadió Bain.
– ¿Qué clase de informes? -preguntó Rebus, levantándose como para estirar las piernas porque, con Bain en el sofá, estaban apretados, y se acercó a pasitos al ordenador.
– Informes secretos -contestó Bain.
– ¿Te has tropezado con el nombre de Steelforth?
– No. ¿Por qué?
– Es uno del SOI2 que parece un mandamás.
Pero Bain negó con la cabeza despacio y les preguntó qué querían. Siobhan le tendió la hoja de papel.
– Es un sitio de Internet que tal vez no tarde en desaparecer -le comentó-, y queremos todo lo que puedas encontrar: lista de suscriptores y quien haya descargado información. A ver si puedes conseguir datos.
– Es un trabajito.
– Lo sé, Eric -replicó Siobhan, dando una entonación a su nombre que a él debió tocarle alguna fibra y le hizo levantarse para ir a la ventana; tal vez para que Molly no viese el rubor de su cuello.
Rebus cogió un papel que había junto al ordenador. Era una carta con membrete de Axios Systems, firmada por un tal Tasos Symeonides.
– ¿Es un nombre griego? -preguntó.
Eric Bain vio el cielo abierto para cambiar de tema.
– Es una firma local de informática -dijo.
– Perdona que fisgue, Eric -dijo Rebus, agitando el papel delante de él.
– Es una oferta de trabajo -terció Molly-. Recibe muchas -añadió levantándose, acercándose a la ventana y pasándole el brazo por los hombros-. Y yo tengo que convencerle de que es imprescindible en la policía.
Rebus dejó la carta y volvió al sofá.
– ¿Puedo tomar otro? -preguntó.
Molly se acercó encantada a servirle, momento que aprovechó Bain para mirar fijamente a Siobhan, transmitiéndole en segundos un montón de palabras.
– Ah, estupendo -añadió Rebus aceptando un poco de leche de Molly, que había vuelto a sentarse a su lado.
– ¿Cuándo crees que tardarán en cerrarla? -preguntó Bain.
– No lo sé -contestó Siobhan.
– ¿Esta noche?
– Más bien mañana.
Bain examinó el papel.
– De acuerdo -dijo.
– Qué bien, ¿no? -comentó Rebus como dirigiéndose a todos.
Pero Molly, que estaba en otra cosa, se palmeó la cara con las manos y abrió la boca.
– Se me olvidaron las galletas -dijo poniéndose en pie de un salto-. ¿Cómo seré tan tonta? Y todos callados… -añadió volviéndose hacia Bain-. ¡Podías habérmelo dicho! -exclamó ruborizada, saliendo del cuarto.
En ese momento, Rebus se dio cuenta de que la vivienda no estaba simplemente ordenada.
Era un orden neurótico.
Capítulo 7
Siobhan vio la marcha con sus cantos antibelicistas, sus pancartas y la policía cubriendo la carretera en previsión de disturbios. Notó el olor dulzón del cannabis, pero dudaba mucho que detuvieran a nadie por ello: así constaba en las instrucciones para la operación Sorbus.
«Si pasan fumando a su lado, deténganlos; si no, déjenlos…»