Costaba imaginarlo en aquel paisaje de granjas y colinas, ríos y glens o vallecitos. Sabía que el emplazamiento aislado de Gleneagles había sido determinante a la hora de elegir la sede de la reunión. Los mandatarios del mundo libre estarían allí seguros para firmar sus decisiones previas. El grupo del disco entonaba un tema sobre un terremoto. La imagen se le quedó grabada a Rebus hasta las afueras de Auchterarder.
No había estado allí nunca. Pero era como si conociera el lugar. Un típico pueblo escocés con una calle principal bien definida, con sus bocacalles, construido según el criterio de que la gente fuese a comprar a los comercios a pie. Tiendas pequeñas, independientes, desde luego; nada susceptible de exacerbar a los manifestantes antiglobalización. En la panadería vendían incluso alguna tarta anti G-8.
Se acordó de que las buenas gentes de Auchterarder habían sido sometidas a investigación, encubierta bajo el pretexto de proveerles de una tarjeta de identidad para cruzar las barreras. Pero tal como le había comentado Siobhan, reinaba una extraña tranquilidad en el pueblo. Sólo se veía a algunas personas de compras y un carpintero que debía de estar midiendo escaparates para instalar tableros de protección. Los coches eran todoterrenos embarrados que probablemente habían rodado más tiempo por pistas rurales que por carreteras. Una mujer al volante de uno de ellos se cubría la cabeza con un pañuelo, algo que Rebus no veía desde hacía tiempo. Al cabo de un par de minutos estaba en el otro extremo del pueblo camino de la A9. Dio una vuelta casi en redondo, bien atento a cualquier indicador. El que buscaba estaba junto a un pub y señalaba un camino. Puso el intermitente y entró por el desvío, cruzando setos y entradas de coches hasta una urbanización nueva. Ante él se extendía un paisaje con colinas en el horizonte. De pronto se encontró fuera ya del pueblo, rodando entre setos bien recortados que le arañarían el coche si tenía que arrimarse para ceder paso a un tractor o una furgoneta. Había un bosque a la izquierda, y gracias a otro indicador vio que por allí se iba a la Fuente Clootie. Aquella palabra escocesa le recordaba un postre, envuelto en «paño», que hacía su madre, de sabor muy parecido al pudín de Navidad. Su estómago le dio un aviso recordándole que hacía horas que no comía. Había hecho un breve alto en el hotel para decirle algunas palabras en voz baja a Chrissie. Ella le dio un abrazo, igual que por la mañana en la casa. Con tanto tiempo como hacía que la conocía, qué pocos abrazos se habían dado. Al principio, en realidad, a él le gustaba; extraño, dadas las circunstancias, parecía que ella lo había notado. Luego, él fue el padrino de boda, y cuando la sacó a bailar, ella le susurró maliciosa al oído. Después, en las pocas ocasiones en que se habían visto tras separarse de Mickey, Rebus se había puesto de parte de su hermano. Se imaginaba que habría podido llamarla, decirle algo, pero no lo había hecho. Y cuando Mickey se metió en aquel asunto y acabó en la cárcel, él no fue a verla tampoco. La verdad es que tampoco había ido muchas veces a visitar a Mickey, ni a la cárcel ni después.
Había más historia: cuando él y su esposa se separaron, Chrissie se lo reprochó a él exclusivamente. Ella se llevaba bien con Rhona y después del divorcio las dos se mantuvieron en contacto. Eso era la familia. Tácticas, campañas y diplomacia: la política era más fácil en comparación.
En el hotel, Lesley siguió el ejemplo de su madre y le abrazó también. Kenny dudó un instante pero Rebus le sacó de apuros tendiéndole una mano. Se preguntaba si habría algún altercado, cosa frecuente en los funerales. El dolor acarrea reproches y resentimientos. Mejor no haberse quedado. En el terreno del enfrentamiento, John Rebus tenía más empuje de lo que daba a entender su no desdeñable corpulencia.
Había un aparcamiento junto a la carretera. Parecía recién construido, habían talado árboles y en tierra quedaban restos de corteza. Había espacio para cuatro coches, pero no había más que uno. Siobhan Clarke estaba recostada en él y cruzada de brazos. Rebus echó el freno y se bajó del Saab.
– Bonito paraje -dijo.
– Llevo un siglo aquí -replicó ella.
– Pues no me parecía haber conducido tan despacio.
Ella se limitó a fruncir ligeramente los labios y se encaminó hacia el bosque con los brazos cruzados. Iba vestida más formalmente que de costumbre: falda negra hasta la rodilla con leotardos negros. Tenía los zapatos manchados de barro de recorrer aquella senda.
– Fue ayer cuando vi el indicador -dijo ella-. El de la calle principal. Y decidí echar un vistazo.
– Bueno, entre esto y Glenrothes, la elección…
– Hay un panel informativo en el claro, que explica la historia del lugar. Toda clase de brujerías a lo largo de los años. -Subían por una cuesta que rodeaba una gruesa encina retorcida-. La gente del pueblo concluyó que lo habitaban duendes, porque se oían gritos en la oscuridad y ese tipo de cosas.
– Seguramente serían los jornaleros -aventuró Rebus.
Siobhan asintió con la cabeza.
– En cualquier caso, empezaron a dejar ofrendas -añadió mirando en derredor-Tú que eres el único escocés presente, ¿sabes lo que significa «clootie»?
A Rebus le vino a la mente la imagen de su madre sacando el pudín de la cazuela. El pudín envuelto en…
– Paño -respondió.
– Y ropa -dijo ella en el momento en que entraban en otro claro.
Se detuvieron y Rebus respiró hondo. Paño mojado…, húmedo, paño podrido. Hacía medio minuto que lo olía. Era el olor que desprendían en la casa de su infancia los paños tendidos si se enmohecían. De los árboles del paraje pendían trapos y jirones de tela y había trozos en el suelo pudriéndose en una especie de mantillo.
– Según la tradición -añadió Siobhan con voz queda-, los dejaban aquí para propiciar la buena suerte. Abrigan a los duendes y ellos impiden las maldades. Otra tradición dice que cuando moría un niño los padres dejaban algo aquí a modo de recuerdo -añadió con voz apagada y aclarándose la garganta.
– No soy tan frágil -dijo Rebus-. Puedes decir palabras como «recuerdo», que no voy a echarme a llorar.
Siobhan asintió de nuevo con la cabeza. Rebus dio la vuelta al claro. Pisaba hojas y musgo blando, se oía el rumor de un arroyo y un sordo borboteo de agua, y había velas y monedas en las orillas.
– No es gran cosa como fuente -comentó.
Ella se encogió de hombros.
– Estuve aquí hace unos minutos y no me gustó el ambiente. Pero advertí que hay algunas prendas nuevas.
Rebus las vio inmediatamente. De las ramas de los árboles colgaban un chal, un mono, un pañuelo rojo moteado y una zapatilla de deporte casi nueva con los cordones fuera. Incluso ropa interior y algo que parecían unos leotardos de niño.
– Dios, Siobhan -musitó Rebus sin saber qué decir. El olor aumentaba. Tuvo otro fogonazo del pasado: después de una borrachera de diez días, hacía muchos años… al descubrir que se había dejado la ropa en la lavadora sin tender, cuando al abrirla le asaltó aquel mismo olor. Lo volvió a lavar todo, pero tuvo que tirarlo-. ¿Y la cazadora?
Siobhan se limitó a señalarla. Rebus se acercó despacio al árbol. El nailon estaba atravesado en una rama corta y el viento lo agitaba suavemente. Estaba deshilachada, pero se veía perfectamente la marca.
– CC Rider -musitó Rebus mientras Siobhan se pasaba las manos por el pelo. Imaginó que se habría estado planteando preguntas, dándoles vueltas en la cabeza mientras estaba esperando-. Bien. ¿Qué hacemos? -añadió.