Quien eligiera a sus víctimas en la página Vigilancia de la Bestia tenía acceso a la heroína. Volvió a pensar en el aparentemente afable Thomas Jensen. Los veterinarios, aunque no tuvieran acceso a la heroína, podían cambiarla por otros productos.
Acceso a la heroína y rencor. Aquellas dos amigas de Vicky que fueron con ella a la discoteca y la acompañaron en el autobús… Tal vez convendría interrogarlas.
Y el golpe en la cabeza, siempre por detrás… Era alguien físicamente más débil que las víctimas, y las tumbaba previamente para ponerles la inyección. ¿Se habría ensañado con Trevor Guest por no haber logrado noquearlo? ¿O era prueba de que el asesino perdía los estribos, se hacía más sádico y le tomaba gusto al crimen?
Pero Guest era la segunda víctima; con la tercera, Cyril Colliar, no se había ensañado. ¿Sería porque tal vez de pronto apareció alguien y el asesino había huido sin darse esa satisfacción? ¿Habría vuelto a matar? En caso de…, Siobhan dio un chasquido con la lengua. «Él o ella», dijo para sus adentros.
«Bush, Blair, CIA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?»
La multitud coreaba la consigna iniciando la subida a Calton Hill, y Siobhan siguió a aquellos miles de personas camino del punto de concentración. Hacía un viento frío que soplaba con ganas en la cumbre, donde la panorámica abarcaba Fife y la parte oeste de Edimburgo, Holyrood y el Parlamento al sur, acordonados día y noche. Siobhan recordó que Calton Hill era otro de los volcanes extinguidos de Edimburgo; el castillo se alzaba sobre uno de ellos, y el tercero era Arthur's Seat. Allí en la cumbre de Calton Hill había un observatorio y varios monumentos; el mejor de todos era el «fallo», el lateral de lo que había querido ser réplica del Partenón de Atenas y cuyo lunático mecenas había muerto sin concluir. Allí subía la gente de la marcha mientras el resto se congregaba alrededor para escuchar los discursos. Una joven, ajena a todo, bailaba canturreando y dando vueltas.
– No esperábamos verte aquí, cariño.
– Pues yo sí -dijo Siobhan abrazando a sus padres-. Ayer no conseguí dar con vosotros en los Meadows.
– ¿A que fue estupendo?
El padre de Siobhan se echó a reír.
– Tu madre pasó todo el rato llorando de emoción -dijo.
– Fue impresionante -comentó ella.
– Fui por la noche a buscaros al campamento.
– Es que salimos a tomar una copa.
– ¿Con Santal? -preguntó Siobhan como sin darle importancia y pasándose la mano por la cabeza tratando de borrar una voz interior: «¡Vuestra hija soy yo, no ella!».
– Vino con nosotros pero no estuvo mucho tiempo.
La multitud aplaudió y vitoreó al primer orador.
– Después hablará Billy Bragg -dijo Teddy Clarke.
– Podríamos ir a comer algo -dijo Siobhan-. Hay un restaurante en Waterloo Place.
– ¿Tú tienes hambre, querido? -preguntó Eve Clarke a su esposo.
– Pues no.
– Yo tampoco.
Siobhan se encogió de hombros.
– Bueno; tal vez más tarde.
Su padre se llevó un dedo a los labios.
– Van a empezar -dijo en un susurro.
– ¿El qué? -preguntó Siobhan.
– A nombrar a los muertos.
Efectivamente: comenzó la lectura de mil víctimas de la guerra de Irak, gentes de todos los bandos implicados en el conflicto. Mil nombres que los oradores leerían por turnos mientras el público guardaba silencio. Incluso la joven dejó de bailar y permaneció inmóvil mirando al vacío. Siobhan retrocedió unos pasos en un momento dado al darse cuenta de que tenía encendido el móvil; lo sacó del bolsillo y lo conectó en modo de vibración, alejándose un poco más hasta donde aún se oía los nombres de la lista. Desde allí veía el estadio Hibernian a sus pies, vacío tras la temporada; el Mar del Norte estaba en calma y Berwick Law al este parecía otro volcán apagado. Y la ristra de nombres proseguía, haciendo surgir en ella una sonrisa sombría y triste.
Porque aquello era lo que hacía ella a lo largo de su vida laboral. Nombrar a los muertos; tomaba nota de los últimos datos de su vida y trataba de averiguar quiénes eran, por qué habían muerto, daba voz a los olvidados y á los desaparecidos en un mundo cargado de víctimas que confiaban en ella y otros policías. Como Rebus, que se atormentaba en cada uno de los casos; o que dejaba que le atormentasen; él nunca desistía, porque eso habría sido la última ofensa a aquellos nombres. Vibró su teléfono y se lo llevó al oído.
– Sí que fueron rápidos -dijo Eric Bain.
– ¿Ya no está la página?
– No.
Siobhan lanzó una maldición para sus adentros.
– ¿Has conseguido algo?
– Alguna cosilla. Pero no he podido trabajar mucho con la máquina que tengo en casa.
– ¿No has podido recuperar ninguna lista de suscriptores?
– Me temo que no.
Otro orador había sustituido al anterior al micrófono y los nombres continuaban.
– ¿Te queda algo más por intentar? -preguntó ella.
– Desde la oficina sí; tal vez un par de trucos.
– ¿Mañana?
– Si no me copan los del G-8. -Hizo una pausa-. Me alegró verte, Siobhan. Siento que hayas tenido que ver a…
– Eric -dijo tajante-. No.
– ¿No, qué?
– Todo y nada. Dejémoslo, ¿de acuerdo?
Se hizo un largo silencio al otro lado.
– ¿Seguimos siendo amigos? -preguntó él finalmente.
– Por supuesto. Llámame mañana -dijo ella cortando la comunicación. Forzosamente, porque si no, no habría podido evitar decirle: «Que te aproveche tu novia nerviosa, melindres y pechugona… Seréis muy felices».
Cosas más raras se habían visto.
Contempló a sus padres por detrás. Se agarraban de la mano y su madre reclinaba la cabeza en el hombro de su padre. Casi se le saltaron las lágrimas, pero las contuvo. Recordó a Vicky Jensen echando a correr hacia su cuarto, y a Molly, avergonzándose. Las dos atemorizadas ante la vida. Cuando era adolescente, ella había echado a correr de muchas habitaciones donde estuvieran sus padres, por rabietas, rupturas, contiendas entre inteligencias, juegos de poder. Ahora, lo único que deseaba era estar allí detrás de ellos; lo deseaba, pero era incapaz. Se alejó cincuenta pasos más anhelando que volviesen la cabeza.
Pero sus padres sólo escuchaban nombres de personas desconocidas.
– Le agradezco que haya venido -dijo Steelforth levantándose, tendiendo la mano a Rebus.
Le aguardaba en el Hotel Balmoral, sentado, con las piernas cruzadas. Rebus le había hecho esperar un cuarto de hora, que dedicó a pasear de arriba abajo por delante del hotel, echando ojeadas al interior, receloso de alguna trampa. La marcha de Parad la Guerra había concluido, pero aún vio la cola avanzando despacio por Waterloo Place. Siobhan le había dicho que iba a ir a ver si encontraba a sus padres.
– Tienes poco tiempo que dedicarles -comentó él comprensivo.
– Y viceversa -musitó ella.
Había guardia de seguridad en la puerta del hotel; no el simple portero de librea y el conserje -distinto al de la noche anterior-, sino unos de paisano que supuso que serían agentes al mando de Steelforth. El del Departamento Especial estaba más acicalado que nunca, con traje de raya diplomática de chaqueta cruzada. Tras darle la mano hizo un gesto en dirección al Palm Court.
– ¿Un whisky?
– Depende de quién pague.
– Permítamelo a mí.
– En ese caso -le previno Rebus-, tomaré uno doble.
Steelforth soltó una carcajada forzada. Encontraron mesa en un rincón y apareció una camarera como por arte de ensalmo.
– Carla -dijo Steelforth-, queremos un par de whiskys. Dobles -añadió mirando a Rebus.
– Laphroaig -dijo él-. Cuanta más solera, mejor.
Carla les dirigió una inclinación de cabeza y se fue. Steelforth se alisó la chaqueta en espera de que se hubiera alejado lo suficiente para iniciar la conversación. Pero Rebus optó por tomarle la delantera.